El milagro de la Florida
No suele haber nunca mucha gente en la iglesia de San Antonio de la Florida y me pregunto si tal cosa se debe a su prudencial distanciamiento del meollo abigarrado de la ciudad ―hay que llegar a ella descendiendo por la Cuesta de San Vicente, dejar atrás la antigua estación del Príncipe Pío y caminar después un trecho hasta llegar casi a los aledaños del Puente de los Franceses (mamita mía, nadie te pasa, nadie te pasa)― o a que no demasiada gente está al tanto de que su interior alberga una de las obras más portentosas de la pintura española. El templo, en verdad, no vale gran cosa desde el punto de vista arquitectónico, por más que el canon lo considere uno de los mejores ejemplos del neoclasicismo en Madrid. Se trata de una ermita sencilla, con planta de cruz griega y las tibiezas propias de aquel estilo que quiso romper con el barroco para readaptar las hechuras clásicas a los preceptos de su tiempo y alumbrar así interiores desangelados y casi siempre desabridos, carentes de emoción o embrujo. Así ocurriría aquí si no fuera porque Francisco de Goya iluminó su cúpula, sus bóvedas y sus pechinas con unos frescos que captan la atención desde el instante en que uno penetra en la nave ―se entra a través de una puerta que da acceso a un cuerpo lateral, tras pasar junto a un mostrador donde expiden las entradas gratuitas y un pequeño pasillo con una hornacina que cobija una fuente antigua― y no puede hacer otra cosa que levantar la vista, atraída por el estallido del color. El motivo central del programa pictórico se ocupa de uno de los milagros de San Antonio, aquél que aconteció cuando en su Lisboa natal acusaron a su propio padre de un asesinato que no había cometido y él mismo resucitó al muerto para que lo exculpara. Bajo la escena, que se simula que acontece en torno a una balconada que acentúa la profundidad de la cúpula, y por sus alrededores ―en los huecos de las pechinas, sobre la puerta principal, elevadas sobre el altar―, se suceden escenas de ángeles y ángelas que se debaten entre el ascenso a las glorias celestiales y el descenso a las mundanidades terrestres, envolviendo a quienes desde el suelo los observamos embelesados aun a riesgo de salir de allí aquejados de una tortícolis severa ―hay espejos dispuestos de forma estratégica, pero cómo va uno a conformarse con el reflejo si tiene a su alcance el natural― y no vemos nunca el momento de marcharnos, porque a los ojos les cuesta desentenderse del prodigio. Es tal el poder de seducción de esas pinturas prodigiosas ―tal parece que son ellas el milagro mismo, no el del santo― que poca atención termina por prestarse a la sepultura de su artífice, cuyo cadáver descabezado yace al pie del altar, junto con el de su amigo Miguel Martín de Goicoechea y bajo una lápida que conserva el epitafio de la que fue su primera morada póstuma en Burdeos. A la salida, desde un pequeño jardín que se abre al otro lado de la calzada, el propio Goya parece observar complacido al visitante que abandona la iglesia atónito, subyugado aún por el recuerdo reciente de las maravillas que dejaron impresas sobre los muros los pinceles con los que cinceló el talento de su razón despierta.
Unamuno en la Biblioteca
Me vengo tropezando en los últimos meses con la sombra de Unamuno, que de un modo u otro acostumbra a aparecer en las conversaciones que mantengo con Luis García Jambrina y cuya novela La tía Tula apareció mencionada hace unas semanas en una encuesta de Babelia, para mí sorpresa, como uno de los diez libros más requeridos por los españoles para su mesita de noche. Beatriz Cepeda me cuenta que lo recomienda tanto como lo cancela ―no acaba de gustarme el empleo de ese verbo para esa acepción, pero supongo que resulta más liviano que censurar o menospreciar― y en medio de ese torbellino ―nunca mejor dicho― acierto a visitar la exposición que recoge la evolución de su vida y su pensamiento en la Biblioteca Nacional y que está a punto de cerrar sus puertas. Hay documentos interesantes, aunque las explicaciones de los paneles me parecen, en la mayoría de los casos, prolijas en exceso, pero me detengo especialmente en dos. Uno es la carta que remitió al intelectual la esposa del pastor protestante Atilano Coco en los primeros compases de la guerra civil para pedir que intercediera a favor de su marido ante las autoridades franquistas y en cuyo reverso apuntó Unamuno, sobre la marcha, las palabras que pronunciaría en su famoso enfrentamiento del Paraninfo con Millán-Astray. Se distinguen las palabras y los sintagmas que terminaron haciendo historia, y también la mención a José Rizal que se silenció durante tanto tiempo y que seguramente propició la hostilidad. El otro es una grabación que resuena por toda la sala, el único testimonio que se ha conservado de la voz de Unamuno. Pronuncia uno de sus discursos, que impregna el aire a lomos de una voz gastada pero firme, convencida de unas ideas que no siempre estuvieron atinadas pero que emanaban de una reflexión tan pausada como intensa a propósito del estado convulso de las cosas en aquellos tiempos lejanos que, tristemente, resuenan en el hoy con rasgos familiares. «A un pueblo no se le convence sino de aquello de que quiere convencerse», dijo en una de sus frases lapidarias. Bien lo saben los pescadores que se preocupan de revolver el río a conciencia antes de lanzar la caña.
Retales de una letanía
Me lo encuentro de casualidad al salir del Café Pavón y levantar la vista, y me acuerdo inmediatamente de aquel libro que leí en mi adolescencia y que tanto me gustó cuando andaba el mundo rondando los quince años de edad. Se titulaba De Madrid al cielo y lo escribió Ismael Grasa, un autor por entonces joven al que se enmarcó dentro de lo que la crítica bautizó como Generación Kronen. Se abrían sus páginas con la inscripción que recorre el mural que tengo ahora ante mis ojos, pintado sobre la medianera de un inmueble de Lavapiés que se corresponde con el número 11 de la calle Embajadores. Son curiosos los resortes de la memoria: uno puede pasar lustros o décadas conviviendo con olvidos que se deshacen de pronto, en el instante más inesperado, con el detalle más banal. Nunca me había dado por buscar este grafiti porque mi cabeza se había desentendido de su existencia. Seguramente concluí, sin ser consciente, que se habría borrado con el tiempo, que nada quedaría ya de él salvo su recuerdo impreso en el frontispicio de aquella novela, que lo que había hecho Grasa al incluirlo en ella como cita preliminar era justamente rebelarse contra la condición efímera de algo que habían contemplado sus ojos y que ya no podría observar nunca nadie más. En realidad son unos versos acrósticos que están a medio camino entre el poema dadaísta y la escritura automática sobre la que tanto peroraron los impulsores del surrealismo, y ahora que vuelvo a verlos descubro que todavía soy capaz de recitar algunos de memoria, como si se tratara de retales procedentes de una vieja letanía arrinconada en los sótanos de la consciencia. Embajadores es mi barrio, Manoli tiene un novio majo, Bajamos a la verbena pronto, Angelines vive en Lavapiés, Juan Gris nació en Madrid, Ayer nos marcamos un chotis, Damos una vuelta por la Cava, Organizamos baile en Cabestreros, Releches dijo el abuelo, El Rastro es muy pintoresco, San Isidro nos proteja.
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