¿De qué va el Premio Planeta de este año? De gente que mira a las Cíes esperando redención, de mujeres que tienen un sueño y que cuando lo logran lo comparten con las demás, de un diario escrito con el corazón en la mano, de un puente mágico que une Cuba con Galicia, de intentar engañar al destino aunque luego sea él quien te la juegue al final, de hijas que reniegan de su condición y de madres que no pueden o no quieren serlo, de la falta de cariño, de no tener un ángel en tu hombro.
Sonsoles Ónega construye en Las hijas de la criada (Planeta) un relato de desamor, una historia carcomida por la venganza, con la esperanza desterrada a un horizonte tan lejano, que cuando sus protagonistas llegan hasta ese lugar el destino ya los ha vencido. En ese mar agitado intenta salir a flote su protagonista, Clara, una mujer que cuando pierde se lo guarda para ella y cuando gana lo reparte con las mujeres que la rodean, las gallegas de las conserveras, mujeres duras para las que «el amor es una sardina en lata», «hijas del mar y de la hora del bocadillo», como escribe en su poema Luisa Castro.
Hablamos en Zenda con Sonsoles Ónega de personajes desamados, del Imperio de la Lata, de gorriones de libertad, de vivir en un valle de lágrimas y de morir mirando a las Cíes.
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—En su novela están muy presentes las mujeres del mar. ¿Planteó el libro desde el principio como un homenaje a estas trabajadoras gallegas?
—No fue un plan diseñado. No abordé la novela como un homenaje al mundo de estas mujeres de la mar, pero fue algo que surgió de pronto, no sabría decirte cuándo, porque el origen del libro era contar la historia de dos niñas cuyo destino queda determinado por una venganza cuando las intercambian en sus cunas al nacer. Al situar la acción a principios de siglo XX, la tentación fue construir personajes de mujeres de esa Galicia marinera, sin saber en ese momento que iban a crecer tanto. Quizás otros escritores tienen muy definidos sus personajes, pero los míos van desarrollándose según voy escribiendo.
—¿Cómo fue el proceso de documentación para recabar información de la Galicia de principios del siglo XX cuando nace el «Imperio de la Lata»?
—La historia del mundo de la conserva está documentadísima. Los escritores actuales tenemos una ventaja con respecto a los anteriores: la digitalización de las hemerotecas. Sin ellas no escribiríamos igual, lo haríamos de forma más lenta o no publicaríamos este tipo de libros. En mi caso, las hemerotecas de La Voz de Galicia y del Faro de Vigo resultaron fundamentales para documentar esta historia. También me ayudaron los trabajos del Museo de la Conserva y de algunas familias de esta industria, como los Massó, que han conseguido crear un espacio maravilloso en Bueu, donde guardan buena parte de la historia de su fábrica y de su conservera. Esta historia, en el fondo, es la historia de todos. En mi novela, excepto la parte más ficcionada, lo que ocurre dentro de la conservera La Deslumbrante es muy similar a lo que pudo pasar en las otras.
—Por cierto, el nombre de la conservera de su novela, La Deslumbrante, es magnífico. Yo lo registraría como marca comercial.
—No lo había pensado. Te lo dejo para ti. (Risas)
—Clara, la gran protagonista de la historia, es una mujer poderosa, no tanto por el estatus que consigue para ella, sino porque reparte sus logros entre sus trabajadoras. En el siglo XXI, en nuestra sociedad, en el mundo real, en su profesión de periodista, ¿eso es lo habitual?
—Yo he tenido la suerte de trabajar con mujeres que siempre han repartido su sabiduría. Muchas de ellas no son demasiado conocidas por la mayoría de la gente. Tuve una estupenda jefa de informativos en Telecinco, que se llama Rosa Lerchundi, que nos hacía crecer, y eso es lo mejor que te puede pasar en la vida: tener a alguien así al lado, hombre o mujer. En mi caso siempre han sido mujeres, y eso es algo que debe estar en mi cabeza, y por eso a Clara la he diseñado de esa manera. De todas formas, creo que es algo natural que ella tuviese esa obsesión de compartir lo que ella aprendió sola: leer, escribir y hacer las cuentas del aserradero. Eso le permitió tener cierto cierto estatus y reconocimiento, algo importante para ella, que es el personaje solitario de esta novela, que deambula mendigando cariño, una caricia, un abrazo. Clara busca compensar lo que le falta en casa con la criada —su madre— y su marido borracho. Me encanta que hayas dicho que Clara es la protagonista, porque para mí lo es más que doña Inés, aunque sobre esta pivote la historia fundamental de la novela.
—Doña Inés es la precursora.
—Sí. Ella es la matriarca, la jefa, pero yo estoy enamorada de Clara.
—El marido de Clara, Jaime, le recrimina que les está metiendo pájaros en la cabeza a las trabajadoras. Y ella le dice que sí: gorriones de libertad.
—Es que hay muchas historias de mujeres que no saben cuánto están luchando en su entorno y cuánto pueden impactar en su metro cuadrado de control para influir en las demás. Clara es una mujer que no es muy consciente de qué significa eso de la libertad y los derechos. Ella no ha estudiado, no es una académica, no es Emilia Pardo Bazán, aunque la haya podido leer. Esta mujer está muy lejos de los centros de poder de formación intelectuales que podía haber a lo mejor en Vigo, en La Coruña o en Santiago, pero todo eso que lee y aprende en los periódicos lo traslada a la fábrica. Literariamente me doy el capricho de crear esa escuela en la que solo hay que aprender cuatro cosas como que «el no es no» y otros conceptos básicos para que a las mujeres no las vaya brillando por las esquinas.
—¿No tenía miedo de que esos clichés —señoritos que dejan embarazadas a las criadas, los maridos de esas criadas que se gastan los jornales que han ganado ellas en el bar…— dañasen a la novela?
—No. Porque es sorprendente que, aunque pueda parecer un cliché —lo del señorito que deja embarazada a la criada—, acabamos de ver la noticia de «una hija de una criada» que ha ganado el juicio a los herederos de José Leoncio González de Gregorio y Martí, esposo de la duquesa de Medina Sidonia, para que fuese reconocida la paternidad de este aristócrata. Esto lo leí justo después de haber ganado el Premio Planeta. Y pensé: «¡Madre mía, esto sigue ocurriendo! ¿Cuántos hijos hay por ahí no reconocidos?». Se puede considerar un cliché, pero el abuso entre clases sociales se sigue produciendo.
—En su escritura hay emoción. ¿Es algo que tiene que buscar, o fluye sin más?
—Pues fíjate que a veces creo que abuso de esa emoción. (Risas) Admiro a los autores capaces de transmitir sin recurrir a tanta emoción con las palabras, pero a mí me sale escribir así. No sabría hacerlo de otra manera, aunque cada vez que empiezo un texto intento hacer otra cosa distinta. En mi trabajo periodístico he hecho casi de todo: fui reportera en la calle, presentadora de formatos muy distintos, estuve en el Congreso, hice un reality… Esto te demuestra a ti misma que puedes estar cómoda en muchos registros diferentes. Eso mismo lo he intentado con la literatura, pero al final me he dado cuenta de que el lector tiene que reconocer tu voz.
—Las hijas de la criada se lee a toda velocidad. Aparte del ritmo hay un truco: su obra está llena de secretos. ¿Por qué nos gusta tanto ese salseo? Salseo literario, en su caso.
—Pues tampoco había un plan con eso. He aprendido a escribir escribiendo. En esta novela no había una escaleta de secretos para ir administrándolos a lo largo del texto. No fue algo premeditado. Admiro mucho a los Mola, por ejemplo, que todos sus capítulos acaban en alto. Ahí se ve mucho su oficio de guionista. Para mí es una asignatura pendiente aprender a escribir guiones. Me parece un campo muy interesante. Yo envidio a los que saben generar expectación en el lector de esa manera.
—Cruzamos el Atlántico. A través de la familia protagonista vemos el gran cambio que se produce en Cuba, y también en España. Se van de la isla siendo unos terratenientes respetados y vuelven convertidos en emigrantes de segunda. Lo de los indianos no fue todo miel sobre hojuelas.
—En esta idealización que yo he hecho de una familia que se consideran los todopoderosos de las colonias, poco menos que dueños del mundo —controlaban hasta los precios mundiales del azúcar—, de buenas a primeras, debido al fin de la esclavitud, empiezan a tener serias dificultades. Luego, en 1898, se produce el gran drama español, el gran trauma que supuso la pérdida de nuestras colonias. Esto provocó en los indianos una pérdida de estatus. Esa mirada que tienen los Valdés cuando regresan a La Habana es necesariamente distinta, ya no la reconocen. Eso queda acentuado en los diálogos: «Esta ya no es nuestra patria», «somos los perdedores», «¿qué pintamos aquí?». De esa forma, quise marcar la diferencia entre la Cuba que dejaron y la que se encuentran a la vuelta, donde los españoles ya no pintan nada.
—Los personajes de su novela están necesitados de amor, de cariño. Les ha diseñado un camino muy tortuoso, cruel, hacia la redención. ¿Por qué tienen que sufrir tanto?
—Me gusta que digas que hay un camino hacia la redención, porque al final todos quedan redimidos.
—Incluso Catalina.
—Sí. Incluso Catalina, que para mí ha sido un personaje odioso, al que he tenido que entender a la fuerza. Este es el personaje que más me ha costado justificar narrativamente. A mí me gustan los personajes desamados, no sé si existe esta palabra, tendría que buscarlo.
—Sí. Desamar está en la RAE.
—Es que el desamor condensa probablemente todos los sentimientos posibles. El desamado ha sido previamente amado. Ese desamado conoce el abandono, el vacío, la ausencia de una mano que agarre la suya. Me interesa mucho más que el ganador. También me ocurre en la vida: me gustan más las historias de los que me cuentan penas que las de los que cuentan alegrías.
—En esa línea, recuerdo que doña Inés le dice a Leopoldito, su hijo, una frase demoledora: «No te acostumbres a la felicidad, hijo mío, porque es una rareza en esta vida».
—Es que doña Inés es una gran sufridora. Ella ni siquiera espera que vuelva el marido, solo una carta en la que dé señales de vida. Pienso que en eso hay mucho de mí. Me parece que hay que educar más en eso que en pensar que la vida es la fiesta. Ella es una mujer que ha sufrido muchísimo, y por ese motivo le dice eso a su hijo. No quiere que se acostumbre a la felicidad, y por eso le educa en el sufrimiento, en el valle de lágrimas.
—Cuando las palabras no nos salen por la boca, las escribimos. Eso le pasó a Clara, que comenzó un diario que es muy importante en la parte final de la novela. ¿Le costó encontrar ese final?
—Voy a hacer una confesión.
—Confiese.
—Al principio, cuando buscaba la voz narradora, la voz que se va a dirigir al lector, pensé en la primera persona sobre la base de esos diarios de Clara, partiendo de la idea de que alguien los había encontrado posteriormente. Ese recurso me resultaba muy manido: el descubrimiento de una historia escrita en primera persona que el narrador omnisciente traslada al lector. Esa idea la abandoné rápido. Siempre tengo la tentación de escribir en primera persona, pero no me sale, y volví a la tercera. De todas formas, el recurso de los diarios me gustaba, y por eso ha estado latente durante toda la novela. Esta era una herramienta que me servía para desarrollar a Clara como personaje, en su parte más intimista: ella lo que piensa lo deja por escrito. Y como es algo que siempre estuvo ahí, luego no me costó que fuera el desenlace.
—Las hijas de la criada huele a adaptación cinematográfica. ¿Qué formato encajaría mejor con su novela? ¿Una película o una miniserie?
—Es que yo no entiendo…
—Como espectadora.
—Creo que como serie. Pero no tengo ni idea y no sé si la novela vale para eso. No tengo ninguna experiencia en adaptaciones. Ese es otro mundo para mí. Sí que es cierto que pasan muchas cosas en el libro, pero no sé si daría para una serie.
—Ese mirador de las Cíes que aparece en la novela, como un símbolo de esperanza, ¿es un lugar real o existe solo en su cabeza?
—Existe, porque hay muchas casas en esa costa de Nigrán que miran a las Cíes. Como tal el pazo de la novela no es real, se trata de una licencia, de un lugar imaginado. Sí que es cierto que tiene algo de sueño: a mí me encantaría morirme con esas vistas.
—Terminamos. Intuyo que entre la promoción del Planeta, el programa de televisión y atender a su familia, mucho tiempo no le queda para darle a la tecla, pero ¿tiene algún proyecto de escritura en marcha?
—Este verano empecé ya a escribir durante diez días que tuve de silencio. Pero no sé adónde me van a llevar esas páginas. La historia la tengo más o menos clara. Lo que no sé es dónde y en qué momento histórico situarla. Me atraen mucho los años 70 y 80. Me tienta mucho Madrid. Todavía es prematuro, aunque ya tengo setenta y siete páginas escritas.
Pa lo que ha quedado el Premio Planeta…
Es muchísimo mejor la entrevista que la novela. Es lo que pasa por regalar premios literarios a los televisivos.