¿Obra maestra de la poesía o de la tipografía? Hope Mirrlees —novelista, traductora políglota, autora de un primer poema rompedor y más tarde de muchos poemas formalmente convencionales— vivió en el París medio espectral de la primera posguerra, acompañada de quien, según Virginia Woolf, era algo más que su mentora, y escribió una obra de seiscientos versos de la que todavía cabría discutir si se trata de un poema oracular (a fin de cuentas, la “mentora” a la que acabo de aludir era, nada menos, Jane Ellen Harrison) o si cien años después de su publicación necesita el andamiaje de las notas críticas —más de doscientas en esta edición, pero en inglés hay otras que la superan— para mantenerse en pie. ¿Entonces? ¿Poesía, tipografía? Puede ser. También podríamos hablar de una colectánea de notitas inspiradas, escritas como a vuelapluma (sé que no) en una sucesión desordenada, de manera tal que su disposición resulta visionaria y poética. “Visión”, de hecho, es la palabra, u “holofrase”, que mejor define esta obra tan irritante y al mismo tiempo tan sumamente cautivadora: ahora me pregunto si un experimento consistente en sostener bajo la luna cada una de las páginas del poema y dirigirlas contra una calle cualquiera de París no daría como resultado la aparición ante nosotros de un mundo tornasolado (cocottes, “a Princess in a Serbian fairy-tale”, el salon d’automne de Madame de Lafayette) que ya, lamentablemente, no existe… salvo en su misteriosa cualidad de holograma fantasma, de tiovivo de imágenes residuales arrojadas desde una remota pero todavía giratoria psicoesfera.
De lo que no cabe duda es de que Hope Mirrlees llegó a tocar algo, un nervio de un profundo estrato colectivo, que desató la lava interior de muchos autores de su tiempo y que todavía hoy, de alguna manera, sigue vibrando. Quizá los elementos de craqueladura tipográfica —que tienen más en común con Le Cap de Bonne-Espérance (1919), de Jean Cocteau, que con los riesgos asumidos por Apollinaire en Caligrammes (1918)— hagan las veces de brechas dimensionales por las que circula todavía el viento de otra época, y que eso que nos remueve el flequillo cuando asomamos a este libro sea el paso del prehistórico vagón en el que se internó Mirrlees en París emulando el descenso de Deméter a los infiernos. Sea como sea, que un poema le ponga a uno en la tesitura de tener que farfullar estas cosas es la mejor prueba de que nos encontramos ante una obra mayor. Influyó, sin duda, en La tierra baldía (1922), aunque Eliot se desentendió de la peripecia tipográfica y puso todo su empeño en picar mucho más adentro de la veta psíquica que había abierto su amiga (aunque de lo que no pudo desentenderse es de la luna —“the wicked April moon”—, que se le quedó suspendida en el inicio del poema). Desconcertó a Virginia Woolf, que fue quien se encargó de publicarlo, ayudada por su hermano, pegándose día y noche con los errores tipográficos. Una página suya —entre la Place des Vosgues, domicilio de Victor Hugo, y la parroquia de Santo Tomás— sobrevuela el Finnegans Wake de Joyce; quizá algo más que una página.
La edición de este poema colma un vacío que ha tardado cien años en llenarse en nuestro idioma, pero lo colma a medias. Siempre es desagradable enumerar errores de traducción e interpretación, pero en una obra como esta (y con mayor razón cuando no existe el precedente de un intento similar en español) hubiera sido necesario contar con una segunda o una tercera mirada que reconociese el terreno, una vez se hubiera asentado el polvo levantado por el entusiasmo apresurado del primer explorador. En medio de esa polvareda es fácil pasar por alto que las palomas de la página 78 no parecen de piedra, sino que se convierten en piedra, que las cinco palabras en arco de la página 80 no conforman una frase (y menos la frase tan forzada de la traducción) sino que se trata de un grupo de vocablos que existen por igual en francés y en inglés, y que habría convenido traducir por una serie similarmente engañosa de palabras existentes en francés y español —se me ocurren ahora “barrer”, “palustre”, “sobre”, “terne”, “revenir”; tenemos muchas—, que el presidente Wilson, en la página 86, no gruñe sino que sonríe de la manera un poco arlequinesca en que suelen hacerlo los perros, que la “tart little race” de la página 94, sobre la que se asientan los pilares del Espíritu de Dios, no es una “puta raza”, sino una raza desabrida, y que Vronsky y Anna, en la página 100, no “empiezan” nada sino que respingan al despertar empapados en sudor. Errores y descuidos, lamentablemente más numerosos de los que cito, que se entrometen constantemente en la lectura, y que resultan más dolorosos teniendo en cuenta el evidente cariño que la traductora y editora siente hacia el poema de Mirrlees. Aun así, y tratándose de una edición bilingüe —de una obra, además, que hasta ahora sólo podía encontrarse en ediciones extranjeras—, yo no dejaría pasar la experiencia de una lectura semejante, aunque sea empleando la traducción como versión aproximada, por culpa de unos errores que también podemos ver desde su lado positivo: la prueba del formidable poder de evocación de un poema incluso para quien lo somete a una lectura equivocada.
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Autora: Hope Mirrlees. Traducción y edición: María Isabel Porcel García. Título: París. Un poema. Editorial: Cátedra (2022). Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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