Después de cuatro años de ganar el Premio Fernando Lara 2017 con Después del amor (Planeta), la periodista y escritora Sonsoles Ónega (Madrid, 1977) regresa con Mil besos prohibidos, un libro en el que el pasado vuelve a alzarse como protagonista. Se trata de una historia de amor de la que se vale para hablar de las relaciones familiares y afectivas, también de la justicia, la memoria, la capacidad de elegir e incluso sobre la relación que establece un sacerdote con Dios, la idea de un compromiso lo suficientemente fuerte y que funciona como metáfora vital: aquello que hemos decidido ser.
Todo comienza con un encuentro en la Gran Vía de Madrid entre Constanza, abogada defensora de un banquero imputado en un caso de corrupción, y Mauro, un clérigo que vuelve a Madrid para atender un encargo del arzobispado. Ella acaba de separarse y él apenas aterriza en España desde Italia. El azar ha vuelto a reunirlos y desordena sus vidas con el mismo ímpetu con el que los reunió en su juventud. Esta, sin duda, es una novela que mantiene un pie en el presente, pero en la que el pasado lo es todo. O casi todo.
Son las cuatro de una tarde del último jueves de mayo. Al paseo de Recoletos lo recorren viandantes embozados y en la terraza del café Gijón se desconfinan hasta las jarras de cerveza. Al hablar de Mil besos prohibidos, Sonsoles Ónega la define como una novela de personajes secundarios muy potentes. Pero ese es solo uno de los rasgos que identifican este libro, que llega a las librerías justo cuando el desconfinamiento levanta sus cerrojos.
La periodista lleva una chupa de cuero de la que deshace muy pronto. Hace calor y el sol se ensaña con quienes intentar pasar la tarde al aire libre. De pie, en el cruce de Recoletos con la calle Almirante, Sonsoles Ónega sonríe para los retratos de esta entrevista. Ella no es del todo consciente, pero lleva puestas las páginas de las que está a punto de hablar.
Los trescientos folios que alimentan Mil besos prohibidos (Planeta) transcurren entre dos países: España e Italia. Buena parte discurre entre la estación de Atocha y la plaza de las Salesas, un territorio que Sonsoles Ónega conoce a fondo y que durante años recorrió como reportera de la fuente judicial y parlamentaria, en las que cubrió para Mediaset la actualidad de instituciones como la Audiencia Nacional y el Congreso de los Diputados.
“Soy una escritora desordenada, hecha a base de impulsos”, dice Sonsoles para definirse. Olvida muy pronto las comillas al evocar la biblioteca del periodista y escritor Fernando Ónega, su padre, la voz que despierta a España con Carlos Alsina y despide a los oyentes de Juan Ramón Lucas en La brújula. Fueron esos libros los que la hicieron lectora y también autora. Sobre ese y otros temas conversa Sonsoles Ónega en esta entrevista.
—Como en Después del amor, en Mil besos prohibidos el pasado vuelve a ser protagonista. ¿Es esta una historia sobre memoria? ¿O acaso sobre la libertad de elegir?
—Es una novela sobre la memoria, porque los personajes están colgados de los recuerdos en una vida que no fue necesariamente abundante. La historia de amor entre Mauro y Constanza es bastante escasa, pero han archivado de ella los recuerdos, los sentimientos y, sobre todo, las promesas. Son personajes que se creyeron las promesas que se hicieron. Y así como le ocurre al común de los seres humanos, que tiende a recordar para encarar un presente que no les gusta, descubren que uno es la tierra firme del otro. Le ocurre, sobre todo a Constanza, que representa para Mauro una ruptura de todos sus cimientos. Ellos sienten que han vuelto de sus trincheras para encontrarse. Por eso creo que es una novela sobre la memoria y sobre cómo tendemos a idealizar el pasado. Es también una novela en la que personajes destruidos conviven en tiempos de destrucción.
—“Tiempos virtuales y mentirosos”, según los define Constanza en esta novela.
—Porque es así. Esta es una novela de caprichos. Me he dado todos los que he podido. Desde la elección de los personajes hasta los escenarios. Debo decir que realmente me apetecía escribir una historia de amor. Todo está contenido en esta novela: las obsesiones personales, emocionales y literarias. Cuando estaba buscando un personaje masculino quería alguien cuyo compromiso fuera tan sólido o más que el que ha tenido este país con la transición. Eso es lo que la pasa a Mauro, el sacerdote. Descubre que aquello que pensaba sólido también se puede cuestionar, que es lo que ocurre con su compromiso y su vocación. Por eso lo elegí.
—Constanza es la abogada de un banquero juzgado por estafa y que evoca la última década de juicios por corrupción en España. ¿Cuál es el peso de lo moral en esta novela?
—Supone una doble crítica. Por una parte, Constanza cuestiona la soberbia del banquero, porque no puede soportar que sea incapaz de reconocer los hechos cuando hay una acusación tan fuerte contra él y cuando ella sabe que acabará condenado. Pero, por otro lado, la novela cuestiona la censura moral que se ha hecho en la calle cuando ésta ha ejercido de juez. Los escraches forman parte de la novela. Por eso las referencias del honor perdido. La violencia de los titulares de prensa es la misma de las cámaras de televisión. Hemos vivido momentos en los que la calle se ha erigido como juez en muchos momentos. Ahí existe una crítica a la sociedad también. La justicia se hace en las salas de vistas y está bien que la calle se manifieste, pero no puede manifestarse como juez de determinados acontecimientos. En este país se ha confundido la calle con las instituciones, y eso no puede ser.
—La pérdida y la memoria son centrales en su libro. El pasado y lo que ocurrió lo envuelven todo: el amor, la pérdida, los recuerdos. ¿Qué pesa más? ¿Lo que ocurrió o lo que se perdió?
—Lo que se perdió. Constanza pierde a su hija, su matrimonio, a su madre, la relación con su padre. Aprendemos mucho más de la pérdida, incluso más que cuando ganamos u obtenemos algo. Constanza se lo dice al banquero. La pérdida está presente de una manera constante en la novela. El debate de la vocación de Mauro tiene que ver con eso, también. De ahí que sea una de las ideas principales de la novela.
—Hay descripciones físicas muy detalladas, desde las sensaciones de la piel hasta los campos de remolachas. ¿Es su novela más sensorial?
—Todo eso es verdad. Trabajé con un sacerdote de verdad que me permitiera hacer un personaje verosímil. Me habló mucho de estas cosas, que están aludidas en la novela. Él se entrenó y forjó su vocación en campos de remolacha, para poder lidiar con el dolor que le genera la tentación y la soledad. Describir eso fue deliberado por una parte, y porque tenía que ser de esa forma. Lo que ellos sienten hay que trasladarlo. Yo quiero que el lector toque, sienta e incluso padezca lo que sienten estos personajes. Para Constanza el encuentro es como un pago de la vida después de tantos episodios de pérdida, y encuentra una recompensa en Mauro. En cambio, para Mauro el encuentro con Constanza es un cuestionamiento de todo cuanto ha hecho y deseado a lo largo de su vida. Los dos sienten lo mismo, pero lo abordan de manera distinta. El desbocamiento de las ganas de estar con Mauro está justificado en esa idea de que estamos hechos de nuestra primera vez.
—El poder está representado como entidad (el sistema, los jueces, el dinero). Pero también existe una delegación de ese poder. ¿Ese es el papel de la familia?
—Hemos padecido los distintos efectos del poder. Lo que en verdad ha sacado a la gente a la calle fue eso, los abusos. Hubo corrupción, pero si hubiese habido gobernantes decentes, la calle habría ardido de otra manera, pero no así. El tema del poder en la iglesia aparece sobre Mauro como personaje. Otro punto de vista sobre el tema es el poderoso que acaba en el banquillo de los acusados. Es el desenlace justo para una sociedad que ha recibido tantos abusos. Está ahí como una historia de nuestro tiempo.
—Es una novela muy madrileña. Todo ocurre entre Atocha, Gran Vía y Las Salesas…
—Madrid es mi escenario ideal. Mi alma debe de estar por aquí (dice mientras señala el paseo de Recoletos). Trabajé muchos años en la Audiencia Nacional y también en el Congreso de los Diputados. Me apetecía retratar Madrid y que los personajes pasearan por la ciudad, que la habitaran como a mí me gustaría habitarla. Vivo a las afueras, pero siempre vuelvo al centro buscar inspiración. Es igual que el lago Como: me gustó como lugar y tenía cientos de notas para utilizarlo como lugar literario.
—Entre esta novela y Después del amor han transcurrido cuatro años. ¿Le ha planteado alguna dificultad especial?
—Me ha costado mucho escribirla, incluso más que las anteriores. Me cuesta trabajo encontrar una arquitectura perfecta. En la anterior novela, Después del amor, tenía que atenerme a los hechos históricos. Aquí he tenido que construirlo todo desde cero, desde el folio en blanco. Además, en un comienzo tuve la intención de hacer una voz narradora completamente distinta, que si me lo preguntas ahora te diré que me parece una completa gilipollez. Hablándolo con mis editoras, ellas insistieron en la necesidad de que le dejara al lector elementos para que me reconociera como narradora. Envidio la forma de escribir de los anglosajones, con esa prosa tan depurada y aséptica. En ocasiones, me parezco a mí misma barroca. Pretendí e intenté cambiar eso, pero el problema es que faltaba una voz narradora reconocible. Eso me generó mucho más trabajo.
—¿Por qué la ausencia del padre es tan patente en esta novela?
—Constanza como personaje me ha permitido reflexionar sobre la falsa transparencia del tiempo en el que vivimos. Que nuestra vida es transparente y que hemos cedido nuestra intimidad en RRSS es mentira. Constanza es un personaje que se niega a que la defina el origen de su familia. Su padre es ese hombre poderoso que pudo teñir su destino, y ella se rebela contra eso. Por eso se hace fiscal, para que nadie le recrimine por qué ha conseguido un determinado puesto de trabajo o no. El padre cumple esa función, cumple ese papel. Constanza no quiere que la defina ni su origen, ni su familia ni la abundancia en la que vivió.
—¿De qué manera Mil versos prohibidos refuerza y refuta tus libros anteriores?
—Refuerza la continuidad de Después del amor, en tanto narradora histórica y donde los sentimientos están enmarcados en un contexto muy acotado, que en ese caso eran los años treinta. Esta continúa esa exploración de ese terreno, que me interesa mucho. ¿Mil besos prohibidos refuta a las anteriores? Creo que no. Desde la primera hasta la última no necesariamente existe una continuidad. Soy una escritora desordenada, hecha a base de impulsos y en buena medida empujada por esa sensación de orfandad editorial que experimenté hasta que conseguí recalar en Planeta. Mis libros anteriores están descatalogados. Además, como nunca he escrito porque me asignaran un tema o me lo sugirieran por asuntos editoriales o comerciales, he hecho lo me ha dado la gana. La literatura es el territorio de la libertad. Por eso agradezco a Planeta la libertad de trabajar en una historia cuando realmente la tienes. Lo que sí he notado es que tuve más herramientas al momento de escribirla.
—A los periodistas nos cuesta la lentitud de la creación. Sin embargo, otros formatos como la radio permiten escribir. En su caso, ¿la televisión escribe?
—Creo que sí y eso lo he descubierto haciendo magacín. Ya es mediodía venía de un formato muy rígido, que es un informativo, con una conexión que parece una eternidad pero que dura exactamente 25 segundos, y en eso Piqueras es muy minucioso y preciso. Sabe escaletar muy bien. En Ya es mediodía, el diálogo con los personajes en una conexión en directo cambia las cosas. Aunque creo que eso no es escritura, eso es diálogo…. ¿La televisión escribe? ¡Es una buena pregunta! En mi caso el periodismo y la literatura se han alimentado. El periodismo me ha dado también muy buenas herramientas de documentación, y por supuesto estar mucho en la calle escuchando a las personas. En ese aspecto sí noto cómo esos dos oficios se complementan y se enriquecen, pero sobre si la tele escribe, creo que es una pregunta para la que aún no tengo respuesta
—Constanza pudo ser periodista, porque permitía un visor de la realidad. ¿Cuántas mujeres hay metidas en Constanza?
—Muchas, probablemente todas las de nuestra generación. Con el tema de la hija de Constanza, quizá salga la vena más dramática. Pero en ella coinciden muchos otros aspectos y vacíos. Le cuesta acercarse al sexo tras el final de su matrimonio. Es una mujer empapada de culpa, que es un sentimiento muy femenino, y recurrente en Después del amor y Nosotras que lo quisimos todo. La culpa está en todos los personajes. En Mauro, por ejemplo, también en Rosalinda, la madre, y su venganza contra la vejez y la enfermedad y que podríamos solucionar después de cuarenta años de democracia. Son personajes muy definidos que permiten trasladar los miedos, las contradicciones.
—¿Qué libro la hizo lectora?
—El camino, de Delibes… Mil besos prohibidos tiene un comienzo parecido a esa novela. “Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”, comenzaba Delibes. Tengo muchas ediciones de El camino. Tengo una que hizo Destino cincuenta años después que es una verdadera joya. La conexión con ese libro tiene mucho que ver con mi obsesión por el periodismo y esa necesidad, que siento tan mía, de contar las cosas como son. El descubrimiento de los escritores latinoamericanos fue una fiesta personal: Vargas Llosa, Sabato, Benedetti. Luego tuve momentos con escritores europeos: Kundera, Imre Kertész, Irène Némirovsky y ahora estoy leyendo muchos autores españoles.
—¿Alguno reciente?
—Justo mientras escribía esta novela leí Feliz final, de Isaac Rosa. Yo le decía a Raquel Gisbert: «No puedo entregarte Mil besos prohibidos, ¡porque a mí me habría gustado entregarte este libro!».
—¿Cuál es su primer recuerdo lector?
—La biblioteca de la casa de mis padres. Mi padre tenía una biblioteca de madera muy hermosa, de dos plantas, y me recuerdo leyendo en la escalera. Mi padre es muy metódico en el orden de sus libros. Cuando mi madre y mi padre se separaron, él dividió la biblioteca. Una mitad se la dio a mi hermana Cristina y la otra mitad a mí (hace una pausa). Lo digo y me emociono (dice, mirando hacia arriba).
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