The Crown camina por la fina línea que separa la crónica política de la crónica rosa, y luego negra, en la primera parte de su sexta y última temporada. Llega la hora de afrontar la muerte de Diana Spencer y la serie pilotada por Peter Morgan, uno de los transatlánticos de Netflix en los últimos años, se la ha jugado para, eso sí, salir victoriosa.
No faltan, naturalmente, los fans que acusan al relato ficcionado de la corona británica de haberse convertido en biopic sentimental de uno de sus personajes secundarios, pero el paréntesis lo merece. Que los cuatro primeros capítulos de la temporada parezcan más un telefilm de Hallmark está plenamente justificado narrativamente: la gran duda de Isabel II (Imelda Staunton, asumiendo un papel totalmente secundario en esta sección) es si participar o no de los fastos de despedida de Diana, pero con este gran hiato sentimental la serie de Peter Morgan le va poco a poco indicando el camino.
El autor se permite aun así rasgos de verdadero estilo, como en el formidable capítulo “Dos fotografías”, en el que se compara la labor del paparazzi Mario Brenna y el fotógrafo isabelino Duncan Muir. Morgan no necesita más discursos que el organizar levemente sus piezas narrativas para expresar intención, interés y control a la hora de exponer los acontecimientos mediante ese montaje paralelo. Sucesos que, en estos primeros cuatro capítulos, se limitan a ir colocando en su lugar, poco a poco y fruto del aparente azar, las piezas para el accidente que tendrá lugar.
Todos los personajes de The Crown son, más que nunca y en su melodramática primera mitad de temporada, títeres de un teatro que no controlan. Dominic West se lleva la palma a la hora de reflejar el dolor y remordimiento del príncipe Carlos, convirtiendo el teatrito televisivo en verdadera tragedia. La serie se maneja con elementos facilones de telefilm de sobremesa, donde no faltan apariciones fantasmales a modo de despedida, pero es que la historia a veces es así de terrenal, de efímera.
Las ocho semanas previas al accidente de Diana toman forma, por tanto, de un romance de verano en Saint Tropez. Episodios que Morgan refleja sin afán sórdido; una amistad de dos entidades solitarias que convierte en actores secundarios a los demás protagonistas de la serie, pero en la que el autor de The Queen aprovecha para reflejar las solitarias habitaciones de palacio mientras lejos, en el camarote del yate, se va perpetrando la tragedia. El conflicto entre tradición y transformación es un rodillo que va aplastando a todos los implicados y The Crown ha salido bien librada. Ahora a por la segunda mitad de temporada, donde de la crónica negra pasamos a la rosa: el romance entre Harry y Kate.
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