Este texto es un adelanto de Melomania: Casamentos perfeitos entre música e literatura, una colección de testimonios personales, o ensayos breves, de diferentes escritores y en varias lenguas, que parten de una pieza musical con texto para reflexionar sobre ella, mostrando hasta qué punto texto y música interaccionan armónicamente. El libro, coordinado y prologado por Claudia Fischer y Cristiana Vasconcelos (Universidad de Lisboa), saldrá publicado próximamente en Edições Húmus (2024).
En Zenda publicamos el texto firmado por Guillermo Laín Corona del libro de próxima aparición Melomania: Casamientos perfeitos entre música e literatura (Húmus).
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La filología es un desierto al que llegan normalmente frikis, nerds y demás ralea élfica con rayos en la frente y con miopía. Yo llegué, en verdad, como caballero del zodiaco, con sus dragones de sangre, y me sangraban las narices de vergüenza cuando salían por la tele las bragas incorrectísimas de las bulmas y otros terremotos mamachichos, ¡tres puntos, colega! Pero es lo mismo: yo nací (perdonadme) en la España de los ochenta, sin recuerdos reales del hambre, ni las guerras, ni las torturas de un dictador paquito y rechoncho en una lejana y madrileña casa de correos.
Quiero decir que, cuando llegué a la adolescencia, yo era un niño envejecido por los gustos melódicos de mis mayores, y un filólogo anticipado, en potencia y en probeta, lector de centenares de páginas para averiguar cómo fundir un anillo en la lava de un volcán. Por eso, los compañeros de mi clase me echaban miradas de polvos pica-pica. Y, también, porque la música que yo escuchaba no era electrónica ni tenía samples, sino unas letras incomprensibles tomadas de la poesía, pura como un cántico de arias tristes y política como un arma cargada de futuro. Eso era en España la canción protesta, o canción de autor, con Paco Ibáñez a la cabeza, pero descontextualizado en una época cuyo sonido de fondo era el pelotón del Tour de Francia a la hora de la siesta.
Por aquel entonces de mediados de los noventa, Ibáñez estaba ya arrugado como un mago gris, con sus trucos de solfeo para convertir con la guitarra los poemas en canciones, de Rafael Alberti a Miguel Hernández. Yo, introspectivo y encerrado en una casita cercana a un pueblo con peligros y alejado de la Alhambra, me ponía en un cedé las canciones de Ibáñez en el Olympia de París, andaluces de Jaén, aceituneros altivos, a galopar, a galopar, hasta enterrar a los nazis en el mar, sin darme cuenta de que a mi edad aquello era más una escena de Indiana Jones que una chaqueta felipista de pana con coderas. Aunque escuchaba de vez en cuando a los Beatles para acompañarme en la lectura de una historia interminable, aquel canto a la libertad de la España en marcha fue mi primer movimiento verdadero de educación musical hacia la poesía. Mientras, a lo lejos, la muchachada se desgañitaba por los bares de Pedro Antonio de Alarcón a ritmo de héroes del silencio, coreando el método Bunbury, entre las dos tierras de la poesía y de la copia sistemática del estilo ajeno.
En esas circunstancias de niño trasnochado y repelente, me escapaba del bullying inevitable en las playas de un pueblo con mar, escondido tras las cañas. Solía subir con una amiga a la ladera de un monte, más alto que el horizonte, con una torre en ruinas, nazarí o renacentista. A fuerza de desventura y de querer ser los dos profesores de literatura —machacona y machadianamente—, nos daba una brisa como de velero bergantín cuando recitábamos a Joan Manuel Serrat con su melodía, y todo a pulmón. Su Mediterráneo es, posiblemente, la canción de autor por excelencia en la memoria colectiva de España, con ese impulso que tiene el mar nuestro, entre Algeciras y Estambul, de convertirse musicalmente en Atlántico y Pacífico, y viceversa. Serrat hizo de esta letra la manifestación perfecta de la canción de autor sin poema previo, pero con el mismo lirismo y sin necesidad de la protesta. Así se mantiene este género musical hasta nuestros días, a veces con un ligero aire social, como haciendo pájaros de barro. Luego, el paso del tiempo ha tenido la virtud de enseñarnos que no hay masculino genérico que pueda ocultar la calidad de la canción de autora, en femenino: Elisa Serna, Rosa León, Christina Rosenvinge, Silvia Pérez Cruz y muchas más que quedan fuera de estos nombres.
Mi tercer y último movimiento musical de infancia y adolescencia, de mi juventud dorada, fueron las moscas del ducados y el fortuna, que fumaban mi padre y mi madre en los viajes familiares. Ellas, moscas vulgares, me evocaban todas las cosas, montado en aquellos coches breves que iban hacia el norte, pudiera ser que fueran pandas, con Joaquín Sabina en el radiocasete. Su voz cascada por el paternita se repetía incesablemente, a falta de señal radiofónica por los olivares de Andalucía, y hubo alguna visita a los Carnavales de Cádiz, mucho antes de que Almudena Grandes amadrinara al Club de Rota. Tuve que esperar a ser adulto para comprender el sentido de lo que tarareaba yo de niño, con inocencia e inconsciencia, en el asiento de atrás del coche: que de pronto alguna tarde te pasan ¿calidad?, y de repente los bulevares arden, la piel recibe un telegrama urgente, y otras movidas estupefacientes de poesía urbana. Para llegar a estos versos, Sabina había bebido del más puro inventario de la canción de autor, de calle melancolía a pongamos que hablo de Madrid, donde hoy vivo instalado felizmente con javieres y tapones. A lo largo de los años, Sabina ha sabido amoldarse a todos los géneros del pop/rock, poeta torrencial, maestro del caos. Ni ángel con alas negras, ni el Dylan español, dice con el disfraz de su pirata cojo, pero a Sabina le han versionado en OT sus peces de ciudad y la canción más hermosa de mundo.
Hay quien sugiere que la canción de autor en sentido estricto existió exclusivamente en un momento concreto de oposición política, entre hippies y dictaduras, y como renovación de la música popular, liberándola con la poesía de la industria cultural. Cuando Serrat a finales de los 60 musicalizó “La saeta” de Machado, lo hizo recuperando ritmos tradicionales de Semana Santa, como crítica velada al nacionalcatolicismo, y se produjo una reformulación en España de la copla, el flamenco y otros ritmos regionales. Lo que está claro es que la canción de autor logró entonces una forma concienzudamente poética de música popular, de modo que ese período —entre el tardofranquismo y la protodemocracia— cabe estudiarlo no solo en musicografía, sino también en la historia de la literatura.
En la actualidad la canción de autor ha sido reabsorbida por las grandes discográficas, pero no hay que caer en el alarmismo antipoético. Al fin y al cabo, quien canta no lo hace solo por amor al arte, sino para vivir de su trabajo dentro de un mercado. Además, entre el marasmo comercial, siguen surgiendo voces estupendas con letras potentísimas. Algunas se encuentran merodeando por los cerros de Úbeda, ya que hay un colectivo por allí empeñado en renovar cada año la canción de autor, en unas jornadas y un concurso, así que peor para el sol de quien se mete en la cuna del mar a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y es que cambia todo en este mundo, y lo que cambió ayer tendrá que cambiar mañana. Pero no cambia la ilusión de que, con unas notas afinadas, se inunde la música de poesía, como una canción desesperada.
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Autor: VVAA. Título: Melomania: Casamientos perfeitos entre música e literatura. Editorial: Húmus.
Buenas tardes:
«mostrando hasta qué punto texto y música interaccionan armónicamente»
¿De verdad? ¿»interaccionan»?
En fin.