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Submáquina, de Esther García Llovet

Submáquina, de Esther García Llovet

Hace veinte años, Esther García Llovet escribió una ficción que, tras quedar descatalogada, se convirtió en una especie de novela de culto. Por suerte, ahora regresa a las librerías de la mano de Malas Tierras. La protagonista de este relato, Tiffani Figueroa, es un personaje inolvidable.

En Zenda reproducimos el Prólogo que la misma Esther García Llovet ha escrito a la nueva edición de Submáquina (Malas Tierras).

***

PRÓLOGO

Submáquina, Submáquina, todo el mundo preguntando siem­pre por Submáquina, como si fuera el primogénito de una fa­milia numerosa de Leganés que llega a presidente. Y yo ya ni me acuerdo de cómo escribí Submáquina. Creía que cuando leyera la novela después de veinte años iba a ser como descongelar un filete en el microondas pero descongelarlo rápido y mal, que es cuando te encuentras el centro todavía frío y sin sabor. Pero no ha sido así. Más que nada porque creía que me traían el plato que había encargado, es decir, un filete, y me han traído otro. Otro diferente. Mucho mejor. ¿Yo escribí esto? Joder. Pues no está pero que nada mal. Y leo. Los relatos, las historias, los per­sonajes. Y no reconozco nada. Pero nada de nada, caramba. De dónde salieron los personajes, lo que pasaba ahí, ni siquie­ra cuando los he leído los he reconocido. Y como no recuerdo nada de eso intento recordar en qué andaba yo entonces.

Entonces, hacia el dos mil y poco, vivía en un apartamento por Argüelles. De unos veinticuatro metros cuadrados, con una tele portátil en el suelo que solo se veía si colocaba mucho peso encima, es decir, el mío. Una tele muy pequeña donde vi cómo caían las torres gemelas. Una. Y dos. Vivía en un último piso que daba a un patio grande, muy luminoso, sin apenas estante­ rías, con los libros trepando por las paredes, desesperadamente. Leía y escribía y veía la tele portátil. Y caminaba. Larguísimas caminatas por Madrid, de noche, o que empezaban de día y acababan de noche, con esa adicción a caminar, al movimiento, de la que no me he curado ni pienso. Y mientras caminaba a paso rápido, siempre, las historias se iban desplegando solas, abriendo disparadas en mil direcciones. Como ahora. El método es ese. Camina y escribe, camina y escribe. Con la sensación un poco vertiginosa de que la historia que cuento es una de los cientos posibles que se me habrían ocurrido si hubiera ido por Pacífico en lugar de por la Dehesa de la Villa, por ejemplo. Ca­minar. De día o de noche. Eso es escribir.

Escribía de noche. No como ahora, en la era Netflix. En un portátil, un Mac que me robaron un par de años después, llevándose una historia de unos gemelos asesinos a sueldo que des­ cubren una sociedad de adictos al terror y que me gustaría recuperar en algún momento. Cuando me preguntan —que cómo no siempre hay alguien que lo hace— por qué escribo, creo que la respuesta la tenía entonces mucho más clara, y la respuesta estaba ahí dentro, en lo que escribía. No fuera de la literatura. No se escribe por circunstancias reales. No se escribe para crear nada, para montar un relato, para inventar una ficción sino por la ficción misma. Desde dentro. Escribía porque yo estaba ahí.    En la ficción.

Cuando escribí Submáquina, mi segundo libro, me pare cía además que, igual que con el primero, me adentraba en un país, un territorio, un continente enterito para mí sola, América —Submáquina es una novela muy americana, o al menos es mi «novela americana»— como un trampero o un cartógrafo en una geografía que no se acaba nunca. También esa forma de escribir, de desbrozar, de ir a ciegas, sin camino, hace que todo ocurra mucho más despacio. Eso sí que lo veo. Si una novela mía reciente va a mil revoluciones por minuto, Submáquina va a veinte, a tientas, mirando muy bien por dónde pisa. Con mu­ chas paradas. Antes me detenía más, pensaba más al escribir. Re­ cuerdo eso, sentarme delante del ordenador y entrar en esa zona de conciencia extraña donde la realidad se apaga, se desvanece como cuando en el colegio entraba en trance de puro aburrimiento y todo a mi alrededor desaparecía. Así escribía entonces. Como hipnotizada. Papando moscas. Buceando en ondas alfa. Pero Submáquina no fue mi primer libro publicado. Ya había quedado finalista del premio Casa de América con Coda, un libro de relatos, así que pensé que sería fácil volver a publicar. Pero no fue así para nada. Tardé seis años en encontrar editor para Submáquina. Seis. Años. Y aun así seguía escribiendo. Dale que te pego. Otra vez una cartita de rechazo. Y qué. Si en realidad saber que nadie me leía era más estimulante que otra cosa. Cuando no hay nada que explicar es cuando haces lo que realmente te da la gana, que es eso, inventar el camino. Des­ brozar lo silvestre. Tirar para delante sin saber por dónde cae el mar. La libertad total. Habría que ver también qué pasa con un secreto cuando se hace público y lo sabe todo el mundo, si sigue siendo o no un secreto. Cómo me gustaría volver a tener secretos con mis personajes, reconocernos con ese complicado saludo entre raperos que solo nosotros conocemos.

Por eso casi que recibía con alivio las cartas de rechazo de las editoriales, que aún conservo, como si aún no tuviera que rendir cuentas y tampoco mis personajes. Como cuando tus padres te dicen que no vuelven todavía de viaje de fin de semana y te vuelves a tus amigos, borrachos en la cocina, y dices: «Que siga la fiesta. Vamos a quemar la casa».

No cambiaría nada de lo que leo en Submáquina. Además la veo como mi novela más púrpura, púrpura y naranja, con mucho plástico, un poco a punto de ser Pop, a punto de ser californiana de verdad, aunque quizás le falte ligereza, le sobre gravedad para eso. Recuerdo que entonces, además, leía mucho y lo que leía era muy poco Pop. A Bolaño, a Joseph Roth, a Pierre Michon. Leía sin parar, sin filtro, y veía mucho cine. Demasiado. Pelis de malos. Pelis de tiros.

La idea de nombrar los títulos como piezas de una pistola automática vino muy tarde, quizás en la penúltima versión o así, y me acuerdo de que me costó bastante dar con los nombres de las piezas. Entonces, hace veinte años, internet estaba en pañales, en pañales de verdad, ahí estaba bailando el Oogachaka

Baby bastante creepy que había salido hacía relativamente poco, y buscar cosas en la red era más complicado. Quiero decir que la red la echaba uno a ver qué pescaba, no como ahora, que la red te pesca a ti. Así que me fui al museo de armas. Estaba por Cuatro Caminos. Recuerdo al encargado que me hizo de guía, un exlegionario flaco y menudo y con la piel de cuero, con tatuajes por todas partes. Estábamos solos en el museo, había ido con cita previa que hice por teléfono, y probablemente lo habían abierto solo para mí. Era por la mañana. Rifles, escopetas.

Una Star 9 mm. Ahí en una urna.

Este es el único recuerdo que tengo claro y específico de cuando escribí el libro. Ver pistolas.

Caminar y ver pistolas.

Julio de 2024

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Autora: Esther García Llovet. Título: Submáquina. Editorial: Malas Tierras. Venta: Todos tus libros.

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