Buenos Aires es para mí, en mitad de la pandemia, un álbum de fotos donde hemos dejado de envejecer bruscamente; un billete de Iberia anulado y un listado de nombres anotados en una Moleskine. La humanidad continúa confinada presa de sus propios errores, pero los deseos andan sueltos por ahí, peligrosos y libres, como los coyotes por las calles de San Francisco.
El vuelo desde Barajas a Ezeiza se hace eterno, pero si uno lo piensa bien, canjear 13 horas y diez minutos por una semana de inmortalidad no es demasiado. A finales de abril, la ciudad te recibe en un otoño luminoso y con chubascos, espejo inverso de la primavera española abandonada al otro lado del océano. ¿Qué importa lo que queda atrás? En el taxi cambias las manecillas del reloj, respiras el olor familiar a océano, fruta y asfalto y miras caer la noche sobre la ciudad cuando llegas a la Recoleta.
Rosas frescas en la habitación cada día, sábanas de lino, toallas bordadas, desayunos en servicio de plata, fiestas en los salones, baños con grifería dorada, una conserjería impecable, una recepción atenta, profesional y distante, y el barman más seductor agitando, no mezclando, mientras te mira a los ojos, un Bloody Mary perfecto, hacen del Alvear Palace un mundo irreal dentro de ese otro mundo que se derrumba sin remedio al otro lado de sus murallas de glamour.
La ciudad se despierta, perezosa, en la tranquilidad de los muertos del cementerio de La Recoleta que puedo ver enmarcado por los ventanales de La Biela. Este viejo y elegante salón-bar, ubicado en lo alto de una barranca parquizada en la esquina de la avenida Quintana y la calle Roberto Marcelino Ortiz, es mi verdadera residencia en la ciudad. Si sus maravillosos camareros de chaqueta blanca y sabiduría epicúrea me permitieran dormir ahí, lo haría gustosa. Aquel lugar es mi cuartel general; mi Checkpoint Charlie; mi oficina cuando tengo que trabajar con el portátil; mi biblioteca, si decido leer al sol de la vereda; mi desayuno de café en jarrito con agua gasificada y medias lunas de manteca mirando los perros del barrio salir a pasear en manojos elegantes con su paciente cuidador, o mis cenas de sándwich de miga con relleno de pavita y palmitos que devoro arropada por la compañía desconocida de algunas parejas octogenarias, últimos vestigios de aquella alta sociedad bonaerense culta, refinada y europeizante que se apagará definitivamente cuando ellos desaparezcan.
Pero lo que más me gusta de aquel lugar es sin duda poder compartir un saludo y alguna sonrisa cómplice con los caballeros que siempre ocupan la mesa de al lado. Seductor por hábito el uno; ciego el otro. Se les nota una complicidad de amistad duradera; de lecturas compartidas; de mutua admiración. Sus silencios son de sabiduría quieta y risa nostálgica. El caballero ciego alza la frente como si contemplase una escena al otro lado del ventanal de cerezo y enseguida retoma la conversación, que casi siempre es un monólogo de bardo orillero que aviva un fuego de estrella en sus ojos vacíos: cielos domesticados en patios de Palermo, la muerte de un hombre en una esquina rosada; el tigre amarillo y las bibliotecas; las runas, las rosas y Milton; el fervor por los laberintos, los espejos, los cuchillos; los calientes reñideros de suburbio; el Dante y su Séptimo Círculo; el ajedrez, los enigmas, y aquella mujer capaz de dolerle en todo el cuerpo.
—Solo una cosa no hay, querido Bioy; es el olvido.
No quiero olvidar esta ciudad, que es para mí el amor, aún no el espanto, y por eso esta mañana soleada decido emprender mi propia Odisea guiada por las palabras de aquel Homero de la Recoleta.
Renuncio al fantasma triste de La Múnich, a los paseos por la Plaza Francia y el Palais de Glace, al tentador Museo Nacional de Bellas Artes, o mi adorado MALBA; al Patio Bullrich y hasta al Urban Mall de Recoleta y su librería Cúspide, repleta de tesoros, y pongo rumbo al barrio de Palermo, donde todo comenzó. Tan distinto a lo que fuera, hoy Palermo es un lugar recuperado, con tiendas de ropa, bares chic, restaurantes de moda y terrazas luminosas con gente joven mateando al sol. En calle Serrano (hoy Borges) esquina Guatemala, Borges funda la mitología de su ciudad, pero de aquella casa donde creció entre libros, daguerrotipos y flores no queda nada; una placa testimonia el lugar. Lo demás se esconde en los poemas.
A pocas cuadras, en calle Thames 1762 se abre, acogedora, Libros del Pasaje, un paraíso en el que conviven el Palermo Viejo borgiano de casa baja y rectos portones con el reinventado Palermo Soho, donde la milonga suena en el hilo musical, los libros tapizan las paredes desafiando el olvido y el Fernet con Coca Cola refresca mi mañana en el patio de atrás. Algunas parejas hojean sus compras a la sombra del muro encalado y yo me entretengo en mi propio ritual de recordar a aquel compadrito bailarín y jugador que firmó su contrato con la muerte no lejos de aquí, en la peligrosa esquina de Thames con Triunvirato.
De camino al aperitivo, me paro en una tienda de ropa donde hay un precioso vestido de tirantes y escote en V en la espalda a modo de falso Vionnet de terciopelo negro. Una chica se lo está probando, y su pareja (hombre elegante, con chaqueta y sombrero en la mano, unos veinte años mayor que ella), le sonríe al verla salir del vestidor. Esa sonrisa. Me marcho enredada en ella masticando unos versos: Lejos del mar y de la hermosa guerra / que así el amor lo que ha perdido alaba. Me duele un escritor en todo el cuerpo.
No hay nada comparable a un sábado en San Telmo. Ni siquiera aquellas mañanas luminosas en la Boca, cuando el barrio todavía hablaba lunfardo, antes de que el turismo lo invadiera domesticando a la tanguista y al cuchillero. Por el contrario, San Telmo mantiene el sabor viejo de Barrio Sur, con sus Malenas vendiendo fruta en el mercado; música de bandoneón en las esquinas y cachivaches apilados en las vidrieras de los anticuarios. La plaza Dorrego a medio día es un bullir de curiosos empujándonos frente a los puestos ambulantes, como atrapados en la letra de un tango de Santos Discépolo; un enorme cambalache al aire libre en el que se mezcla la vida y, con suerte, herida por un sable sin remache puedes ves llorar La Biblia junto a un calefón.
Camino por la cercana calle Defensa buscando la parada de taxis, pero me detengo un momento frente a un elegante palacete. La familia Ezeiza lo construyó a finales del siglo XIX, aunque el tiempo terminó convirtiéndolo en casa de vecinos, o coventillo, como lo llaman acá, y hoy es una galería de antigüedades, corazón oculto de San Telmo. Allí, en su azotea, suelo tomar una limonada antes de marchar, pero algo me detiene hoy en el arranque de la herrumbrosa escalera. Al fondo de una sala que da al patio, un hombre apoyado en un bastón juega al ajedrez envuelto en sombras. Salgo de allí con un poema en la punta de la lengua. El recorrido en taxi hasta Puerto Madero dura lo que tardo en reconstruirlo:
Una vez, de mi mano, viste a Borges
jugando al ajedrez contra un espejo.
Fue al pasear de mañana por los patios
y almonedas y pecios de San Telmo.
Silbaba quedo un tango compadrito,
avanzaba un alfil sobre el tablero,
y un bastón apoyado en sus rodillas
delataba la estirpe del reflejo.
El sol añejo y fiel de Buenos Aires
aún recorta, en los filos del recuerdo,
con Borges y las piezas blanquinegras
nuestras sombras, cosidas en el suelo
a tu asombro, tu risa y mi memoria,
al azar de los libros y del tiempo.
No haber conocido el viejo puerto me ahorra la nostalgia. La magnífica reforma de Puerto Madero convirtió aquella parte abandonada, peligrosa y sucia de la ciudad en un lugar de edificios elegantes de cristal y hierro con magníficas parrillas. El taxi para frente a una de las mejores; Cabaña Las Lilas, donde la ensalada de apio, remolacha y huevo duro es una obra maestra, el bife de chorizo un acontecimiento, el Luigi Bosca Malbec un beso profundo, y el dulce de leche uno de esos recuerdos que evocas antes de morir. Soñolienta, la tarde me tienta con volver a las sabanas frescas del hotel o tal vez a la sonrisa del barman, impecable, como sus cócteles. Pero finalmente decido seguir con mi periplo, aunque haré navegación de cabotaje recalando en las más hermosas librerías, cuyo comienzo es el inevitable Atheneo Gran Splendid, ese teatro reconvertido en inmenso paraíso para los lectores, justamente catalogado como una de las librerías más hermosas del mundo; o la librería anticuaria de Victor Aizenman, recóndita y elegante, en un aristocrático piso de la avenida de las Heras, donde gasto mis penúltimos ahorros en una segunda edición en octavo encuadernada en piel de las Odas de Horacio, cuyo hilo dorado me llevará tiempo después a una aventura de amor, viajes y libros en el extremo sur del Peloponeso. Pero esa es otra historia.
Un lector que se precie no puede dejar de visitar el rosario de populosas librerías abiertas a pie de vereda en la calle Corrientes, donde, casi con seductor paso de tango, me dirijo saboreando el placer del momento, a Los Inmortales. Que Borges me perdone, pero Gardel es el dios de Corrientes, y hay que honrarle sentándose en una de las mesas de este restaurante donde solía cenar pizza, ravioles, o milanesa con fritas después de salir del teatro San Martín. Los viejos mozos ayudan a reconstruir el puzle del pasado, y si uno se fija, en el fondo de sus espejos desconchados, aún pervive atrapado el reflejo inmortal de aquellos muchachos de ayer.
La calle del adiós es Suipacha 521. Allí está la librería Alberto Casares, uno de los libreros más respetados de la ciudad, desde hace varios años ayudado en el negocio por sus dos hijos, lo cual garantiza, para tranquilidad de los lectores, la continuación de una noble tradición.
En este hermoso lugar, un inolvidable 17 noviembre de 1985, Borges pasó su última tarde porteña antes de partir rumbo a Suiza para librar, como el mismísimo Holmes, el problema final. Salgo de la librería y miro el cielo gris de Buenos Aires que amenaza tormenta, pero no me importa demasiado porque ya estoy lejos de allí imaginando que, frente al rostro de Moriarty por fin y con el sonido atronador de las cataratas de Reichenbach de fondo, el viejo poeta ciego, como un minotauro cansado, apenas se defendió.
Sin comentarios; sin ánima peyorativa.
Maravillosamente descripto y escrito!
Gracias
«Es un texto tan bello que he terminado de leerlo con los ojos arrasados por tanta hermosura y por la puñalada trapera de la nostalgia al recorrer, de la mano del texto, mi Güeno Saire querido que ya no volveré a ver. También sus lunares. Citaré nada más uno: la pintada ¡MÓICHELES FUERA!, 1967, en una pared de la semiderruida estación BORGES de una línea férrea descontinuada, a mitad del camino desde mi depto. a la estación OLIVOS de la otra línea de ferrocarril, la de Retiro a Tigre, ida y vuelta. En Baires entendí por fin por qué hay que tener miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con nuestras vidas. Como ahora, leyendo este texto de alguien a quien no conozco y siento tan cercana a pesar de su juventud y mis (dentro de una semana) 84 años».