(apuntes de filosofía para jóvenes, octava entrega)
Cuando a Albert Einstein le preguntaban si creía en Dios (una impertinencia que ocurría a menudo, pues ya se sabe lo incómodos que se sienten los norteamericanos con los ateos), siempre contestaba lo mismo:
—Creo en el Dios de Spinoza.
En su Historia de la Filosofía Occidental, Bertrand Russell comienza el capítulo dedicado a Spinoza de esta cariñosísima manera:
Baruch de Spinoza (1632-1677) es el más noble y el más amable de los grandes filósofos. Intelectualmente, algunos otros lo han superado, pero éticamente es supremo.
El neurocientífico de moda, Antonio Damasio, escribió un libro titulado En busca de Spinoza, donde sitúa a nuestro filósofo como antecedente de las modernas teorías de las emociones y los sentimientos.
Multitud de colegas —si esta palabra resulta adecuada— han glosado el pensamiento spinosista, desde John Dewey a Gilles Deleuze. Mereció dos sonetos de Borges: Las traslúcidas manos del judío / labran en la penumbra los cristales (…). Un hombre engendra a Dios. Es un judío / de tristes ojos y de piel cetrina (…). Aparece en relatos de aquí (Juan Bonilla, Las gafas de Spinoza) y de allá (Isaac Bashevis Singer, El Spinoza de la calle del Mercado)… y así podríamos seguir. Hasta en novelas policíacas se ha llegado a utilizar sin pudor el encanto intemporal y trasversal de Spinoza.
Un encanto, sin embargo, que si bien hoy es unánimemente apreciado, en su momento faltó, y de qué manera. Spinoza fue perseguido por la ortodoxia judía, que le montó una especie de auto de fe tremebundo (los detalles, en La sinagoga vacía, de Gabriel Albiac); por la cristiana, que incluyó su obra en el Índice, y hasta por los funcionarios de la corte holandesa, que prohibieron su Tratado teológico-político (lo único que se atrevió a dar a la imprenta en vida, y aun anónimamente y dando pistas falsas sobre el editor y lugar de publicación) con este argumento: se trata de un libro concebido en el infierno conjuntamente por el judío apóstata y el diablo. No por nada en su tumba aparece el anagrama con que a veces sellaba su correspondencia: CAVTE (sé precavido, ten cuidado).
Y todo por creer en un Dios inseparable del mundo, que solo se revela a través de la armonía de lo existente y, por supuesto, es ajeno a la actividad y destino de los seres humanos… un Dios, por decirlo con sus propias palabras —Deus sive Natura— identificable con la Naturaleza. Muy en la línea del Ser de Parménides, aunque con ese suave perfume ecologista.
El pensamiento de Spinoza tiene su parte más sustanciosa en la Ética, obra que entresacaron de sus papeles para publicarla póstumamente. Es un libro difícil, duro de recomendar al aprendiz de filósofo que frecuenta estas páginas, porque al bueno de Baruch no se le ocurrió otra cosa que exponer los preceptos éticos como si fueran axiomas eucledianos, buscando una demostración de los mismos según el orden geométrico, tal como reza el título completo. Pero, aisladas las sentencias y sobrevolando el texto, el resultado es una grata mezcla de psicología y metafísica, aunque compleja de manejar, porque un panteísmo tan radical, donde todo (naturaleza, seres, sentimientos) es —somos— parte de una única sustancia divina plantea problemas a la hora de encajar piezas como el libre albedrío o la existencia del mal. Que la aceptación de la finitud, incluyendo el sufrimiento y la muerte, sea para Spinoza no sólo consustancial al ser humano, sino precisamente la fundamentación de la felicidad, es la lección que más nos gusta.
Hegel dejó escrito que todos los filósofos han sido, en un primer momento, spinosistas. Es una buena pista para los jóvenes que os queréis iniciar en esta disciplina.
Próximo capítulo: Leibniz, fundador de la filosofía alemana
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