Una noche literaria con Carmen Posadas.
Madrid. 19:37. El vagón del metro se llena en Retiro de preadolescentes en pantalón corto —dos tallas más grandes—, cada uno con un balón de fútbol. Una chica menuda de apenas veinte años va con ellos. El más alto le llama «entrenadora»; vuelvo la cabeza al oírlo. Desgraciadamente, me siguen sorprendiendo cosas como estas, pese a que mañana asistiré a una velada donde una mujer será la protagonista. Me meto en mi cuenta de Twitter y sigo a JM. A los dos minutos suena mi móvil; es él, le acaba de llegar la notificación y se ha acordado de que tenía que hablar conmigo. Me comenta cómo será el evento del viernes. Cuelgo y me pregunto —aunque ya sé la respuesta— si escribir fue igual de difícil para una mujer en los años 80 que ahora dirigir un equipo de balompié.
Chamartín. 16:36. El tren está a punto de partir. El revisor me pregunta adónde voy. Me quedo con ganas de responderle en qué sentido, pero me limito a esbozar un tibio «Sigüenza«. Sin pedírselo, empieza a desgranar las maravillas de la ciudad castellanomanchega. Subo la tapa del portátil y me pongo los cascos, pero ni por esas. El regional express se mueve como una vieja atracción de feria que amenaza con descarrilar en cualquier momento, pero él se mantiene en pie con elegancia y precisión, mientras sigue hablando a borbotones, aunque nadie en el vagón le estemos haciendo caso.
Sigüenza. 17:45. JM ha ido a buscarme a la estación. En su coche suena flamenco. Quiere quitar la música —me comenta que quizás me pueda molestar—. Estoy a punto de contarle lo del revisor, pero me callo y le pido que suba el volumen; lo necesito. Ascendemos hasta el castillo donde está el parador. La Virgen del Rocío —colgada del espejo retrovisor— se mueve en frenéticos círculos con el traqueteo del empedrado; no puedo dejar de observarla. Al bajar del coche miro a las torres, al cielo, parecen lo mismo.
Parador de Sigüenza. 19:30. Llega Carmen Posadas. Luce espléndida, con una gran sonrisa que la acompañará toda la noche, durante la prueba de sonido, en la velada y en la cena, con sus admiradores, con los amigos que han venido a saludarla y con cualquiera que se acerque hasta ella.
A las 20:00 horas, con gran puntualidad —de la que Carmen se declarará devota durante la entrevista— arranca la charla con Ramón Ongil (director de comunicación de Paradores) como maestro de ceremonias. Esta es la VII jornada de las Noches Literarias que se celebra en el Parador de Sigüenza. Por aquí han pasado ya Juan Gómez-Jurado, Javier Sierra, Lorenzo Silva, Marta Robles, Santiago Posteguillo y Juan Eslava Galán; casi nada. Ramón, con pulso certero y maneras de torero con oficio y acusado temple, presenta a la autora de La hija de Cayetana, lanzando sus preguntas como efectivas medias verónicas que completarán al final de la noche una faena inmaculada y soberbia. Centrado en las anécdotas, deja que la escritora quede por encima de su obra en todo momento. Algo que agradecen profundamente los lectores de Posadas. Algunos de ellos tan entusiastas (unos representantes de turismo de República Dominicana) que se han escapado de Fitur —como un servidor— para acudir a la velada con ocho libros bajo el brazo para que la escritora les estampe sendas dedicatorias con paciencia y mimo.
La noche literaria del Parador de Sigüenza, en palabras de Carmen Posadas:
La niña esclava
Antes de escribir La hija de Cayetana yo no sabía que había esclavos en la península. Y sin embargo había, y muchos. Cervantes, en el siglo XVII, a Sevilla la llama «el damero de Europa» porque había entre un 10 y un 15% de personas de color. En el siglo XVIII —época en la que está ambientada la novela— esto ya no era tan habitual y los esclavos se habían convertido en gente de placer. Cuando alguien quería demostrar que era rico tenía un negro con librea. No sorprende que en ese contexto a la Duquesa de Alba le regalarán una «niñita» esclava.
El gen de las duquesas de Alba
La Duquesa de Alba que nosotros hemos conocido y la de Goya no tienen una sola gota de sangre en común. Mi duquesa, la del siglo XVIII, no tuvo hijos. De hecho, una de las razones por las que ella adopta a esta niña y la convierte en su hija es su esterilidad. Con ella se extingue la Casa de Alba de los Álvarez de Toledo y pasa el ducado al hijo de una prima segunda casada con un Fitz-James Stuart, que significa «hijo bastardo de James». La actual rama de la familia estaba formada por hijos naturales del último rey Estuardo, que se hizo católico y tuvo que emigrar a Francia.
El lenguaje en la novela histórica
Yo soy muy cuidadosa con el lenguaje porque como soy «sudaca» me fijo mucho cómo habla la gente. Uno de los principales problemas en las novelas —incluso en las de autores conocidos— es que todo el mundo habla igual, una señora de 80 que una niña o un extranjero; a mí eso me parece muy irreal. En mi caso, para este libro, el reto era que sonara como si fuese del siglo XVIII, pero que la gente no hablara como se hacía en ese siglo, porque era muy farragoso. De hecho, la ortografía no se fijó hasta finales de ese mismo siglo. Si uno lee una carta de una persona culta de esa época se dará cuenta de que está llena de faltas ortográficas monstruosas.
El respeto a la poesía
Yo hice unos versos con nueve años y nunca más volví a escribir poesía. No me he atrevido porque no sé métrica. Hoy día existe el verso libre, sin rima, pero para mí escribir poesía sin tener conocimientos de métrica es como ponerse a pintar un óleo sin saber dibujar.
El patito feo
De niña era feúcha. Mis horribles defectos son los que me han hecho escritora y que ahora esté aquí sentada con ustedes. Era una niña acomplejada y tímida y tenía mis razones para ello: yo era la fea en una familia de guapos. Mi padre era espectacular, mi madre rubia con ojos verdes, dos hermanas iguales que ella. Todos sabían cantar y contar chistes; yo lo hago como una rana y nunca nadie se rio con uno de los míos. Las tres íbamos vestidas igual por la calle y la gente nos paraba y decía «pero qué ojos más divinos tienes, Mercedes, qué pelo maravilloso tiene Dolores» y luego llegaba un silencio tras el cual apuntaban: «La mayor es muy alta, ¿no?» Yo después de eso iba a mi cuarto y escribía un largo y lacrimógeno diario que fue el comienzo de mi vocación literaria.
Disciplina literaria
Los escritores tienen fama de ser muy desordenados y desparramados, que siempre están en un café tomando absenta y fumando gran cantidad de cigarrillos, pero eso solo sirve para los poetas, para los de la época de Rimbaud. A partir de ese momento, todos los escritores trabajamos como oficinistas, aunque los hay con distintos horarios: noctámbulos, madrugadores y algunos con horarios rarísimos como Sánchez Drago, que se levanta a las tres de la mañana y lo hace hasta que amanece, porque dice que en ese momento es cuando más se concentra porque nadie le molesta. Yo soy diurna. Hago mi miserable tabla de gimnasia y después me pongo a escribir hasta la hora de comer. Por la tarde, la cabeza ya no me funciona y a las doce me convierto en calabaza como en el cuento.
Mal sexo
No hay nada tan difícil como escribir una historia de sexo. En Estados Unidos hay un premio anual a la peor escena de sexo. Cuando yo leí esta noticia pensé, como todos ustedes ahora, en 50 sombras de Grey. Sin embargo, los finalistas de ese año eran Philip Roth, eterno candidato al Premio Nobel, y Tony Blair, que había escrito unas memorias muy subidas de tono. El político inglés fue el que ganó. El pobre Philip Roth es aspirante a todo, pero pierde hasta en esto.
Un libro que nace de un fracaso
Este libro viene de un fracaso estrepitoso. Yo estaba escribiendo otra novela, que era la biografia de otro personaje histórico, María Bonaparte, sobrina nieta de Napoleón pero que, sobre todo, era famosa por ser díscipula de Freud y por salvarlo de los nazis. A los doscientos folios de escribir la novela vi que aquello no funcionaba.
Ahora les voy a dar un consejo a todos aquellos que se quieren convertir en escritores: cuando uno escribe no hay que hacerle caso ni a la cabeza ni al corazón, hay que guiarse por el estómago. Yo tenía ese nudo que te indica que esas páginas no sirven. Se lo di a leer a mucha gente y nadie estaba convencido de lo que había escrito. Al fin, descubrí mi error: María, como he comentado, era seguidora de Freud, y yo a ese señor lo considero un charlatán. No conseguía hablar en primera persona a través de alguien que piensa tan distinto a mí. En ese punto llegó el momento horrible de dar a la tecla de borrar. Caí en estado de shock. Pensé que nunca más podría volver a escribir. Hasta que me llegó, a través de una amiga, la historia de la niña Mari Luz.
Escritura a cuatro manos
Yo he escrito varios libros a cuatro manos. Primero escribí uno con mi hija Sofía que se llama La hernia de Viriato, en el que recogía unos artículos que había publicado en ABC, Diario de un hipocondríaco; yo era la atacada que cada semana tenía una enfermedad mortal y mi hija el médico que me calmaba. Este fue muy sencillo.
Hoy caviar, mañana sardinas —el nombre viene por el devenir de los diplomáticos, que un día comen caviar en Buckingham Palace y otro les toca como destino unas oficinuchas en un país perdido—, lo hice a medias con mi hermano Gervasio. Unas memorias, con temática gastronómica, de nuestra experiencia vital como hijos de diplomáticos que recorrieron el mundo. Pusimos a nuestra madre como narradora y nos resultó muy fácil ponernos en su piel.
El tercero fue el que escribí con Marta Robles. Ese fue diferente. Hicimos un esqueleto. Cada capítulo tenía varios epígrafes, que siempre tenían que ser pares para podérnoslos jugar a los chinos y así repartírnoslos. Luego los leíamos y si en algo no estábamos de acuerdo lo hablamos. En realidad, solo discrepamos en un punto: ella decía que se podían usar botas altas con falda de tubo, y yo le decía que no.
Escritores cojos y escritores ciegos
Javier Marías los llama escritores con mapa y escritores con brújula, yo los llamo escritores cojos y escritores ciegos. Los cojos son los que necesitan muletas: esquemas, cuál es la frase inicial, la final, para cada personaje hacen una ficha… Pérez-Reverte es de estos; y los ciegos son los que no tienen la remota idea de lo que va pasar, son los primeros sorprendidos con lo que han escrito, yo soy de estos últimos.
Strogonoff de oso
Yo me casé por primera vez en el siglo pasado, en 1972, en la época soviética, y todo era muy complicado. Mi padre era embajador en Rusia. Yo me casaba en octubre y mis padres llegaron allí en agosto. La casa era una ruina; no había de nada, teníamos que pintar, hacer carpintería… Todo estaba centralizado a través de un organismo llamado el UpDK. Cuando necesitabas algún oficio tenías que llamarlos, pero allí no iba nadie. La secretaría le dijo a mi madre que la única solución era hablar en el comedor. Pero ella no lo entendía, ¿cómo era posible que se arreglasen sus problemas contándolos en voz alta en el comedor? Pero fue allí, se sentó y comentó cuánto admiraba la Unión Soviética, el gran país que había llevado al hombre al espacio, pero que su hija se casaba en un mes y medio y allí no había ni un pintor ni un carpintero ni un fontanero. Al día siguiente estaban todos a la puerta del domicilio. ¿Cómo se produjo este milagro? Porque la casa estaba llena de micrófonos. Esto también tenía su lado negativo. En la URSS todo funcionaba horrible y muchas noches a las cuatro de la madrugada se invertían y en lugar de escucharnos ellos a nosotros, los oímos nosotros a ellos gritar mientras veían un partido de hockey sobre hielo.
Esos años eran los años de la economía planificada, que en realidad significaba que no había nada organizado. Tú ibas al mercado y durante semanas solo había pepinos y luego solo repollos. Era imposible comer algo más o menos presentable. Por alguna extraña razón, cuando yo me iba a casar hubo un superávit de carne de oso. Mi madre lo vio enseguida: «¡Esto va quedar muy éxotico, haremos strogonoff de oso!» Tuvieron que hervir la carne como cuatro o cinco días, porque eso estaba durísimo. Mi madre, que siempre era muy partidaria de las puestas en escena, pensó que había que hacer algo para que la gente supiese qué estaba comiendo. Entonces se fue a hablar con el Teatro Bolshoi y le prestaron una cabeza de oso del vestuario que puso encima de la mesa. Algo que hoy sería políticamente incorrecto, casi salvaje.
Comedor del parador. 23:40. Después de las ricas viandas de la cena, la intervención de los alumnos de los institutos locales —cuatro chavales que nos sorprendieron con sus preguntas a la escritora, sobre todo, una de ellas, que tiró de vocación y convirtió su tiempo en una pequeña entrevista a la que Carmen respondió gustosa— y un café solo doble, toca despedirse para emprender el camino de regreso a Madrid. Le digo adiós a Carmen y cuando ya iba a girarme para encarar la puerta de salida, me lo pienso mejor y vuelvo hasta donde está ella y le digo: «Sí. Tienes razón, Carmen, efectivamente, las faldas de tubo con botas altas no son compatibles.»
Madrid. 02:39. Compro un par de cervezas en un chino cerca de Ópera. Me tumbo en la cama del hostel. Intento dormir, pero no lo consigo. La Virgen del Rocío da vueltas en el techo; Carmen sonríe; cómo explicarle a la recepcionista que hay un oso en mi cama.
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