Emprender un viaje en la juventud
es como verse lanzado a la eternidad.
(J.Conrad)
Cuando el avión toca tierra en el pequeño aeropuerto de Niza, la luz certifica la denominación de este trozo curvo del Mediterráneo. Para una viajera del sur acostumbrada a los veranos cegadores, la luz no debería ser una noticia, pero aquí lo es. En los primeros meses del año, que es cuando suelo volver, el cielo brilla casi tanto como los 16 309 cristales de Baccarat de la lámpara de araña del Royal Lounge del Hotel Negresco. Por desgracia, se apaga con rapidez, pues, reivindicando su naturaleza de estrella, el sol niçois de febrero es explosivo y efímero. La historia de Niza, sin embargo, es duradera incluso en las oscuras tardes de invierno, y orgullosa nos recuerda que su nombre de origen griego, Niké o Nicaea, significa «victoria», monumento eterno a la batalla que los griegos focenses, enamorados de su puerto natural, ganaron a los ligures de estas tierras.
El vuelo desde Madrid es cómodo y se adapta a las prisas de las escapadas improvisadas de ida y vuelta. No sé exactamente en qué momento el viajero moderno dejó de sentir Europa bajo el traqueteo de los raíles y comenzó a mirar las pantallas en las salas de embarque de los aeropuertos. Tal vez a partir de ahora este virus, que tantas cosas nos ha arrebatado, nos devuelva la conciencia del tiempo y el valor pausado del trayecto. Poder tomar un tren a primera hora de la mañana en Barcelona y llegar a Marsella con breve parada en Montpellier, a media tarde. Y una vez allí, hacer noche en algún hotelito de la conradiana Rue Sainte, amaneciendo con un café turco en el mismo puerto donde aquel joven polaco de orígenes aristocráticos paseaba por los muelles desiertos “extraordinariamente blancos bajo la luz de la luna” hace casi un siglo y medio. La historia de seducción entre Joseph Conrad y la Costa Azul permanecerá intacta toda su vida. Con razón el viejo capitán evocaba Marsella como el lugar donde “por primera vez pude ver con claridad qué es el mundo y qué es la vida”.
Fiel a su temperamento dual, el joven marino vivía con fascinación la ajetreada vida portuaria compartiendo los días con los rudos marinos y las orondas posaderas que le servían, con una sonrisa, la deliciosa sopa de pescado con la que sobrevivía el resto de la jornada. Pero al mismo tiempo, el muchacho se las arregló para que una de las familias más poderosas de la ciudad lo acogiera en su círculo de amistades. Madame Delestang y su esposo, un anciano armador, lo adoptaron, convenciéndolo para formar parte de la causa monárquica. El matrimonio soñaba con restaurar la corona española apoyando al pretendiente carlista. Tal vez la belleza madura de la señora Delestang, el roce de su mano en las noches de ópera o su mirada orgullosa cuando lo veía salir del Café Boudul de la Rue Saint-Ferréol, conciliábulo de conspiradores, fue lo que decidió al joven aventurero a involucrarse en el contrabando de armas para los partidarios carlistas en España. Amores prohibidos, duelos, intrigas políticas, amigos traidores, un disparo que casi acaba con su vida, su asignación anual perdida tal vez en una apuesta en Montecarlo, el suicidio de una joven y enamoradiza posadera, las cartas del tutor amenazando con retirarle la ayuda económica, aquella intensa relación con la seductora Paula, la actriz amante del mismísimo Carlos de Borbón… Era demasiado. Inevitablemente, los días turbulentos de la Costa Azul finalizaron con su partida a bordo de un navío inglés con rumbo a Constantinopla. Y aunque Conrad destruyó sus notas de entonces, nada se perdería, pues esas aventuras y aquel amor quedaron fijados en una novela. Una de mis preferidas. Siempre soñé lucir en mi vejez un pasador con forma de flecha de oro como el de doña Rita para poder sujetar, como ella, el cabello, la soledad y los recuerdos de aquel capitán.
Otra manera de acceder a Niza recurriendo a los pausados caminos de hierro es viajando desde París en el Train Bleu. El mítico restaurante de la estación de Lyon acogió bajo el acero art déco y los hermosos murales con paisajes azules a lo más selecto de los viajeros europeos, que arrebujados en sus pieles tomaban el último café entre toses asmáticas, antes de emprender el rumbo al aire salado y cálido de la Riviera. Entre ellos, una simpática muchacha inglesa tuvo la ocurrencia de imaginar un nuevo caso de asesinato para su famoso inspector Hércules Poirot. El misterio y la sangre quedaron unidos para siempre a este tren glamuroso como ya ocurriera con el Orient-Express. El fantasma de Miss Agatha Christie sigue viajando, imperturbable, en sus vagones.
Aquella Niza ya no existe, pero es fácil recrearla porque, afortunadamente, casi todos los que la amaron escribieron alguna vez sobre esta ciudad de doble filo (una arista francesa, otra italiana) fijando su perfil de anfitriona elegante en la historia. Adaptada por la aristocracia europea a los paseos invernales de sol, los palacetes construidos en un primer momento de espaldas a la Bahía de los Ángeles fueron sustituidos por elegantes villas a orillas del mar, donde los extranjeros templaban sus dolencias en el paseo marítimo que los locales comenzaron a llamar, despectivamente, Promenade des Anglais. Por allí deambularon durante casi dos siglos, entre otros, Stefan Zweig, Gaston Leroux, Jean Cocteau, Gogol, Maupassant, Nabokov, Mann, Huxley, Wells, Daudet, Mallarmé, Paul Valéry, Colette, Coco Chanel, Cocteau, Roth. ¿Cómo no amar hoy esta Riviera de fantasmas brillantes y tísicos?
Entre los Alpes y el Mediterráneo se desenvuelve la capital de la Costa Azul que, en su casco antiguo, hacia la montaña, es laberíntica, pétrea y piamontesa, rematada por el barrio burgués de Cimiez, donde Matisse, después de abandonar el Hotel Beau Rivage y a sus escandalosos vecinos, los Fitzgerald, se trasladó a un espacioso cuarto en el Regina Palace. Allí en lo alto, un poco más cerca del cielo azul, pintaba palmeras, desnudos y luz mientras en el horizonte flotaba, difuminada, la isla de Córcega.
A medida que la ciudad se acerca al puerto y al mar, se vuelve provenzal y sofisticada, con la cúpula rosa del hotel Negresco como un faro Art Nouveau que ilumina los diez kilómetros de Promenade jalonada de elegantes construcciones en un orden casi museístico: el Hôtel Méridien con el Casino Ruhl cuya sombra de elegancia rivalizaba con la Jetée-Promenade, ese cenador de hierro y madera sostenido sobre pilotes donde rompían las olas y que hoy solo existe en los cuadros y las fotografías. El Savoy Palace, pionero en perpetuar una larga tradición de hoteles; el Palais de la Méditerranée, construido sobre los restos de un viejo palacio veneciano bajo cuya fachada catalogada Monument Historique el 18 de agosto de 1985, el guapo y revertiano Max Costa desayunaba a la espera de una nueva aventura o una nueva conquista. Todavía hay que dejar atrás El Hôtel Westminster, el Palais Fiora y la Villa Masséna con su napoleónico jardín, para llegar por fin al número 37 de la Rue de France donde los porteros del Hôtel Negresco, ataviados con unos llamativos uniformes, reciben a la clientela de hoy, básicamente rusos millonarios y potentados de Abu Dhabi, que pasean su ostentoso lujo sin reparar en los tesoros artísticos de las paredes, las escaleras, los corredores o las habitaciones, decoradas con un punto de exceso muy al gusto de su propietaria, Madame Augier, hija del carnicero constructor que compró en los años 50 lo que quedaba del arruinado Negresco, dándole una segunda oportunidad de esplendor.
Me gustan esas habitaciones barrocas, modernistas y variables. Cuando el discreto jefe de recepción te entrega la llave es inevitable que mientras caminas sobre la moqueta neoplasticista del pasillo imagines, ilusionada, cómo será el aspecto de tu domicilio en el paraíso: la Suit Napoléon, con las cortinas de seda ocre salpicada de pequeñas abejas bonapartistas bordadas en oro; la Ives Klein, con una hermosa Venus de Milo de escayola pintada con aquel inconfundible pigmento eléctrico y firmada en la base por el artista. Una referencia que, pensándolo bien, tiene sentido, pues muy cerca de aquí, en Hyères, vivió Olivier Voutier, el oficial inglés que descubrió, en 1890, la escultura de esta diosa bajo la isla griega de Milo. Al morir, se hizo enterrar en el jardín de su villa, que años después compraría Edith Wharton, llamándola para la eternidad Castel Saint-Claire. Pero esa es otra historia.
Ha habido suerte: estos días dormiré en la Habitación Geométrica, con su enorme cabecero hecho de teselas de espejo en el que por las mañanas las palmeras de Matisse se reflejan coquetas y fragmentadas, y por las noches crees distinguir en la oscuridad el perfil desnudo y sonriente de un bailarín mundano.
Al caer el sol, adoro el aperitivo en Le Relais, el bar de estilo inglés que aún conserva su marquetería de 1913. El Bloody Mary muy especiado, con pepino, es un milagro de la coctelería y lo sirven junto con unas aceitunas de un verde brillante que me hacen recordar aquellas esmeraldas del collar de Elizabeth Taylor olvidado por su intermitente marido, Richard Burton, tras una noche de alcohol, sobre una de estas mesas.
El Negresco cuenta con un reconocido restaurante, Le Chantecler, aunque yo prefiero salir a dar un paseo tranquilo bajo la luz de la luna porque a esa hora la Promenade está casi desierta. La belleza y el silencio cálido tientan a caminar hasta uno de los animados restaurantes del Cour Saleya, junto al Mercado de las Flores, pero al final me dejo vencer por la tradición. Y es que realmente no hay nada comparado con el Chautebriand pour deux personnes del restaurante Le Siècle, flambeado en la mesa por el maître Federico. Elegante y divertido, a los postres y si no hay mucho público me cuenta anécdotas de su trabajo. J’ai des millions d’histoires, Mademoiselle, me dice con el orgullo cansado del que ha llegado a conocer muy bien a la especie humana. Je me souviens, par exemple, de aquella pareja encantadora que solía venir cada noche durante el tiempo que pasaban alojados en Niza. Él maduro y elegante, ella joven y bellísima. Una pareja amable, discreta como tantas, pensé yo. Entonces ocurrió algo singular. La llama del flambeado del Chateaubriand de Monsieur, descontrolada por unos segundos, saltó rozando el rostro del hombre. Mon Dieu! Él siguió, impasible, bebiendo su Nuits-Saint-George sin ni siquiera girar la cabeza. Y Madame. Oh la la. Nunca había visto una mirada así dirigida a un hombre: un cóctel sensual de admiración, orgullo y deseo. Le regard de l’amour parfait.
El amable taxista ya espera en la puerta. El amanecer es fresco y brumoso, y recorrer la escarpada carretera de Villefranche sur Mer a aquella hora le hace a uno sentirse como como si huyera con un collar de perlas robado por Cary Grant. “En Mónaco se siente la presencia de Fantômas, igual que en Grecia se siente la de Homero”, decía Jean Cocteau. Desde la terraza Belle Époque del café de París y como quien asiste a una obra teatral del surrealista francés, miro los imponentes coches de cristales tintados y a sus sofisticados dueños entrar y salir del hotel y el casino preguntándome si alguno de ellos sabrá quiénes fueron Allain y Souvestre.
Llama mi atención una pareja que desentona en el Montecarlo artificial de hoy: un anciano erguido y elegante de porte clásico como un busto en mármol de Adriano charla animadamente con su acompañante, una muchacha muy joven, casi una niña, de paso inseguro o tal vez solo tímido. Sin poder evitarlo he pensado en Michel de Crayencour y su hija, que vivieron un tiempo muy cerca de esta plaza, en Villa Loretta.
Cuando una muchacha sensible crea un vínculo así con su padre y cuenta, además, con la compleja complicidad del progenitor, de alguna manera terminará atrofiando su sexualidad de mujer madura, sus pasiones, su fertilidad, su independencia intelectual. En este caso, en el jardín de una quimera moría Marguerite de Crayencour, pero afortunadamente para la literatura nacía Marguerite Yourcenar.
He cruzado la plaza envuelta en el recuerdo de los fantasmas que revolotearon durante siglos por aquí, exultantes o desesperados. El guapo Max, que me acompaña, se detiene en la fachada del Casino. Este lugar es el que distingue a los hombres; es la gran prueba de la Esfinge y sirve para cualquier momento de la vida. El cigarrillo en la puerta, al amanecer, mientras los demás te observan, es decisivo. Nadie debe ser capaz de adivinar ni en tus manos, en las que no tiembla el pulso, ni en la sonrisa de elegante indiferencia que ilumina la llama del encendedor, si aquella noche has ganado una fortuna o acabas de perderlo absolutamente todo. No lo olvides jamás, pequeña mía.
El Bar Américain del Hôtel de Paris Monte-Carlo, con su sobrio estilo déco de sillones de cuero y pesadas mesas de madera color tabaco, es perfecto para un almuerzo ligero. Max, en un desenvuelto francés imagino que aprendido en el trato con contrabandistas en la frontera de Angola, pide deux blocs de foie gras d’oie y una botella de Chateau d’Yquem. Luego despliega la enorme servilleta de lino sobre las rodillas, alinea los puños de la camisa blanca por debajo de la chaqueta azul y me mira, sonriente. Me gustan los hombres que sonríen como si te apuntaran con un revólver. Nada me importan ahora los fantasmas literarios que exigen, con todo su derecho, un poco de atención; frente a esa sonrisa gamberra e inteligente olvido que un tiempo vivieron y se amaron en este mismo lugar Coco Chanel y el duque de Westminster, Collette y Missy, Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas. Nos miramos en silencio por detrás del vino color ámbar, uno de los líquidos más caros del mundo, disfrutando sin prisas de su dulzor cálido, sensual y antiguo, y me asalta la sensación, mientras mastico un lechoso trozo de hígado, de que este almuerzo es carnal, exquisito y cruel, como el mismo Max. Un órgano con funciones excretoras, el hígado, convertido por obra del refinamiento humano en un diamante culinario. En Francia incluso posee rango real desde que a fines del siglo XIX el cocinero del Mariscal de Estrasburgo lo preparara con tal pericia que el mismísimo rey Luis XVI, tras probarlo, decidió premiarle con 25 pistolas de oro y un trozo de tierra. Pero la historia de las ocas y su hígado artificialmente hinchado no comienza en la French cuisine, sino en el Egipto imperial, donde las sobrealimentaban a base de higos para que acumularan reservas de energía antes de que emigraran. Hay quien, por el contrario, defiende que esta crueldad gourmet es de origen hebreo, pues aún hoy los hígados de las ocas de Judea se preparaban a la manera tradicional kosher, que consiste en desangrar y desvenar la oca de forma que no quede rastro de sangre.
—Me da miedo esa cabeza cuando te veo tan pensativa —me dice, sonriendo—. Con una mujer como tú uno nunca sabe si está del todo a salvo.
—Pensaba en diamantes, imperios y pistolas. ¿Qué me recomiendas de postre?
—Creo que podríamos cambiar de escenario, ¿Por qué tomar el postre aquí pudiendo hacerlo sobre las olas del mar?
Antibes refulge con descaro bajo el sol. Hay mucho de aquellos felices años veinte en este trozo de playa dorada y en el desenfado exclusivo de sus míticos hoteles. El Eden-Roc, donde aterrizó aquella pareja de millonarios norteamericanos, los Murdoch, permanece cerrado los primeros meses del año. Subido en un promontorio rocoso volando sobre la playa de La Garoupe, fue durante un tiempo el refugio perfecto para aquellos muchachos de entonces: Pablo Picasso, Cole Porter, Dorothy Parker, Hemingway, Zelda y Scott Fitzgerald, aunque estos últimos terminaron trasladando su inestable relación a una casa en el malecón Jean-les-Pins, Villa St. Louis, convertida, con el tiempo en el hotel Belles-Rives, frente a cuya puerta se detiene por fin nuestro taxi. Ha pasado casi un siglo desde que F. Scott Fitzgerald viviera aquí tratando de terminar El Gran Gatsby, lo cual no era tarea fácil, pues tenía que calibrar el tiempo de escritura con el de amigos, borracheras, soirées interminables, y escenas de Zelda, siempre excesiva, que podía arrojarle a la cabeza, en un arranque de ira, la cristalería completa de Murano, tumbarse, celosa, bajo las ruedas del Rolls de Isadora Duncan o lanzarse al mar a media noche desde la roca más alta, vestida de blanco satén.
Bar FitzgeraldEn el Fitzgerald Bar, un joyero de una estancia con un piano de cola, mesas con espejos, pequeñas sillas art déco tapizadas con leopardo, con todas esas fotografías en blanco y negro de hombres y mujeres muertos hace décadas colgadas de la pared y puertas francesas que se abren al mar, las palabras de Gatsby adquieren una dimensión premonitoria: “Creía en el fastuoso futuro que año tras año retrocede ante nosotros. Aunque en este momento nos evite, no importa… Mañana correremos más rápido, estiraremos más los brazos… Y una hermosa mañana. Y así seguimos, luchando como barcos contra la corriente, atraídos incesantemente hacia el pasado».
Pedimos dos Dry Martini y dejamos que Fitzgerald y el resto de su set Jazz Age nos atraiga donde sea. Se está bien aquí, con el oleaje de la bahía rozando apenas los grandes yates de bandera rusa y el salitre evaporándose en remolinos de luz tan cegadores que me obligan ponerme las gafas de sol.
—Así no puedo verte los ojos, pequeña.
—¿Para qué quieres hacer eso?
—Para adivinar tu respuesta cuando te pregunte si aceptas una copa del minibar de mi habitación, aquí arriba.
—Eres listo, trata de adivinarla por detrás de los cristales.
Entonces, sin mediar palabra, se acercó, me quitó con suavidad las gafas y las arrojó, sin dejar de mirarme, por encima de la balaustrada, al mar. Aquí, dijo, como si adivinara mis pensamientos, Zelda Fitzgerald inventó el striptease del adiós, lanzando sus braguitas de encaje negro desde una de esas ventanas como último adiós a sus amigos. Este será nuestro único y particular striptease del encuentro. Prometo comprarte unas gafas nuevas, mañana, en Cannes.
Costaba dejar aquella compañía y aquellas sábanas revueltas, pero a un hombre como Max hay que amarle de noche y alejarse de él al amanecer, evitando el riesgo de terminar herida de muerte con una cuchillada por sorpresa o una mentira a traición. El día en Cannes está oscuro y desapacible, con oleaje, viento y obras de acondicionamiento en el paseo marítimo, cortado al paseante. Empezaba a llover. Bueno, pensé, hoy no me harán falta gafas de sol. Desencantada y gris, recordé a Matisse, cuyo encuentro con Cannes también fue decepcionante, aunque por otra razón. Un tórrido verano se acercó a la ciudad con la ilusión de poder contemplar a las nadadoras en Palm Beach y dibujar unos bocetos del natural, pero cuando llegó, le informaron de que la piscina estaba cerrada, así que, enfadado, deshizo los treinta kilómetros de vuelta, y a golpe de tijeretazo, recortó en brillante papel gouache a sus propias bañistas, colgándolas en las paredes del Regina nadando, esbeltas, para la eternidad.
Afortunadamente, el maravilloso hotel Carlton, fiel a su biografía glamurosa, nunca decepciona. El Rolex dorado de pared marca el ritmo cinematográfico de los recuerdos y el fin de mis días en la Costa Azul. Si uno presta atención, puede ver aparecer por el hall la belleza serena de Grace Kelly caminando, aunque ella no pudiera saberlo entonces, entre la línea que el destino trenzaba para separar a la actriz de la futura princesa. Se pueden oler los claveles encargados por el duque de Chartres para la batalla de las flores de la Croissette, descubrir a Man Ray fotografiando a Kiki de Montparnasse sin traje de baño, a Maupassant navegando a lo largo de la línea de la costa en su velero Bel Ami o a Nabokov cazando mariposas en las alturas de Estérel, enamorado de la bella Irina, mintiendo una y otra vez a su esposa Vera, quien, insistente y amenazadora, le repetía que se olvidara de la joven.
—Si la dejas, te convertiré en un novelista famoso, le dijo, como ultimátum, la controladora Vera.
—Te juro que, sin ti, esposa mía, no podría escribir ni una palabra; por tanto, y para no poner en peligro nuestro amor ni mi carrera, dejaré de verla, de escribirle cartas, de pensar en ella. Esta vez es verdad. Te doy mi palabra de honor.
Irina, desesperada y sin noticias de su amante, pidió dinero prestado y viajó en el Tren Azul de París a Cannes. Aquella noche durmió acurrucada en la playa, y a la mañana siguiente, cuando la familia Nabokov bajaba a pasear con su hijo, se sentó en la arena cerca de ellos. La mirada del escritor se posó en los ojos azules de la muchacha que tanto decía amar, y sin el menor gesto de reconocimiento o emoción, siguió mirando la línea del horizonte. Años después, Irina Yurievna Guadagnini contaría su historia en una novela dolorosa y desconocida. La balanza del reconocimiento y la eternidad se inclinó aquel día, en estas mismas playas oscuras donde espero en soledad mi taxi de regreso, hacia la inmortalidad del miserable hombre; del grandioso escritor.
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