Lo lleva advirtiendo casi dos meses. Mi amigo Miñambres, asiduo parroquiano de esta cantina, no se reía cuando, allá por el mes de enero, salía a la luz la noticia: una epidemia en China se había llevado por delante a ochenta personas y el número de contagios no superaban los tres mil. Por aquel entonces casi todos pensábamos que el virus no iba a salir del gigante asiático; hoy, en los puntos geográficos más castigados de nuestro país, la gente se llena los carritos de compra con latas de conserva, se suspende la actividad docente, los eventos deportivos se celebran a puerta cerrada y no tardando mucho, —sostiene Miñambres— se restringirá el tránsito de las personas en nuestro país.
En mi caso, he de confesar que yo era y soy de los escépticos. Puede que sea porque me cuesta creerme del todo lo que escucho en los telediarios y leo en los periódicos, o quizá se deba a que, por mi forma de ser, rechazo frontalmente el alarmismo. Dicho esto, si analizamos la evolución de la crisis con cierta distancia objetiva, hay algunas decisiones que son difíciles de justificar desde un punto de vista racional. Una de ellas tiene que ver con el hecho de permitir que se celebren las concentraciones masivas del Día Internacional de la Mujer y al día siguiente se decrete el cese de la actividad docente en tres comunidades. O, más ilógico aún si cabe, es que necesitemos que nos prohíban, como ha sucedido recientemente con las Fallas, para que actuemos como corresponde. Sabemos, porque nos lo han dicho y repetido hasta la saciedad, que debemos evitar las aglomeraciones, pero lo cierto es que si nadie baja la verja, pues que viva la fiesta. El Homo sapiens sapiens es así, oiga, cada vez menos sapiens. Capaces de ser muy precavidos a conveniencia, asustadizos por defecto cuando nos percatamos de nuestra vulnerabilidad, bizarros por exceso en la defensa de nuestras fiestas populares y tradiciones, erráticos en nuestras previsiones, estáticos en las decisiones. Así somos, carne de extinción, pero, a ser posible y si se nos permite elegir, preferimos caer fulminados como bolos de bolera, y que el virus haga pleno, no sea que solo yo caiga y los demás me señalen con el dedo.
Pero que nadie se asuste, porque sostiene Miñambres que la crisis durará lo que tarden en subir las temperaturas; siempre y cuando, eso sí, se haya implementado un plan de choque para frenar el contagio. Yo le creo. Confío en él más que en ningún otro medio de comunicación y, por supuesto, más que en ningún ministro, consejero de sanidad, o cualquier otro cargo público en cuyas cuerdas vocales se fabriquen palabras que otros les han susurrado al oído. Confío en él, llámeme necio, porque es gerente de un estanco y de insalubridad pública sabe más que muchos de esos que nos quieren hacer creer que saben lo que está pasando y, cómo no, que lo tienen todo bajo control. Pero, sobre todo, confío en él porque no conozco a nadie más confiable que él.
Lo mejor de todo es que aún nos queda lo peor. Porque reconozcámoslo: somos de aprender a base de bofetones, y los que aún tenemos que llevarnos nos dejarán los cinco dedos marcados. Quizá de este modo, cuando llegue una pandemia provocada por otro virus de laboratorio, sobrevivamos algunos para recordar que Miñambres, mi amigo el estanquero, tenía razón: somos carne de extinción.
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Artículo publicado en El Norte de Castilla
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