En 1950, Ray Bradbury construyó en su casita de Illinois unos cohetes, los revistió de una prosa encandilada —¿quién ve, entre los flecos del fuego propulsor, a Thomas Wolfe, como lo veo yo?—, y sirviéndose unas veces de Poe, otras veces de Hawthorne, pero sometiéndolos a su cándida y retorcida fantasía, los lanzó épicamente rumbo a Marte. Allí los hombres se encontraron con los espejismos de un planeta extenuado, con fantasmas de la imaginación, con reinos que estaban más próximos a los sueños abandonados por una humanidad también extenuada que a esa esterilidad aparentemente muda de los paisajes cartografiados por la NASA. Treinta y seis años después de la gesta de Bradbury, que llegó a estremecer a un lector tan curtido como Borges, Arthur C. Clarke tomó algunos restos de sus cohetes desperdigados por la tierra, les añadió un improbable motor cuántico, pensó en unos hombres que debían abandonar su viejo sistema solar para poblar otras estrellas y los llevó increíblemente más lejos. A su manera de proceder tampoco le faltó la poesía. Pero el tono elegíaco de Bradbury se vuelve mucho más sereno a bordo de la Magallanes de Clarke que en los cohetes dirigidos a Marte; aquí parece que no sólo la conquista es un hecho inevitable: también la despedida —a una manera de pisar el suelo, de mirar a los cielos, de ser extraña y conmovedoramente humanos— lo es. La posición que adopta Clarke, sin embargo (en un momento miraremos el color de la piel de una mujer dormida, y haríamos bien en compararlo al de su doble en una encarnación anterior), es la misma que adopta Bradbury, pero sin pesar, sin su melancolía. Y a su vez ambos difieren mucho, no sólo argumentalmente, de otros escritores de su generación. Pensemos, por ejemplo, qué habría pasado si Philip K. Dick hubiera sido el encargado de tripular la nave concebida por Clarke: él la habría hecho aterrizar en una luna poblada por dementes, psicóticos, esquizoides, locos que se sabrían locos y sedicentes cuerdos que simplemente aquejarían una forma distinta de locura. Isaac Asimov, por su parte, la habría depositado regiamente en un sistema gobernado a la manera de la República de Platón, con sus genios y sus políticos ambiciosos, con su triunfal aristocracia intelectual. Frank Herbert habría enfrentado a su flota durmiente a las conjuras de una casta feudal, de un poder extrasensorial, y a renglón seguido la habría puesto a sembrar. Clarke, en cambio, se ocupó de algo muy sencillo, y por esa razón enormemente inesperado: hizo que la humanidad se encontrase, nada menos, con la humanidad. Una confrontación entre dos mundos separados por una distancia sideral de varios siglos que, en lugar de astucias, perfidias y rivalidades, revela maravillosamente un sentimiento de amistad y un misterioso reconocimiento.
Arthur C. Clarke ideó esta novela, al igual que casi todas sus novelas, como un relato largo, que fue publicado por primera vez en la revista americana If (1958), con una fabulosa ilustración de Virgil Finlay, y que veinticinco años después reelaboró hasta lograr lo que llegaría a ser, “sin duda alguna, la mejor de todas mis novelas”. Es posible que en la opinión tan contundente de Clarke tuviera algo que ver el hecho de que, por primera vez, su narración brindaba un mayor protagonismo a la humanidad de los personajes que a la mera pirotecnia tecnológica, y que su peripecia mucho más emocional que científica —a Clarke siempre se le ha criticado esa falta de pasión, ese calculado latido más metálico que visceral— bastara para infundirle la sangre suficiente a una historia que, como relato, era poco más que un desaprovechado melodrama. Un ejemplo de esta transformación lo tenemos en la escena en la que Lora (la Mirissa de la novela) es presentada por Leon (posteriormente Loren) al sueño suspendido de su esposa.
Cánticos de la lejana tierra (1958):
Pero Lora vio la expresión del semblante de Leon y supo por qué la había llevado allí, y supo que ya había perdido la batalla.
La chica que flotaba en el sarcófago de cristal tenía un rostro nada hermoso, pero rebosaba personalidad e inteligencia. Incluso en aquel reposo de siglos, mostraba determinación e inventiva. Era el rostro de un pionero, de una mujer de la frontera…
Durante un rato, ajena al frío, Lora observó a aquella rival dormida que nunca sabría de su existencia. Se preguntaba si algún romance, en toda la historia del mundo, había terminado en un lugar tan extraño.
Cuando habló, su voz fue apenas un susurro, como si temiese despertar a aquellas legiones suspendidas en el sueño.
—¿Es tu esposa?
Leon asintió.
—Lo siento, Lora. No tenía la menor intención de herirte.
—Eso ya no importa. También ha sido culpa mía. —Lora se detuvo, y miró con mayor antención a la mujer dormida—. ¿Y tu hijo también?
—Sí. Nacerá tres meses después de que aterricemos.
¡Qué extraño pensar en una gestación que duraba tres siglos!…
Aquellas pacientes multitudes rondarían sus sueños el resto de su vida.
***
Cánticos de la lejana tierra (1986):
Las celdas no estaban identificadas con nombres sino con códigos alfanuméricos. Loren fue al H-354 y pulsó un botón. El contenedor hexagonal de metal y vidrio se deslizó sobre rieles extensibles hasta mostrar a la mujer que dormía en su interior.
No era hermosa, aunque era injusto juzgar a una mujer sin la corona de su cabellera. Su tez era de un color que Mirissa nunca había visto y que, por lo que sabía, se había vuelto muy raro en la Tierra: un negro tan profundo que parecía azulado. Y era tan inmaculado que Mirissa no pudo contener una punzada de envidia. Su mente tuvo un atisbo de dos cuerpos entrelazados, ébano y marfil, y supo que esa imagen la rondaría durante años.
De nuevo miró el rostro. A pesar de ese sueño de siglos, transmitía resolución e inteligencia. ¿Habríamos sido amigas?, se preguntó Mirissa. Lo dudo; nos parecemos demasiado.
Conque eres Kitani, y llevas el primer hijo de Loren a las estrellas. Aunque no sé si será el primero, pues nacerá siglos después del mío. Primero o segundo, mis mejores deseos.
En ambos relatos el escenario es prácticamente el mismo: una sala sin gravedad, sumida en una temperatura colosalmente fría, y una colmena en la que vegetan los hombres y mujeres crionizados y envasados dentro de “un vasto mosaico de hexágonos” (1958). Lo que sí cambia es el aspecto de la mujer dormida, y el sentimiento de hermandad que se despierta en Lora/Mirissa hacia ese cuerpo gestante, incubado en el misterio del sueño inducido como lo está, dentro de su vientre congelado, el propio feto. La mujer ya no es de una raza indefinida, ni su semblante es ya una máscara. Hay ahora una fragilidad que antes —rostro resuelto, repleto de inventiva— no estaba ahí, y que vemos encarnada en su cabeza despojada de cabellos y en esa verticalidad del sueño que deja expuesta a una venidera humanidad, los pueblos reclamados al futuro por un vientre medio hinchado con su embrión todavía por formar. Y en realidad, ¡cuántas cosas han cambiado en el curso de casi treinta años, entre Lora y su recelo puramente femenino, de personaje ornamental, tan propio de la ciencia ficción de la época, y esa Mirissa que ya no sólo se muestra comprensiva sino hasta más que comprensiva, conmovida! Ciertamente, en el cuento de 1958 la pobre jovencita enamorada del viajero estelar es todavía demasiado humana, y sólo se preocupa por sí misma mientras observa a la mujer dormida en términos de una imposible rivalidad. Pero en 1986 ha madurado en esa muchacha que, antes de pasmarse ante el sarcófago donde duerme una antigua rival, pasa las puntas de los dedos por el rostro de una máscara de oro (“un rey que murió muy joven, cuando todavía era un niño”) por no tener a su alcance el de su hermanita gestante, la Kitani de color ébano por la que siente tanta envidia —y qué terrible consciencia, por otro lado, saber que sus sueños ya no se verán embrujados por los rostros macilentos de una legión de soñadores, sino por el “atisbo de dos cuerpos entrelazados, ébano y marfil”—, pero hacia la que sólo puede albergar un cariño inevitablemente distante y los mejores deseos.
¿Entonces? ¿Clarke con un mayor oficio, Clarke con una mayor humanidad? ¿Y por qué no las dos cosas? La aparición maravillosa de la máscara dorada de Tutankamón en el interior de una nave espacial ya es un hallazgo que revela un particular oficio y una particular sensibilidad. Pero escuchemos los mensajes de Moses Kaldor a su amada Evelyn —no sé por qué esto me trae siempre a la memoria la novela Solaris—, y sobre todo no dejemos de prestar atención al último capítulo (cuyo admirable título, por cierto, le fue sustraído a Ballard), donde los diferentes planos de tiempo solapado resultan verdaderamente abrumadores. Hay momentos a lo largo de la novela en los que sentimos discurrir ingentes cantidades de tiempo en el espacio que se abre entre el sujeto y el predicado de la frase más sencilla. Sin embargo, sólo en el capítulo final (aquí no desvelo nada) uno se siente mortalmente desnudo ante su propia fugacidad, sobrecogido como el viejo Pascal entre las estrellas por ese vértigo antiguo que es el de la desazón del alma humana frente al infinito.
Es verdad que los lectores que sólo busquen satisfacerse con la anatomía de las naves y perder el aliento con escenas de acción arrolladora no tienen mucho que hacer aquí. Pero los que busquen otra cosa, o no busquen nada en absoluto, estarán en condiciones de disfrutar de esta novela posiblemente de la manera en que otra obra igualmente poética hizo disfrutar —y estremecer— a Borges, si aceptamos su propia confesión en el prólogo de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury: “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?”. No sé si la pregunta pertinente es cómo pueden. Pero desde luego sí lo hacen.
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Autor: Arthur C. Clarke. Traductor: Carlos Gardini. Título: Cánticos de la lejana tierra. Editorial: Alamut. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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