Hice un recorrido discontinuo amplio de El dios de nuestro siglo y me gustó lo que vi. Percibí una voz poderosa que se volcaba sobre sí misma e interpelaba a otros interlocutores con el apremio de solventar los serios dilemas que le acucian. Esta prueba del algodón que suelo practicar antes de decidir la lectura de un libro fue motivo más que suficiente para volver a la primera página de la novela y seguir con ella hasta la última, enganchado por las dramáticas historias que se cuentan. Para conseguir tal efecto, el narrador madrileño Lorenzo Luengo dispone una historia criminal, pero esta es, casi, lo de menos. Saber a qué se debe la extraña coincidencia de la desaparición el mismo día de tres niños de solo entre once y doce años añade el aliciente de la intriga. Ver los pasos que da para esclarecer el caso (¿secuestro?, ¿huida voluntaria?) una policía de homicidios, Daniella Mendes, agrega el interés de la investigación criminal. La personalidad de la detective, atentamente detallada, joven, viuda reciente y embarazada, cavilosa, de una intimidad acuciada por desasosiegos religiosos y filosóficos, también supone un imán que atrapa la atención. Pero todo ello tiene un valor relativo, tanto que la resolución del enigma —que no debo aclarar— llega contraviniendo las expectativas que ha despertado a lo largo de muchas páginas.
La presunta materia criminal se reduce a una investigación detectivesca que nada más aporta la salsa a un guiso mucho más sabroso y denso, una ácida meditación sobre la naturaleza humana que se encauza en la voz narradora de la propia policía y protagonista. El mundo entorno entero se convierte para Daniella en motivo de reflexión: la personalidad rara de los niños desaparecidos, sus circunstancias familiares, el recuerdo de otros casos sospechosos, las relaciones con sus superiores, su propia conciencia. Estas cuestiones, por otra parte previsibles, se trenzan en un monólogo apasionado que no termina en sí mismo sino que se vuelca hacia el exterior en búsqueda perentoria de interlocutor. El discurso mental de la mujer se proyecta hacia sus jefes, hacia los personajes de la historia y, a la manera del doble, hacia su intimidad.
Es un discurso guadianesco y torrencial, pocas veces calmoso, casi siempre ajetreado por lo que la mujer ve y siente, y que convierte en materia discursiva. Lo que observa es una sociedad tan en desorden, una ausencia de valores tan generalizada, que reclama un punto de alboroto mental, un desasosiego moral. De ahí que las circunstancias requieran una exposición apremiante y espesa. En esencia, esto, la verbalización compacta de un pensamiento, es la novela, y el acierto de Lorenzo Luengo radica en haber adoptado esta forma exigente para trasmitir una visión concreta del mundo.
El acierto, como digo, consiste en formular una reflexión donde se enredan pensamientos intensos a modo de un bucle de ideas enmarañado. El riesgo del propósito se aprecia mejor si confrontamos esta escritura de alto nivel especulativo con la escritura floja y trivial que prevalece en nuestro tiempo, en el best seller y la literatura comercial. El planteamiento básico del autor gira en torno a un verbalismo generoso. Prefiere la palabra a la información, al documento o la intriga para expresar la realidad. A favor de esta meta juega fuerte con el despliegue de una lengua culta acompañada de referentes culturalistas. Esta clara y valiente opción tiene flancos débiles, o al menos peligrosos. El léxico denota la exigencia de un estilo que quiere la precisión y la exactitud: «conurbaciones», «anhedónica», «individuo anecoico», «texturizado», «deciduo», «luz mesopelágica», «especies paracrónicas»… Pero el cultismo, aunque nombre las cosas con propiedad, es poco pertinente para la prosa narrativa, salvo en la que busca el barroquismo expresivo, que no es el caso. El cuidado en el decir lleva también a expresiones rebuscadas: «el sol bulle y titila con siniestra aquiescencia, con lúgubre respeto».
A idéntico prurito de exigencia responden los signos culturalistas que acompañan a la narración. Aun teniendo en cuenta que Daniella hizo estudios de Literatura creativa y procede de una familia letrada, y que la novela se enmarca en una infrecuente sensibilidad hacia la cultura, se produce un desbordamiento culturalista algo excesivo. ¿Diría un policía común norteamericano —o de cualquier otro lugar del planeta— que alguien escribe sus informes «como si fueran el maldito Finnegan´s Wake«? ¿Son congruentes en el medio cultural en que se desarrolla la acción —su eje se sitúa en la interestatal 40 de Estados Unidos, en el entorno de Nuevo México— menciones a Rodin, a la Inquisición, a Juan de Patmos, a Lovecraft, o la comparación de Cleopatra con Helena de Troya? La ambición de Lorenzo Luengo de hacer un relato complejo produce estas distorsiones, y de cara al futuro necesita imponerse una estricta disciplina.
La ambición expresiva se corresponde con la densidad de una anécdota que se plantea grandes temas de siempre, la maldad, la culpa, el misterio de la existencia, la vida secreta que se esconde bajo la apariencia pública, la extrañeza de las relaciones humanas, las anomalías del mundo, el mal y la maldad… Tenemos, pues, un buen puñado de asuntos intemporales a los cuales acompaña además un pálpito y urgencia de actualidad. No dejan de tener esos motivos el relieve de problemas o cuestiones de siempre pero también aparece en El dios de nuestro siglo una actualidad punzante. En cierto modo, la novela es una crónica de aspectos muy relevantes de hoy: la influencia de los recientes medios de comunicación digitales, los efectos de la televisión… La anécdota se abre también al mundo de lo irracional, lo mágico y lo alucinatorio.
Con todo ello, Luengo crea no tanto un thriller psicológico (según la fórmula comodín utilizada en la cubierta del libro) como una fábula intelectual de ideas que se proyecta sobre los tambaleantes principios de la sociedad del siglo XXI. El procedimiento seguido por el autor estriba en explorar nuestra sociedad desarrollada y desvelar los inconsistentes principios morales que la rigen. Los padres no se enteran de lo que hacen los hijos. Los hijos están huérfanos de referentes valiosos. El retrato conjunto de padres e hijos testifica unas formas de vida enclaustradas en la ignorancia, la mentira, la falsedad, y, a la postre, en la incomunicación (ejemplarmente visualizada en el excelente pasaje en que la madre halla el consolador escondido por la hija poco más que niña, ni siquiera adolescente). Que tal cosa suceda entre gentes de clase media acomodada apunta a una reflexión con carácter de denuncia de la sociedad avanzada. Algunas magníficas escenas de fuerza impactante describen el incongruente contraste entre un gran desarrollo técnico y una precariedad espiritual muy grande: el comercio pornográfico en internet, los foros en la red de suicidas. Así se va recreando una ansiedad generalizada como marca de nuestro siglo. Por otro lado, ecos en sordina de cercanas protestas colectivas (que quizás merecerían un desarrollo más amplio o mayor concreción) insinúan la dimensión social de la novela.
Lorenzo Luengo estampa un sombrío retablo de época por medio del parloteo vehemente de una policía que se atreve a escarbar en el basurero de la conciencia, por decirlo con su feliz expresión. Un potente aliento existencialista inspira al autor. Su novela trasmite una desolación que hiere y quema. El dios de nuestro siglo supone una seria advertencia, seguramente profética, por desgracia, sobre el rumbo equivocado que sigue nuestro mundo. El contundente discurso de Daniella pone sobre aviso a quien no esté ciego ni sordo.
———————————
Autor: Lorenzo Luengo. Título: El dios de nuestro siglo. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon y Fnac
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: