Atanágoras de Esmirna aseguraba que lo que cuenta no es el “qué” sino el “cómo”. Lo que cuenta no es qué puedan ser las cosas, sino cómo las vemos. O cómo las miramos. Sí, la mirada clasifica y califica; en consecuencia, la naturaleza de las cosas residiría en cómo se ven y no tanto en cómo se definen. De eso va un librito titulado Breve historia de la carrera espacial: Del Sputnik al Apolo editado hace un año en Madrid por Nowtilus y que cuenta la “conquista del espacio” como nadie se había molestado en mirarla hasta ahora.
Eso no significa “desmitificarla”, sino contarla de otra manera: como una ambiciosa operación de marketing. La más cara, compleja y, sobre todo, exitosa operación de marketing de la historia de las relaciones públicas. El autor no califica en ningún momento de operación de marketing los hechos que expone: es su descripción, su visión, lo que permite clasificarlos así.
Alberto Martos, autor de este libro inteligente y sugestivo, nació en Madrid en 1942, y tiene, por tanto, una edad como para no andarse con tonterías. Su curriculum de ingeniero técnico de telecomunicación se resume en quince años “como ingeniero de sistemas en la Estación Espacial para vuelos tripulados de la NASA en Madrid (Fresnedillas)” y en otros veintidós trabajando para la Agencia Europea del Espacio (ESA) en “la utilización de satélites astronómicos”.
Casi cuarenta metido de hoz y coz en la carrera espacial le confieren un conocimiento que se nota en la frescura de su relato y en la “sabrosura” de sus matices y puntos de vista, imposibles para cualquiera que se acercara a estos hechos sin haberlos vivido desde dentro.
Martos brilla cuando —sin subrayados ni juicios de valor— enmarca la carrera espacial en el contexto de la carrera armamentística provocada por la Guerra Fría. Particularmente reseñables son las páginas dedicadas a la atropellada entrada de los USA en una competición que la URSS había puesto en marcha con una soltura tecnológica apabullante. Los americanos, que a finales de los cincuenta carecían del desparpajo técnico de sus colegas soviéticos, cosecharon desalentadores fracasos al intentar seguir su ritmo. Sus reiteradas meteduras de pata, no pocas veces retransmitidas por una televisión incipiente, habrían desanimado a alguien más sensato que el Tío Sam, que supo hacer de tripas corazón, apretar los dientes y, contra todo pronóstico, remontar y ponerse al día. Finalmente, le bastaron diez años para subir a Neil Armstrong a la Luna con una tecnología de creación propia —y que a los soviéticos les quedaba ya muy lejos— y ganar una “competición” que en realidad eran dos: la de la tecnología y la del prestigio.
Son de destacar las páginas dedicadas a la increíble determinación mostrada por los norteamericanos para levantar prácticamente de la nada el formidable proyecto Apollo y a la no menos increíble capacidad que supuso coordinar para ello los talentos de decenas de miles de personas e instituciones en el mundo entero, entre las que se contó el propio autor.
Merecen señalarse también las páginas consagradas a las capacidades de la URSS, a sus motivaciones y a sus nombres propios más significativos, tenidos durante años por secreto de Estado nunca expuesto hasta hoy, al menos en un manual divulgativo, y que corresponden a personas de enorme talento que —eso sí, desde el anonimato— hicieron enrojecer (de vergüenza) a los técnicos estadounidenses que a finales de los años cincuenta del intenso siglo XX vivían mitificados a todo color en la revista Life.
Como recordábamos al comienzo, la Realidad no la explica el nombre que lleve, sino los hechos. Y no nos referimos al relato, sino a lo que hay detrás: a lo que sucedió.
Cómo aconsejaba muy justamente el de Esmirna en sus Cartas estupendas a Marco Lirio, “aprende a discernir y fíjate bien en lo que pasa, joven amigo, no en lo que dicen que pasa”.
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