En su novela Castillos de fuego, Ignacio Martínez de Pisón logra encarnar a una sociedad: la dimanante de la Guerra Civil Española. Antes de comenzar a leer el libro lo emparenté con La colmena, pero conforme avanzaban las páginas me di cuenta de que, si bien la finalidad perseguida por Pisón podía ser similar a la de Cela, no lo era el modus operandi. La del Nobel, que releí este verano, es una obra más breve y con muchos más personajes, lo que denota su deseo de exhaustividad en el retrato social mediante la descripción costumbrista y variopinta de tipos humanos. En cambio Castillos de fuego, durante sus 700 páginas, se centra en apenas una veintena de personajes protagonistas, y la sociedad se encarna a través de una narración apegada a las vidas y a la psicología de los personajes durante los años que median entre el final de la Guerra española y el de la Segunda Guerra Mundial. El devenir histórico entre 1939 y 1945 marca un cambio de actitud del franquismo. Al principio el amparo de Hitler y el final reciente de la contienda propician una política de terror, y el régimen aprovecha para ejecutar al mayor número de adversarios políticos, asegurando de esta forma la victoria recién alcanzada. En cambio, al final del quinquenio, con Hitler derrotado, Franco refrena los fusilamientos ante la necesidad de granjearse el beneplácito de los Estados Unidos. La amistad norteamericana siembra la desesperanza entre los opositores al régimen, que advierten cómo se estabiliza y pierden toda esperanza de un final rápido de la dictadura.
Este devenir enmarca la vida de unos personajes que podrían dividirse en dos grupos: aquellos que viven de ideales y quienes, por el contrario, deciden morar en la más cruda realidad. Entre los primeros, Martínez de Pisón logra un retrato vívido de Dionisio Ridruejo, personaje real, héroe de la División Azul e intelectual del régimen, que un buen día reniega de Franco y termina encarcelado. En el polo opuesto destaca Heriberto Quiñones, líder guerrillero comunista, que llega a España en la clandestinidad con el sueño de tantos de derrocar al franquismo, para acabar torturado y fusilado sin el reconocimiento de su partido. Sorprende el parecido de los ideales de Ridruejo, para quien el fascismo “está construyendo un mundo nuevo que durará mil años”, con los de los comunistas, quienes afirman luchar, no por ellos, sino “por los que vendrán después, para dejarles un mundo mejor.”
Otro modo de evadirse de la realidad es el de Basilio Morgado, profesor universitario depurado por el régimen, que lo suspende de empleo y sueldo solo por haber coqueteado con la masonería. En su desesperación, Basilio abraza el misticismo y termina recluido por su voluntad en el monasterio de Veruela.
Frente a los idealistas se encuentran quienes toman partido por la realidad y se aprovechan de ella, como Matías Revilla, camisa vieja falangista que se enriquece distrayendo joyas confiscadas; o su acólito Valentín Aja, ex comunista que para purgar sus culpas ingresa en la policía y se convierte en delator y torturador de sus compañeros. También entre los que viven la realidad hay perdedores, como Gloria Morgado, hija de Basilio, casada con el abogado que da trabajo a su padre, quien gracias al amor logra aceptar un mundo que detesta.
Todos los personajes están magníficamente retratados, pero hay uno que me conmueve especialmente, quizá porque oscila más que ningún otro entre la realidad y el ideal: se trata de Cristina Donoso, una joven costurera que vive sola en la casa que antaño compartió con sus padres fallecidos y sus hermanos Bernabé y Eloy. El primero ha sido fusilado por comunista; el segundo, primer novio de Gloria, sigue los pasos de Bernabé y malvive en las montañas, prófugo del comisario Valentín Aja.
Al comienzo de la novela, Cristina visita el río Tajo y fantasea ante Eloy con la idea de coger una barquita y dejarse llevar por la corriente. “¿Dónde terminaría?”, pregunta a su hermano, y cuando él responde que en Lisboa, ella se deja llevar por la imaginación: “A veces pienso que no estamos viviendo la vida que nos corresponde. Que esa vida no está donde tiene que estar, sino en otro sitio”.
Las fantasías de Cristina las comparte Gloria al acudir a una academia de inglés y escuchar de extranjis la BBC. Para ella es como “vivir en un futuro mejor, en un tiempo en que se podrán leer libros ahora prohibidos”. Pero al cabo, tanto ella como Cristina se dan cuenta de que deben aceptar la realidad: “Solo tenemos una vida. Esta vida. Y no podemos desperdiciarla. Debemos tratar de vivir el presente”, afirma Cristina, personaje sutil que encarna a tantos millones de personas que debieron aceptar el silencio cotidiano.
Cierta crítica de Castillos de fuego en un gran periódico achaca a la novela copiosidad en los diálogos y acontecimientos narrados. A mí que una novela sea copiosa o concisa me resulta indiferente, lo que de veras me importa es el oficio del narrador, su capacidad de retratar verazmente a los personajes; de recrear una ciudad, un paisaje, una época; de lograr que vivamos en las páginas mientras dure la lectura. Esas son las claves, creo, y Castillos de fuego es paradigma de todas ellas.
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