El joven escritor chino Chen Chuncheng (1990), se dio a conocer gracias a la red social Douban (una especie de Wattpad de su país), en la que subía los cuentos que iba escribiendo. Tras conseguir muchos lectores acabó publicando este libo de relatos, del que Zenda adelanta el que da título al libro.
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Submarino en la noche
En una fría noche de 1966, Jorge Luis Borges tiró una moneda al mar desde la cubierta de un barco. La moneda, que todavía conservaba el calor de sus dedos, cayó en el negro rumor del oleaje. Tiempo después, escribiría un poema al respecto en el que explicaba que haber acometido aquel acto añadía dos series paralelas e incesantes a la historia de este planeta: la de su destino y la del destino de la moneda. A partir de entonces, cada instante de dicha y zozobra en la Tierra correspondería a cada instante de ignorancia y ceguera de la moneda en el fondo del mar.
Según lo que se cuenta en el poema, Borges embarcó en Montevideo y, al doblar el Cerro, tiró la moneda al mar. El equipo consiguió los datos de la corriente oceánica de ese año y dividió las aguas alrededor del Cerro en muchas secciones de un kilómetro cuadrado con el objetivo de buscar individualmente en cada una de ellas. Para discriminar los yacimientos minerales del fondo marino de la basura oceánica, construyeron un detector de metales específico para este propósito que solo respondía ante piezas redondas de metal de pequeño volumen. Como resultado, solo encontraron varias monedas de oro sumergidas en el fondo marino y datadas en la Era de los Descubrimientos. Supusieron que aquella moneda habría sido devorada por la sal durante décadas y, con toda probabilidad, solo quedaría algún fragmento o, directamente, se habría disuelto por completo. El segundo año, el rico comerciante les permitió abandonar el Cerro e irse a desarrollar sus investigaciones por otras aguas del mundo. No obstante, mantuvo el detector activo, por si acaso hubiera alguna respuesta y, si así fuera, intentar rescatar la moneda de nuevo. El australiano comprendía que la esperanza de encontrarla era más bien nula, pero pensaba que con el mismo proceso de búsqueda rendía un homenaje a Borges, como si se tratara de un tipo de peregrinaje. La enorme cantidad de recursos y de tiempo invertidos en la hazaña, estaban a la altura de la talla del escritor.
El submarino El Aleph (naturalmente el nombre provenía del título de un relato de Borges) gozaba de la tecnología más avanzada del momento a nivel mundial, por lo que, para evitar intromisiones, esta misión nunca se hizo pública. El submarino emergía a la superficie en las fechas fijadas y en las coordenadas designadas para encontrarse con el avión privado del hombre de negocios. Allí intercambiaban los suministros transportados en la aeronave por las imágenes grabadas con la cámara instalada en la parte externa del submarino. Para poder conciliar el sueño, el rico comerciante contemplaba cada noche imágenes del fondo marino. La misión se desarrolló durante casi tres años. A finales de 1999 se perdió contacto con el submarino. Se dio por hecho que había tenido lugar un accidente mientras exploraban una fosa marina. Al año siguiente, el multimillonario murió enfermo. Mucho tiempo después, su nieta, rebuscando entre las pertenencias del difunto, se encontró con esas cintas. Entre ellas había una imagen increíble.
En noviembre de 1998 el submarino se adentró en un laberinto de coral. El foco de exploración iluminó un paisaje deslumbrante y psicodélico. Los miembros del equipo calcularon erróneamente la distancia entre los dos arrecifes de coral y condujeron el submarino a un colapso que lo dejó inmovilizado. Seis horas después, la cámara grabó un submarino azul en la distancia que se acercó navegando y disparó dos torpedos. Los proyectiles impactaron con precisión en el arrecife de coral, lo rompieron en pedazos y liberaron así a la embarcación. De inmediato, los miembros del equipo, mareados por la falta de oxígeno, comenzaron a maniobrar para salir a la superficie. Aquel submarino, se desvaneció en las profundidades del océano, como si fuera una aparición, y nunca más se lo volvieron a encontrar en sus travesías.
De manera póstuma, se publicaron los manuscritos de Chen Touna, un famoso pintor impresionista y poeta simbolista chino, entre los que había un ensayo (algunos lo clasificaron como cuento) donde recordaba sus primeros años de vida. Quizá ahí se podría encontrar una explicación a este misterioso evento:
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El Día de la Fiesta Nacional volví a casa. Dormía realmente bien en mi antigua cama. En cualquier postura, se superponían las mismas posiciones que había adoptado incontables veces en el pasado. Desde mi niñez hasta ahora, capa a capa, se iban sobreponiendo como si fuera una matriosca. Me sentía particularmente completo y tranquilo. La cama era como un apacible lago en el que me sumergía totalmente calmado en aquella tarde de otoño. Cuando desperté, me quedé observando la habitación. Las cortinas estampadas con numerosas hojas marrones que caían flotando concordaban con la estación en la que estábamos. El suelo de madera y la mesa eran de un amarillo pálido; el flexo de la mesa, azul. El reloj redondo de la pared con las agujas verde fluorescente hacía mucho tiempo que no giraba, por lo que carecía de sentido que continuara allí colgado. Habían pintado la pared, pero aún se distinguían los garabatos de mi niñez, como si fueran pinturas de la Antigüedad. Después de tantos años, todavía me encantaba esta habitación, aunque ya no fuera la del piloto de un submarino. Tenía que levantarme. La voz de mi padre gritándome para cenar parecía llegarme desde tiempos remotos. Mientras me vestía, aún no me podría creer que ya tuviera treinta años.
Mi madre me dijo en la cena que el doctor Shen había fallecido la semana anterior. Tú solías ir a que te examinara, ¿te acuerdas? Delante de mi esposa, mis padres siempre habían evitado sacar el tema de mi enfermedad de aquellos años, pero esta vez ella no había venido conmigo porque tenía un asunto en casa de su familia. Asentí con los palillos aún en la boca. Durante los años de la secundaria, mis padres creyeron que había caído en un estado delirante, como si estuviera poseído. Aunque yo no pensaba que me ocurriera nada, según ellos, aquellos habían sido tiempos de pesadilla. Pero ahora todo había pasado. Me había casado, tenía un hijo, trabajaba en una empresa de publicidad, como una persona normal, lo que suponía un gran alivio para todos.
Desde la escuela, siempre me ha dominado una imaginación excesiva, que no me dejaba concentrarme en los estudios, ni en ninguna otra cosa. De más pequeño nadie había percibido ningún síntoma, incluso alababan mi rico ingenio. Señalaba una grieta en la puerta de la habitación y decía que aquello era el casco de un antiguo capitán, o la figura de un panda, y mis padres de verdad encontraban el parecido. A veces, me sentaba en el suelo y me quedaba ensimismado mirando las vetas del mármol, imaginando que aquella línea era un río, esta franja una cordillera, y yo escalaba esa montaña y atravesaba esas aguas. Me podía pasar la tarde entera en una baldosa, hasta que pasaba a la siguiente. Un día, mi padre volvió a casa y me encontró mirando la taza del váter con gesto serio mientras se descargaba el agua. Me preguntó qué hacía y le dije que en el Lago Ness se había formado un remolino y que pronto se tragaría nuestra canoa. Mi padre me preguntó que quiénes eran ese «nosotros» y le dije que Tintín, su perro y yo. Me acarició la cabeza, ¿quieres que vaya a socorrerte?, porque de otra forma no vas a llegar a la cena.
La mayoría de esas fantasías eran cosa de un día, funcionaban como la neblina, que aparecería en cualquier lugar y se espesaba o desaparecería en cierto momento. Con tan solo un libro de ilustraciones, ya podía quedarme absorto. La tinta de un bolígrafo atrapaba mi atención una clase entera. No es difícil suponer cómo eran mis notas. En cuarto, empecé a tener fijación con los cuadros de paisajes. En cuanto vi la imagen de Verdor de la noche en la montaña otoñal en el libro de arte, me quedé alucinado. Desde la niebla del comienzo de la pintura me subí a un extraño árbol que crecía a los pies de la montaña, y seguí el camino del riachuelo, escalando hasta el puente de madera de la cima. Pasé tres días en el interior del cuadro, lo que, en la realidad, fueron solo dos lecciones de clase. En una hoja en sucio dibujé la parte trasera de la montaña de Viaje a través de riachuelos y montañas. Diseñé una ruta para subir hasta la cumbre y me escondí tras la vegetación para espiar a los mercaderes que atravesaban la falda de la montaña. En Los picos del lejano y denso bosque[1], incluido en un atlas, estuve merodeando durante una semana e imaginando cómo podría ir desde el lado del riachuelo hasta debajo del acantilado y ocultarme de los animales salvajes de la montaña para poder llegar sano y salvo a la cueva. El maestro a menudo se quejaba a mis padres de mi actitud, les decía que no tenía capacidad para concentrarme y que siempre estaba ausente en clase.
Mi madre, que era profesora de piano, decidió enseñarme a tocar con la intención de mejorar mi capacidad de concentración. Así que empecé a realizar unos ejercicios infernales de dedos, en los que las teclas negras y blancas se me antojaban, unas veces, pandas y, otras, se transformaban en pingüinos. Al final sentía que estaba haciendo cosquillas a una cebra. Para despertar mi interés, mi madre me tocaba piezas de Mozart y me explicaba que si practicaba mucho podría llegar a tocar esas melodías tan bonitas. Yo me quedaba embobado medio día escuchándolas. En la primera, me subí a un globo aerostático y volé arriba y abajo, para acabar introduciéndome en la Vía Láctea. En otra, me decía que un niño pequeño correteaba por la superficie de un lago con unos pasos exquisitos. Y, en la última, pinté un parque infantil iluminado por la noche. Mi madre, que me observaba escuchar en trance, me preguntó en qué pensaba. Cuando se lo conté, suspiró, cerró el piano y dijo: «Vete a jugar». Al principio, mi imaginación echaba a volar solo con las pinturas, pero desde ese momento, también comenzó a sucederme con la música.
Después de terminar la escuela primaria, me empezaron a fascinar la historia y la geografía, aunque solo me quedaba con alguna cosa: no lo retenía todo. Pero me bastaba con esa poca información para alimentar una fantasía y que creciera exuberante. Mi cabeza parecía expandirse como miles de enredaderas que, se encontraran con lo que se encontraran, continuaban retorciéndose y envolviéndolo todo cada vez con más densidad, hasta que en el último requiebro brotaba una flor en la superficie. Me abstraía en cualquier momento y en cualquier lugar. Me ausentaba ante lo que fuera y, de vez en cuando, decía algo sin sentido, por lo que mis compañeros pensaban que era un excéntrico. Naturalmente mis notas eran un desastre. Al principio, mis padres me mandaron al orientador de la escuela y, más adelante, al psicólogo, y al psiquiatra. Algunos decían que sufría un trastorno delirante, otros que no tenía ninguna enfermedad, solo una imaginación exageradamente rica. En definitiva, ninguno les ofreció solución alguna, solo que esperaran a que creciera para ver si mejoraba con los años. Mis padres suspiraban a menudo, pero yo no veía nada malo en esto. Podía dormir en la vaina de las semillas de un loto, llegar a las nubes nadando, caminar sobre la pizarra, perseguir una ballena azul en un bote de tinta, escuchar las broncas del profesor a la vez que flotaba en el espacio, donde nadie podía atraparme ni decirme qué hacer. Entraba y salía de incontables universos a capricho y este mundo no era más que uno de ellos.
Aparte de esto, había empezado a percibir un fenómeno fuera de lo común. Mientras me imaginaba a mí mismo escalando en alguna pintura de paisaje, si me metía de lleno en la fantasía, me dolía todo el cuerpo al terminar. Una noche antes de dormir, estuve observando durante un buen rato unos nenúfares de Monet. Ya en sueños me hice muy pequeño, muy pequeño y estuve de excursión por sus pétalos. Al despertarme por la mañana temprano, en la almohada, había un ligero aroma floral. En el desayuno, mi madre me preguntó si le había robado su perfume para echarme un poco. A partir de entonces empecé a considerar que, si construía una fantasía lo suficientemente sólida y detallada, quizá podría fusionarse con la realidad y conectar algunos lugares. Pero si aparecía un león en un bosque y me comía, quizá también desaparecería en la realidad. Por supuesto, no lo probé. Solo estaba dispuesto a ser un explorador de estos mundos de ensueño, no tenía la más mínima intención de investigar su mecanismo. Además, estaba convencido de que, si una fantasía era lo suficientemente verosímil, se convertiría en otro tipo de realidad.
El segundo año de secundaria me inventé un juego nuevo: fantasear a partir del polvo visible en los rayos de sol. Para entonces, ya tenía conocimientos básicos de Historia. Me imaginaba que una mota de polvo era un planeta y me inventaba su cronología de principio a fin, desde que descubrían el fuego hasta que construían naves espaciales para ir a explorar otras partículas de polvo. Entre tanto, obviamente, consultaba las referencias históricas de la Tierra. Poco después, me di cuenta de que concebir miles de años en un solo día daba como resultado estructuras poco sólidas, pues había muchos puntos débiles y la fantasía se disipaba con facilidad. Solo con mucha disposición, invertía un día entero en crear otro día del planeta imaginario, pero la tarea resultaba demasiado ardua y nada divertida. Al final, decidí invertir un día para trazar cien años de historia. Creaba las especies animales, los recursos naturales, los países, las formas geográficas, etc., y en unos días todo se desarrollaba por sí mismo. Mi imaginación tenía el poder de hacer estas cosas, era como un barco arrastrado por la corriente, ya que lo difícil residía en atoar la embarcación desde la orilla hasta el agua, pero después solo necesitaba un empujón y mi creatividad hacía el resto. Los sueños diurnos a menudo se prolongaban hasta los nocturnos. A veces, incluso, pensaba que todo lo que había ocurrido en nuestro planeta era en realidad producto de la imaginación de otra persona fantaseando con una mota de polvo. Pero era consciente de que mi juego tenía un punto flaco, pues no importaba cómo comenzara la historia, en la mota de polvo siempre se acababa desatando una guerra mundial. Lo intenté muchas veces, pero no era capaz de evitarlo. El sonido de la batalla, las llamas y el hongo nuclear me provocaban insomnio y me veía forzado a terminar la fantasía, como el que apaga un cigarrillo pellizcándolo con sus dedos.
Después de eso, me inventé el juego que más me fascinó y también el más peligroso: creé un submarino.
Mi abuelo paterno era oceanógrafo. Cuando yo tenía siete años y él ya había alcanzado los sesenta, recibió una invitación para participar en una expedición. No nos dijo a dónde iba ni qué iba a hacer. Nunca más volvió. De muy pequeño le escuchaba contar sus historias sobre el mar todas las noches antes de dormir. Mi padre, que también las había oído cuando era niño, sigue convencido a día de hoy de que ese es el origen de mi trastorno delirante. A menudo pienso que mi abuelo y el océano se han fusionado en mi mente. A los catorce años, en el primer semestre de tercero de secundaria, decidí comenzar a gestionar una fantasía en el suelo marino. En la parte trasera de las notas de clase dibujé un esquema detallado del diseño del submarino. Aunque no detallé mucho los materiales, elegí las aleaciones más resistentes. El motor era de movimiento perpetuo. Todo el submarino tenía la forma de una oliva, el casco de la embarcación era azul, en el frente y los laterales tenía ojos de buey fabricados con un cristal extrarresistente con capacidad de visión nocturna; si mirabas a través de él, el suelo marino parecía azul oscuro y no completamente negro. La estructura interior del submarino era igual que la del segundo piso de mi casa: la habitación de mis padres, la mía, una pequeña salita con el piano y un baño. En mi mente, por el día, mi casa era una vivienda de varias plantas ubicada en una pequeña ciudad rodeada de montañas; por la noche, con solo apretar el botón de mi escritorio, todo el espacio del interior del edificio se transformaba en un submarino navegando por el océano. Mis padres dormían en la habitación de al lado ignorantes de cuanto sucedía. Como todo al otro lado de la ventana estaba sumido en la oscuridad, tampoco podían discernir si era el color de la noche o el agua del océano. Mi habitación era la sala de control, yo era el capitán y mi tripulación la conformaban Bulbasaur y Pikachu.
Todas las noches me sentaba frente al escritorio y, con los dedos, pulsaba la parte superior para activar el sistema. La superficie se convertía en una mesa de control con todo tipo de mandos y medidores. Por la ventana de enfrente aparecía la imagen del suelo marino azul oscuro. Mi copiloto Pikachu decía: «¡Pika! ¡Pika!». Con lo que quería decir «Capitán Chan, ¡partamos!». Bulbasaur decía: «¡Bulba! ¡Saur!», con lo que indicaba «todo listo para zarpar». Miraba el globo terráqueo sobre la mesa, donde se iluminaba un punto rojo que indicaba nuestra localización. Ahora ya nos encontrábamos en medio del océano Pacífico. El reloj de la pared, que en realidad era la pantalla de un radar, no detectaba ningún enemigo cerca. La ruta que habíamos trazado partía desde el río de la ciudad hasta el río Min, en la provincia de Fujian; ahí nos introdujimos en el océano y rodeamos Taiwán para comenzar la vuelta al mundo. En el agua del río, el submarino podía encogerse hasta alcanzar el tamaño de un balón de rugby y así no llamar la atención. Cuando llegaba al fondo marino recuperaba su tamaño normal. Fijé el tiempo de la travesía en 1997, porque en aquel año mi abuelo todavía estaba embarcado en su expedición marítima, y quizá nos lo podríamos encontrar. Agarré el cuello de la lámpara (que era el mando de control) para avanzar hacia adelante y dije con firmeza: «¡Partimos!». El submarino comenzó estable su trayectoria en el agua marina oscura como la noche.
En este viaje corrimos muchas aventuras. Nos atacó un pulpo gigante y tuvimos que huir a toda velocidad durante una noche. Enseguida descendimos al fondo del mar, activamos el modo camuflaje para simular que éramos una roca. El pulpo iba y venía por encima de nosotros. Sus largos tentáculos llenos de ventosas serpenteaban por la superficie mientras miraba perplejo a su alrededor. Debajo, conteníamos la respiración experimentando el dulzor de la excitación. Más tarde, atravesamos un bosque de coral durante tres noches. Un lugar parecido a un bellísimo santuario. Allí, nos encontramos un submarino encallado. No sabíamos de qué país era, pero nos tomamos la molestia de socorrerlo. Puede que penetrásemos en el fondo marino real, o quizá fuera el submarino de la fantasía de otra persona, tampoco indagamos más allá. También exploramos una fosa marina, en cuya oscuridad nadaba silencioso un mosasaurio prehistórico. Casi nos muerde y, todavía hoy, el recuerdo del sonido de sus dientes afilados al rozar el casco del submarino me pone la piel de gallina. Examiné a través de los ojos de buey las escamas de su cuerpo, deslizantes y brillantes. Parecía hecho de hierro; una verdadera belleza. Asimismo, forjamos una buena amistad con una orca de temperamento amable. Cada vez que nos encontrábamos en una situación de peligro emitíamos una señal y ella, como si de un dios protector se tratase, acudía sin demora para luchar junto a nosotros codo con codo.
Desde que comencé esta fantasía, no dejaba volar tanto mi imaginación durante el día, porque concentraba mi potencia imaginativa para usarla por la noche. Aun así, no atendía mucho en clase, porque constantemente perfeccionaba el diseño del submarino y planeaba nuevas y arriesgadas aventuras. Al volver de la sesión de estudio, después de haber esbozado en ese rato las líneas generales para esa jornada, presionaba la mesa y sentado me sumergía en mi fantasía. La trama se desenvolvía siguiendo mi esquema, pero también podían darse algunos cambios que escapaban a mi control, y ahí es cuando se ponía realmente interesante. Al dormirme, la historia continuaba en mis sueños. El resplandor de los corales y la sombra de las plantas marinas ondulaban en la noche al otro lado de la ventana.
Una noche, mi padre salió a tomar algo con un amigo y, a pesar de que ya era tarde, no había vuelto. Yo estaba muy nervioso, porque si transformaba el segundo piso en un submarino en el fondo del mar, no había previsto en qué podría convertirse el lugar original. Si mi padre subía y abría la puerta, quizá podría encontrarse con un espacio vacío o con las habitaciones llenas de agua de mar. Lo mejor sería esperar. Era pleno invierno y hacía mucho frío para quedarse sentado en la mesa, así que trasladé la sala de control a la cama. El patrón de la almohada presentaba todo tipo de botones. El cabecero era la pantalla de visualización, que, después de activar la visión de rayos X y de iluminación, permitía ver, a través del haz de luz que penetraba en el agua azul oscuro, a los peces nadando y a las piedras y arena del lecho marino. Me tapaba con el edredón tumbado boca abajo, ponía las dos manos a cada lado de la almohada y esperaba para la acción con toda mi energía. Al escuchar a mi padre echar la llave, subir las escaleras y cerrar suavemente la puerta del dormitorio, un sentimiento de felicidad invadió el interior de mi cama. Como un pájaro descansando en su nido o un pez escondido en las profundidades, sentía todo seguro y tranquilo. Por fin llegaba la noche. Con las puertas cerradas, la casa parecía hermética como una dura cáscara de nuez. Todo estaba en absoluta calma tras la ventana. De vez en cuando, se oía algún ladrido lastimoso, como un destello de luz en la oscura superficie del mar. Realmente deseaba quedarme en una noche como esta y no salir jamás de ella. Presioné el botón de encendido y entré en el submarino. Bulbasaur preguntaba: «¿Bulba, Saur?» (¿Cómo llegas tan tarde hoy?). Yo le contestaba, ya hemos esperado suficiente, ¡salgamos! Esa noche navegamos bajo la capa de hielo del océano Ártico, pero al haber olvidado instalar un sistema de calefacción, al día siguiente me desperté constipado.
Un día del penúltimo año de instituto, regresaba a casa emocionado después de mi sesión de repaso porque esa noche íbamos a explorar la Fosa de las Marianas. Llevábamos mucho tiempo preparándonos para este momento, Pikachu tenía unos nervios que no se podía aguantar. Al entrar por la puerta, me encontré a mi padre y a mi madre sentados en el salón, esperándome en silencio. Habían colocado sobre la mesa mi cuaderno abierto en el que había submarinos dibujados en cada página. Sentí que me ardía la cara y me quedé mirando mis notas, incapaz de decir una palabra. Pasado un rato, mi padre comenzó a hablar y dijo: «Tuona, no puedes seguir así». Miré su expresión de preocupación bajo la luz de la lámpara. Por primera vez me di cuenta de que mis padres habían envejecido bastante. Durante estos años que había estado inmerso en el fondo marino no me había fijado nada en ellos. Aquella noche conversaron conmigo durante largo rato, se desahogaron de todas sus preocupaciones de los últimos tiempos. Mi madre lloró. Nunca había visto en mi padre aquella expresión de desesperanza. Esa seria conversación se imponía justamente sobre el momento álgido de mi felicidad. Incluso cuando lo he recordado muchos años más tarde, sigo sintiendo esa sombra en mi corazón, aunque las palabras exactas ya se hayan desdibujado. El examen de acceso a la universidad, conseguir un trabajo, casarme, comprarme una casa, todo eran ideas que siempre habían sobrevolado fuera de mi universo. Desde ese momento, sin embargo, iban cayendo frente a mí, una a una, como abrasadores meteoritos. En aquel preciso instante fui consciente de que aquellas eran las cosas por las que una persona normal debía preocuparse. Y a eso se limitaban sus peticiones: que fuera un poco más normal. En realidad, excepto por el hecho de que me encantara abstraerme y que mis notas de clase no eran muy allá, no había nada inusual en mi comportamiento, pero mis padres podían ver cómo me disociaba de mi cuerpo y sabían perfectamente que no vivía en este mundo. Yo estaba tan ausente que nunca había reparado en mi propia psicología morbosa ni en su sufrimiento. Me había arrojado durante tal cantidad de tiempo a la nada del fondo marino que era la primera vez que saboreaba la preocupación.
Después de dormirme aquella noche, no me metí en el submarino, sino que tuve un montón de sueños de lo más extraño. Todas las escenas oníricas se presentaban distorsionadas, como si fueran grotescas pinturas modernistas.
Al día siguiente intenté concentrarme en clase, pero me di cuenta de que ya no había manera de conseguirlo. Mi mente se dispersaba, no era posible inhibirla. Mirando una grieta de la pared de clase, mi imaginación echaba a volar y pensaba que era un plano de la fosa marina. Absorto frente a un rayo de sol, veía incontables planetas perseguirse entre ellos. Me quedaba embelesado mirando la goma de borrar, porque su olor se parecía al de las aletas del traje neopreno que llevaba puestas cuando cogía perlas en aguas poco profundas. Abría un libro con la intención de leer y me quedaba media hora en blanco observando el nombre de la decena de editores que aparecían en los créditos, conjeturando sobre sus personalidades, su apariencia y sus vidas. Mi mente se desplegaba como una miríada de enredaderas y, de cada una de ellas, surgían innumerables bifurcaciones. Las expansivas ramas se alargaban silenciosamente por la clase anegándolo todo y atrapaban en ellas a todos mis compañeros.
Y así pasaron tres días en los que no navegué en el submarino. Obviamente, podía imaginar un mundo en el que mis padres no se preocupaban por mí en absoluto, y en el que cada noche tripulaba mi submarino con ellos durmiendo en la habitación de al lado, ignorantes de estar acompañándome en mi viaje por el fondo del mar. Pero sus caras demacradas y sus voces exhaustas de aquella noche se habían quedado grabadas en mi cabeza, y me resultaba imposible seguir engañándome de esa forma, a mí mismo y a ellos. En comparación con el examen de acceso a la universidad, ir de expedición a la Fosa de las Marianas era algo realmente insignificante. No podía soportar la idea de disgustarlos más. Tenía que esforzarme por mejorar.
La tercera noche, di con una medida para solucionar la situación, atranqué la puerta y me senté frente al escritorio. Cerré los ojos y concentré todo mi poder imaginativo en mi cerebro. Puntos de luz azul claro se diseminaron alrededor de mi cuerpo como las colas llameantes de las luciérnagas y, enseguida, se precipitaron hacia la parte superior de mi coronilla. Después de un buen rato, convergieron en un gran resplandor de luz celeste que se alzaba desde mi cabeza. Gradualmente se alejó de mí y deambuló por la habitación como si de un fuego fatuo se tratara. Aquel brillante y azulado rayo de luz salió flotando por la ventana. Sentado a la mesa, sentí un relax y una debilidad indescriptible viendo cómo poco a poco se alejaba volando. Al final parecía un cometa elevándose hacia el cielo.
Al despertarme la mañana siguiente cogí un libro y, después de un rato, me sorprendió comprobar que de verdad me enteraba de lo que leía. En clase tampoco tuve problemas para atender, ya no estaba despistado en ninguna de las lecciones, el profesor decía una cosa y yo lo escuchaba, le seguía totalmente y tampoco me quedaba colgado de una palabra que hiciera volar mi imaginación. Durante la clase, pude ignorar todo aquello que me rodeaba. Este tipo de aturdimiento moderado realmente me hacía sentir a gusto. Era como si de repente hubiera escapado de una selva tropical lluviosa y hubiera llegado a una calle donde ya no había esa densa frondosidad, ni esos blandos lodazales, ni loros multicolores ni serpientes sacando sus lenguas bífidas, sino que ahora solo había un suelo firme y un río de gente acelerada. Así que eché una pequeña carrera para alcanzarles.
El último año de instituto avancé a pasos agigantados. Todos los profesores dijeron que había entrado en razón y mis compañeros comentaban a mis espaldas que me habían curado la cabeza. A partir de ahí, no merece mucho la pena comentar nada. Entré en una universidad que no estaba mal, empecé a trabajar en una empresa de marketing y me casé. No volvieron a desplegarse enredaderas en mi mente, que se había convertido en una mente común. Mi poder imaginativo también era ordinario, no diferente del de cualquier otra persona normal. De viaje por un río en una balsa de bambú, el guía que nos acompañaba dijo que la montaña que veíamos era la Montaña de la Cabeza del Tigre, y mi respuesta fue, bueno, se parece algo. Luego señalaba otro lugar como la Cordillera de la Mujer Bella, y yo le reconocí que no la veía, me insistió para que la mirara en horizontal, y yo incliné la cabeza para verla y al final me resigné, bueno, entiendo un poco lo que dices. Y así todo. En el trabajo, a veces, mis clientes y mi jefe me decían que mis propuestas carecían de imaginación. En esos momentos deseaba arrollarles con mi submarino.
En ocasiones también trataba de recrear los mundos de fantasía que había construido en el pasado, pero no servía de nada, lo máximo que conseguía visualizar era un profundo mar azul con el submarino flotando en el centro. Apoyándome en la escasa imaginación que me quedaba, no lograba entrar en él, únicamente podía observarlo desde la distancia. Solo una vez lo logré, una noche en la que había bebido y me dormí plácidamente. En mis sueños, me senté de nuevo frente a la mesa de control mientras Pikachu me empujaba diciendo: «¡Pika, Pika!» (¿Qué te pasa? ¿Qué te tiene distraído?). Bulbasaur añadió: «¡Bulba, Saur!» (¡Salgamos hacia la fosa marina!). Miré la fecha, resulta que aún permanecíamos en el mismo punto del fondo marino en 1999. Todo en el interior del submarino seguía igual que si hubiera apretado el botón de pausa después de la última vez. Mi tripulación no sabía que les había abandonado aquí hacía ya muchos años. Cuando me desperté arrastraba conmigo una profunda melancolía. Fui consciente de que la medida que adopté ese año supuso una fatal negligencia. En aquel momento estaba tan ansioso por liberarme de mi desconcertante imaginación que no había previsto cómo recuperarla. Ahora tenía un plan mejor: visualizar una caja de seguridad, imaginar que mi capacidad de fantasear adquiría la forma de unas cuantas monedas de oro y guardarlas dentro bajo llave. Después, fijar un número secreto que fuera imposible que supiera en el pasado, pero que años más tarde pudiese conocer. Por ejemplo, la fecha en la que me casé o mi número de teléfono en 2022. De este modo, podría volver a saborear de vez en cuando mis viejos sueños e ir de aventura. Si temía que me absorbieran, bastaría con volver a encerrar mi imaginación y fijar una nueva contraseña. En aquel entonces no lo había madurado lo suficiente, pero, al fin y al cabo, era un niño. Ahora era tarde. Probablemente mi imaginación ya había volado hacía tiempo hasta la Vía Láctea y no volvería.
El último día de las vacaciones del Día Nacional, la noche antes de irme de casa, me senté frente al escritorio y pulsé la superficie donde antaño se situaba el panel de control del submarino. No sucedió nada. Cogí la lámpara y mirando por la ventana la luz nocturna me dije a mí mismo: Capitán Chan, listos para zarpar.
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Como se ha mencionado, el texto anterior lo escribió Chen Tuona con treinta años, cuando aún trabaja en la compañía de marketing. Más adelante, fascinado por la pintura, dejó su trabajo para convertirse en artista. Todo el mundo sabe cómo se hizo famoso, no hay necesidad de explicarlo con más detalle. En Rescoldos, las memorias que escribió en sus últimos años, dijo:
«… Después de los cincuenta dejé de pintar y tampoco seguí escribiendo poesía, mucha gente decía que se me había agotado la inspiración. Pero la verdad es que no era así. Mi talento me había abandonado a los dieciséis años y había volado hasta el espacio exterior. Cuando ya era un adulto de mediana edad, empecé a pintar, pero solo porque quería recrear las escenas de mis recuerdos. Y escribía poesía por la misma razón. Lo plasmaba de la manera más fiel posible, sin relación con ninguno de los -ismos que la gente mencionaba. Llegó el día en que había acabado de dibujar todas las imágenes que recordaba de mis sueños, así que no volví a pintar, lo cual me resultó de lo más natural. Una vez tuve talento, uno extremadamente rico y poderoso, pero no encontré la manera de aprovecharlo para ninguna actividad pragmática. Con un talento así, la realidad palidece a su lado. No hay una felicidad más majestuosa que la fantasía. Mi resplandor palideció con dieciséis años. Los llamados éxitos que he conseguido el resto de mi vida apenas son hilillos de humo verdoso que crecieron de los rescoldos de esa llama extinta».
En el último párrafo del texto que dejó antes de su muerte, tras dar instrucciones sobre asuntos de herencia, Chen Tuona escribió: «He pintado una y otra vez un cuadro. En el centro de un fondo azul oscuro, hay una parte con una coloración aún más intensa. Hay gente que dice que parece una hoja, otros que se asemeja a un ojo, o a una ballena en el mar. Todos intentan adivinar la metáfora que se esconde ahí. En realidad, no hay ningún significado oculto: es un submarino. Mi submarino. Viaja por la noche eterna. Siempre, perpetuamente merodeará por el azul oscuro de mis sueños.
En el año 2166 de nuestra era, durante el atardecer de un día de verano, un niño jugaba en la playa. Una ola arrastró hasta la orilla un pequeño bulto de metal gravemente corroído. El niño lo recogió, le echó un vistazo, y después, con una mano, lo volvió a arrojar al mar.
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[1] Las pinturas que se mencionan pertenecen a los conocidos como los «tres grandes artistas rivales»; autores que destacaron por sus pinturas de paisaje y que vivieron entre el período de las Cinco Dinastías y los Diez Reinos y la dinastía Song. Verdor de la noche en la montaña otoñal 《秋山晚翠图》es obra de Guan Tong (906 – 960), Viaje a través de riachuelos y montañas《溪山行旅图》de Fan Kuan (960 -1030) y Los picos del lejano y denso bosque 《茂林远岫图》de Li Cheng (919 – 967).
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Autor: Chen Chuncheng. Traductores: Teresa Tejeda Martín y Tyra Díez. Título: Submarino en la noche. Editorial: Aristas Martínez. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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