Fue Platón en su Timeo el que definió al Demiurgo (δημιουργός, dēmiourgós, literalmente creador del pueblo, o sea, artesano) como el Hacedor del Universo, un dios, o quizá algo más que eso, que ordenó la materia existente para crear el cosmos, copiando para ello las ideas, que ya existían. Más que un creador, en la filosofía platónica el Demiurgo es un principio ordenador de las cosas, de la misma forma que el artesano fabrica una vasija con materia ya existente, como la arcilla. Aunque el filósofo no quiso entrar en más detalles —igual por aquello de no ser acusado como su maestro Sócrates de impiedad y acabar sus días con un chupito de cicuta— se puede entender que aquella divinidad sin nombre, por su carácter supremo, podía haber sido el hacedor de los propios dioses. Sin embargo, las sutilezas del griego antiguo provocan que no quede del todo claro si el Demiurgo era un dios entre otros o el dios supremo, el padre de todos ellos, en una suerte de monoteísmo avant-la-lettre.
La idea del Demiurgo pasó de la filosofía platónica al gnosticismo y de ahí a la Dialéctica de Hegel, al pensamiento amargo de Emil Cioran e incluso a la literatura fantástica de Gustav Meyrink en El Golem. No obstante, el último demiurgo, el último hacedor de dioses no está en los manuales de Filosofía ni en los capítulos de joyas de la Literatura Universal que nadie lee, sino entre las páginas de papel barato y entintados chillones de los tebeos. Y es que, tal día como hoy, 28 de diciembre, el Hacedor de Dioses cumple 95 años. Su nombre de pila es Stanley Martin Lieber, aunque generaciones de niños y adolescentes de todo el mundo han soñado con sus historias conociéndole por su nombre artístico: Stan Lee.
El simpático anciano de bigote cano y gafas amplias que sale en casi todas las películas de superhéroes nació en Nueva York el 28 de diciembre de 1922, hijo de emigrantes judíos rumanos. Era poco más que un adolescente cuando consiguió un empleo de chico para todo en la editorial neoyorquina Timely Comics, que con el tiempo se convertiría en Marvel Comics. Aquel muchacho soñaba con ser escritor como sus adorados Robert Louis Stevenson o Edgar Rice Burroughs y por ese motivo cuando, en 1942, se le encargó el guión de su primera historia (una aventura del Capitán América de dos páginas) la firmó como Stan Lee (que, en inglés, suena igual que su nombre de pila). Tomó aquella decisión porque pensaba reservar su verdadera identidad para rubricar sus novelas cuando llegara el momento.
No pasó mucho tiempo hasta que Lee incluyó en las historias patrióticas del Capitán América —obra de Jack Kirby y Joe Simon de 1941— al primer personaje de su creación, The Destroyer, otro supersoldado como el héroe de las barras y estrellas que también aporrea a los nazis. No obstante, lo que parecía una prometedora carrera en Timely Comics se cortó en 1942 con la entrada de Estados Unidos en la II Guerra Mundial. Aunque al principio fue destinado al Cuerpo de Comunicaciones como reparador de postes de telégrafos, Stan Lee acabó combatiendo a las potencias del Eje con su mejor habilidad: la escritura. Fue transferido a una división que se encargaba de realizar películas de entrenamiento militar y propaganda. Allí, “Stan The Man” (otro de sus apodos, tan famoso como su lema: Excelsior!) escribió desde manuales de todo tipo a guiones, eslóganes y consignas propagandísticas. Él mismo dice que en su expediente militar figuraba como ocupación la de playwright, que se puede traducir como “dramaturgo” y que, junto a él, sólo otras ocho personas tuvieron ese cometido en las fuerzas armadas estadounidenses durante la contienda.
La década de los 40 está considerada como la Edad de Oro del cómic estadounidense, dado que fue entonces cuando las historietas se convirtieron en una industria importante en el sector del entretenimiento. En 1938 había nacido el primer superhéroe, Superman, (un año después lo haría Batman) y, gracias a su éxito le siguieron otros como la primera versión del Capitán Marvel (ha habido muchas otras) y, en el caso de Timely Comics, la Antorcha Humana (su primera versión, que era un androide sin relación alguna con los Cuatro Fantásticos), Namor (o Sub-Mariner en su primera versión americana) y, sobre todo, el mencionado Capitán América.
En la Edad de Oro, los cómics de superhéroes iban desde la pura fantasía hasta la propaganda política más descarnada, como se puede ver en la portada del primer número del Capitán América, donde el héroe le suelta un derechazo al mismísimo Hitler. Sin embargo, ya a principios de los 50, los EEUU de Eisenhower le dieron la espalda a este tipo de historias que en la mayor parte de las colecciones de superhéroes fueron canceladas o reconvertidas. Sólo Superman parecía resistir mientras que Timely Comics tenía que cancelar las series del Capitán América, la Antorcha Humana y Namor y orientaba sus productos hacia historias de terror, policíacas, humor e incluso westerns. No obstante, Stan Lee, ya asentado como guionista de plantilla, intentaba, en vano, mantener viva la llama de los superhéroes con giros dramáticos en las colecciones como la muerte de Bucky, el ayudante del Capitán América. Pero todo parecía ser en vano. Los superhéroes habían sido estrellas fugaces en el universo de la cultura popular y su ocaso definitivo parecía inminente.
A finales de los 50, sólo DC Comics (gracias a Superman) resistía, e incluso consiguió un nuevo éxito con otra versión de Flash, el héroe con supervelocidad que permitiría renovar, de paso, a Superman, Batman y WonderWoman con La Liga de la Justicia. Entretanto, en la editorial donde Stan Lee había sobrevivido escribiendo todo tipo de guiones que iban desde el western al relato detectivesco, pintaban bastos. Hacia 1960, Stan Lee estaba dispuesto a abandonar la editorial Atlas Comics, nombre que había adoptado la vieja Timely Comics, pero su mujer le convenció para que hiciera un último intento y que alumbrara, tal y como el propio Lee cuenta, “el cómic que siempre había querido hacer”.
En mi opinión, Stan Lee ha sabido leer como nadie a la sociedad norteamericana y, por eso, se ha anticipado a sus gustos, sus miedos, sus preocupaciones y a sus intereses. En los 60, el inicio de la carrera espacial entre EEUU y la URSS hizo que el interés del público por las fábulas de astronautas creciera y, ahí, Stan Lee vio la oportunidad que le convertiría en Hacedor de Dioses. Concibió la historia de cuatro personas que conforman una familia bastante disfuncional y con los problemas de cualquier otra familia americana, con la particularidad de que hacen viajes por el espacio. Precisamente en una de esas aventuras, debido al bombardeo de rayos cósmicos producidos por una tormenta estelar, adquieren prodigiosos superpoderes que, como no podía ser de otra forma, son usados para combatir el mal. Aquella idea tomó forma física el 8 de agosto de 1961 cuando aparecía el primer número de The Fantastic Four, los Cuatro Fantásticos o FF, por sus siglas en inglés. Serían los primeros personajes surgidos de la mágica alquimia que brotaba de los guiones de Lee y los lápices del mítico dibujante Jack Kirby, a los que después se sumarían los de Steve Dikto. Y el éxito fue arrollador. Este triunvirato crearía la práctica totalidad de los héroes clásicos de la Marvel, hasta tal punto que la década de los 60 está considerada como la Edad de Plata del cómic. Tras los FF vendrían Spiderman, Hulk, Thor, Iron Man, Los Vengadores, los X-Men, el Doctor Extraño y, el último hijo directo de Stan Lee, Daredevil. Los muy iniciados en los misterios de la Marvel (porque las historias de su universo son lo más parecido a una experiencia religiosa que he tenido, sobre todo durante mi adolescencia) podíamos detectar qué personaje había salido directamente de las meninges de Lee mediante un código secreto. Y es que una de sus manías era que el nombre y el apellido de las creaciones favoritas de Lee empezaran por la misma letra. Así nacieron Peter Parker (Spiderman), Bruce Banner (Hulk), Reed Richards (Mr. Fantástico), Scott Summers (Cíclope), Matt Murdock (Daredevil) Stephen Strange (Dr. Extraño), Otto Octavius (Dr. Octopus) o Susan Storm (La Mujer Invisible).
Varias claves explican el inmenso y rápido éxito que tuvieron aquellas primeras historias de los FF en un contexto donde los superhéroes parecían estar limitados a las aventuras de Superman, Batman y Linterna Verde, los tres pilares de la gran rival de Marvel, DC Comics. Aquellos cuatro héroes no llevaban máscaras, tenían identidades públicas y conocidas, vivían en Nueva York (y no en ciudades ficticias como la Metrópolis de Superman o la Gotham City de Batman) y, además de salvar el mundo cada semana, tenían los mismos problemas que el norteamericano medio, debilidades, miedos y angustias como todo hijo de vecino. Lee creó una nueva mitología, unos nuevos dioses que, como los antiguos olímpicos, eran incluso más terrenales en sus pasiones e instintos que los propios mortales, a pesar de sus increíbles poderes. En definitiva, al hacer más humanos a los superhumanos, Stan Lee consiguió renovar aquel subgénero de forma que su influencia sigue hasta hoy y nadie ha conseguido superarle. Las trifulcas familiares de los FF; las tribulaciones adolescentes de Spiderman; la minusvalía de Daredevil (es ciego) o la automarginación de los X-Men (la Patrulla X en España) son logros creativos que convirtieron las fábulas infantiles de personajes con leotardos en historias que han llegado a millones de personas y unido a generaciones en todo el mundo.
Stan Lee creó también el llamado ‘Método Marvel’ para crear las historias. Él hacía una sinopsis de la historia que entregaba al dibujante y luego escribía los diálogos basándose en el dibujo acabado. Esto ha provocado no pocas dudas, porque resulta imposible saber qué parte de la historia era de Stan Lee y qué parte era del artista gráfico. Y esto se complicó aún más cuando Lee se limitó a supervisar el trabajo de un ejército de guionistas que tenía bajo sus órdenes. Además, así como las viejas historias de Superman y Batman no tenían continuidad ni conexión alguna entre ellas, Stan Lee tuvo otra idea genial, que fue la de ocuparse de vincular (aunque algunas veces no demasiado bien) todo ese cosmos imaginario entre sí de la misma manera que lo están haciendo las películas y series de televisión de sus superhéroes. Lo que funcionó para un formato, por lo visto, funciona para otro.
Stan Lee estuvo a los mandos de la Marvel como principal responsable artístico hasta principios de los 70. Los últimos guiones de su puño y letra salieron en el número 110 de Spiderman (julio de 1972) y en el 125 de los FF (agosto de 1972). Fue sustituido por su ayudante Roy Thomas, que gestionó a las mil maravillas la herencia del patriarca, llevando a la Marvel a su máxima expresión. Durante los siguientes veinte años la Marvel llegaría a vender 80 millones de tebeos cada mes en todo el mundo, por no hablar de los beneficios derivados de otros productos como juguetes, ropa y hasta electrodomésticos. No obstante, en los 90, la compañía entraría en crisis porque los cómics habían cedido terreno en el entretenimiento infantil y juvenil ante otros soportes como los videojuegos (los que estamos cruzando nuestros 40 años, creo, somos la última generación que disfrutó de los tebeos casi en exclusiva, al menos durante un tiempo). Sin embargo, la Marvel ya había entrado por derecho propio en la cultura popular y era cuestión de tiempo que ese mérito se convirtiera en valor. En mucho valor monetario, de hecho.
Tras la crisis de la editorial durante el salto del siglo XX al XXI, cuando la propiedad de la compañía pasó por varias manos, llegaron los primeros éxitos de las adaptaciones al cine serias y solventes por parte de Hollywood, de tal suerte que los superhéroes se han convertido en un subgénero audiovisual con sus propios códigos y, sobre todo, con sus buenas cuentas de resultados. Cuando en agosto de 2009 Disney compró la Marvel por 4.000 millones de dólares, la compañía de Mickey Mouse no lo hizo sólo para seguir editando cómics sino para garantizarse los derechos de centenares de personajes para sus productos audiovisuales, merchandising y parques temáticos. Y con la reciente compra de la división de entretenimiento de la Fox por 44.300 millones de euros, Disney tiene ya la totalidad del universo Marvel en su poder porque la compañía del magnate Murdoch tenía los derechos sobre los X-Men y Deadpool. Esta especie de compra al por mayor de futuras historias no es ninguna tontería porque ejemplos de lo rentable que son los relatos de superhéroes hay unos cuantos: las tres entregas de Spiderman recaudaron 2.500 millones de dólares y las de los Vengadores triplicaron esa cifra. Solamente este año, las películas Guardianes de la Galaxia 2, Spiderman: Homecoming (esta última gracias a un acuerdo con Sony, que posee los derechos del Hombre Araña) y Thor: Ragnarok han hecho más de 800 millones de euros únicamente en las taquillas de los cines. Fuera de esta cifra quedan los beneficios obtenidos por la venta de todo tipo de productos que van desde el muñeco articulado en el interior de los Happy Meals hasta la ropa interior estampada con el escudo del Capitán América. Si las proezas de los superhéroes en sus aventuras son dignas de su condición de nuevos dioses, lo que consiguen hacer con el dinero que generan es de dimensiones cósmicas.
Semejante volumen de negocio debería haber hecho a Stan Lee uno de los hombres más ricos del mundo. Pero no es así. Cobra una pensión de un millón de dólares al año pagada por la Corporación Disney, pero esa cantidad es ridícula al lado de lo que sus creaciones han generado y piensan generar durante algún tiempo. La razón de ello es que la propiedad intelectual de los personajes nunca era de los guionistas y dibujantes que los idearon, sino de las empresas editoriales, como bien sufrieron los creadores de Superman, Jerry Siegel y Joe Shuster, los cuales vivían su vejez casi en la indigencia hasta que la Warner les dio una pensión y pagó su asistencia médica coincidiendo con el estreno de la película protagonizada por Christopher Reeve en 1978. Ambos habían estado décadas peleándose en los tribunales por los derechos del Hombre de Acero, sin éxito.
Los superhéroes dominan el cine familiar de taquillazo, las series de consumo rápido como Marvel’s Agents of SHIELD, videojuegos y todo tipo de trastos; también tienen incursiones gourmet en apuestas más adultas como las series de Netflix Jessica Jones o Daredevil, joyas narrativas como el sangriento western crepuscular Logan e incluso híbridos entre los superhéroes y el género de terror en The New Mutants, que se estrenará en abril de 2018. Respecto a los cómics propiamente dichos, en mayo de 2015 se inició por parte de la Marvel un comenzar de cero dado que, a lo largo de los años, las tramas, relaciones e historias se habían vuelto tan enrevesadas que perdían la coherencia. Y, además, estaban las ventas, claro. Los nuevos responsables decidieron «limpiar la casa» y una de sus víctimas fue, precisamente, la primera criatura de Stan Lee. La colección de los FF dijo adiós en mayo de 2015. Su ultima viñeta era igual que la primera en 1961: un cuatro en llamas brillando en el cielo de Nueva York.
Stan Lee, a pesar de que bordea el siglo de vida, es un hombre de lo más activo. Tiene una fundación para el fomento de la lectura infantil, sigue colaborando como productor ejecutivo en las producciones audiovisuales de sus criaturas y sus cameos en las películas y series de superhéroes son celebradas por los incondicionales del género (entre los que me cuento, a pesar de los disgustos que alguna me da). Pocos creadores pueden compararse a Lee respecto a la influencia de su obra que le ha hecho acreedor, con toda justicia, del título de Demiurgo, de Hacedor de Dioses. Quizá el último.
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