Si algo certifica esta segunda Spiderman 3, la marvelita Spiderman: No Way Home, es que el blockbuster contemporáneo ha cambiado mucho respecto a los primeros años del siglo XXI. Fue en 2002 cuando el director Sam Raimi consiguió plasmar en pantalla al personaje en Spider-Man tras un larguísimo proceso de concepción, un verdadero development hell que quemó a varios directores (James Cameron tuvo su propio proyecto) y que al final acabó anotando un éxito necesario para el “niño malo” del cine de terror Sam Raimi, un taquillero tan relevante que consiguió de rebote lanzar el gran género cinematográfico que ahora, casi veinte años después, conocemos de sobra. Estamos casi en 2022 y la tercera parte del segundo reboot del trepamuros llega (esto es historia antigua) bajo la batuta del productor Kevin Feige, que en 2016 se trajo al personaje de vuelta a su casa: el Universo Cinematográfico Marvel/Disney, mediante un mega-acuerdo con Sony para incorporar al sufrido Peter Parker a la mayor megafranquicia que jamás se hubiera visto. Lo siguiente ya lo sabemos: bye bye Andrew Garfield, bienvenido Tom Holland, todos al cine a ver Spiderman: Homecoming.
Los primeros instantes de Spiderman: No Way Home, que vuelve a dirigir un obediente obrero como Jon Watts, ya nos enlaza con los ecos de la anterior película, Far from Home, y sin desvelarles nada absolutamente de una trama guardada bajo siete llaves y objeto de mil filtraciones, lo cierto es que después de 150 minutos la película logra situar al trepamuros Tom Holland en una posición diferente… y a la vez extremadamente familiar (para los lectores de cómic), humilde (si lo comparamos con sus aventuras corales con Vengadores y compañía), y definitivamente perfecta para continuar el show. Un reempiece —otro más— que mira al pasado del personaje, lo reivindica por méritos propios y certifica, enlazando con lo anterior, que, en efecto, estamos ante el serial más caro y grande jamás contado en una pantalla. Tanto, que es fácil no advertir que todos los tentáculos en realidad provienen del mismo lugar, del mismo estudio, del mismo productor.
Pero no nos adelantemos. Uno de los principales temores despertados por la película, absoluta comidilla en internet por un montón de razones que serían spoiler, es que el guión cediera ante el enorme peso de lo sentimental. Sin ahondar en nada concreto, lo cierto es que sí, lo hace, porque Spiderman: No Way Home trae a un montón de villanos de las sagas anteriores y además algunas cosas más, y es, por tanto, puro fan service, un verdadero monumento a la nostalgia pero a una nueva forma de querencia por lo reciente (las películas, por ejemplo, de Andrew Garfield datan de 2012 y 2014), amparada por marcas registradas que poco a poco van apropiándose de experiencias reales más o menos genuinas. Pero no abundemos en cansinos discursos moralistas sobre el consumismo occidental. Si ustedes han estado atentos a los rumores de quién iba a salir, en quién podía regresar, de si la película recuperaba personajes del pasado reciente e incluso recogía otros perdidos en el limbo de los acuerdos de Marvel con otras compañías, pueden darse con un canto en los dientes: la película de Watts simplemente va cumpliendo lo prometido en el mayor árbol de navidad fílmico desde Vengadores: Endgame. Y hasta aquí leeremos.
Uno no sabe en qué medida sentirse manipulado, si pensar que la compañía escucha y trata con amor a los fans o si simplemente asistimos ante el asesinato de la creatividad, a las películas diseñadas en base a los deseos de una masa y no de un autor (por mucho que éste autor sea un estudio), de si aquí hay amor de verdad a la historia del personaje o si simplemente asistimos a un episodio más de una hipnosis colectiva a cámara lenta similar al hechizo que Stephen Strange (Benedict Cumberbatch) somete a la población para que olviden que Peter Parker es Spiderman (una metáfora del filme que dudo que sus responsables tuvieran en cuenta, pero que en todo caso resulta milagrosa).
Es algo que en todo caso les corresponde juzgar a ustedes, aunque en el otro lado de la balanza no deja de ser bonito: esta hipnosis colectiva destinada a vender entradas, aunar universos, aglutinar pasado y presente, es la nueva forma del poder de la ilusión, de la ficción, del cine al fin y al cabo. Y es tan fuerte que si uno es seguidor de las aventuras del personaje se sentirá tan manipulado como en el fondo bien tratado, haciendo en cierto modo justicia con anteriores encarnaciones de Peter (ambas, por cierto, encarnadas por actores y directores más carismáticos que Holland y Watts). El hechizo es tan fuerte que llama la atención lo bien que Spiderman: No Way Home hace que olvidemos el peso de otra formidable, y reciente, película del personaje, esta vez animada, que también tocaba el tema de los multiversos como fue Spiderman: Un nuevo universo (2018). Hablamos de reboots, remakes y secuelas, pero la aquí presente vuelve a contar lo mismo que aquella, estrenada hace tres años, pero con todos nosotros aplaudiendo como… pues como fans, por supuesto.
Spiderman: No Way Home empieza justo cuando acabó la anterior Far from Home, la aventura europea del personaje. Sus primeros veinte minutos son una aventura cómico-romántica a cuenta de la identidad revelada de Peter Parker que lleva al personaje a casa del mismísimo Doctor Extraño. El chaval vuelve a hacer lo mismo que en las dos anteriores con Tom Holland, liarla parda con fuerzas superiores, esta vez el multiverso, mientras trata de solucionar un problema más o menos mundano. A partir de ahí la trama plantea un elemento interesante que va dando entidad a la comedia juvenil de aventuras y romance y que caracteriza la nueva visión Disney del personaje, la de un metepatas caracterizado por sus errores y su buena voluntad, una versión ligera de la tragedia de los anteriores “Peters» vistos en pantalla que ahora va cobrando peso específico, madurez propia: si es lícito proteger a unos villanos de otro mundo, muchos de ellos personajes evidentemente trágicos, o si optamos por hacer lo mejor y más inteligente para todos, eliminarlos como en su momento hizo el destino en cada una de las correspondientes películas de Tobey Maguire y Andrew Garfield.
En este sentido la película no puede evitar banalizar un tanto las motivaciones de personajes como el Duende Verde o Doctor Octopus, juntos en una batidora con otros cuantos malos, pero lo cierto es que la película de Jon Watts, que sigue careciendo de estilo visual pero al menos se muestra animado, despierto, presente, se reserva estupendas cartas en la manga de la mitad hacia atrás, logrando que cada uno tenga su momento de gloria. Al final, lo que vamos a ver es la prometida y nunca materializada película de Los seis siniestros que iba a rodar Andrew Garfield como si estos fueran una suerte de fantasmas desubicados, que también se enfrentan a un dilema moral y existencial que cada uno resolverá a su manera, sucumbiendo ante la tentación o bien buscando una nueva y ansiada oportunidad. En Spider-Man los malos siempre han sucumbido a sí mismos, metáfora de adicciones o tragedias varias, con el destino (verdadero hilo conductor temático de todas las películas del personaje) venciendo la buena voluntad de quienes finalmente desempeñarán el papel de héroe o de villano. Citar a Dickens es un exceso en toda regla, pero lo cierto es que la película logra tratar con cierto amor a unos personajes que, al fin y al cabo, viven aquí fuera de su contexto.
Todo sirve, no obstante, a una nueva saga, en tanto el propio personaje de Tom Holland acaba ganándose aquí la categoría de héroe, afrontando de una vez por todas las consecuencias de unos actos que pueden estar guiados por la emoción o la razón, afrontando por fin la tragedia de un modo directo, experimentando por fin esa pérdida que define a Peter Parker y que es necesaria para impulsar al personaje (y no, no vale Tony Stark) de la que carecían sus aventuras en Disney. En este sentido la película sabe cuándo compaginar esto y combinarlo con la verborrea ya típica de los productos Marvel, su desmitificación cómica, incorporando lo trágico a una fiesta que es puro cómic pulp, absurdo, hipervitaminado, ingenuo y a la vez enormemente calculador. En cierto modo echamos de menos el sentido del melodrama naíf de las otras sagas de Spider-Man, pero el plato combinado es ensordecedor y nos lleva de un sitio a otro durante dos horas y media histéricas.
Multitud de buenos momentos se apelotonan en una película híper decorada como un árbol de navidad gigante (antes decíamos que el blockbuster de 2021 ya ha sublimado muchas de las oportunidades que se asomaban en el de 2002, cuando se estrenó el primer Spider-Man de Raimi y Maguire) pero razonablemente bien expuesta: otras películas del personaje fracasaron precisamente por su excesivo afán de abarcar villanos, y ésta no lo hace. Citemos solo cuando Doc Ock agradece el silencio tras apagarse su chip interior, ese instante en el que Peter Parker salva a Mary Jane de una brutal caída (solo que el asunto no es lo que parece) y el festival visual del Universo Espejo creado por Strange para despistar a Peter. Puro cómic, pura fantasía, puro cálculo empresarial pero también puro sueño, uno en el que caben los fans de todas las sagas, la de Tobey Maguire, Andrew Garfield o Tom Holland y otras más que van creando el horizonte para nuevas películas Marvel. El pasado no volverá, y de eso también va Spiderman: No Way Home, un fascinante ejercicio de mimetización empresarial con el entorno que pone un par de broches de oro a las sagas previas y que representa de manera esforzada, entregada, el gran cine tal y como hoy se concibe. Para bien o para mal, Peter.
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