El último Delibes
Recuerdo la expectación con que se recibió en las librerías El hereje. Acababa de mudarme a Salamanca cuando la novela comenzó a dejarse ver en los escaparates —recuerdo el de la Víctor Jara, en la calle Meléndez, porque me pillaba de camino a la universidad—, siempre en un lugar de honor y siempre acompañada por algún afiche que reproducía la cara de su autor o indicaba en rótulos de cuerpo generoso que aquél era uno de los títulos más esperados de la temporada, no tanto porque se tratara de una nueva obra de Delibes —había publicado Diario de un jubilado tres años antes— como por la fundada intuición —que él mismo confirmaría al recibir el Premio Nacional de Narrativa— de que iba a ser la última. Unas semanas antes de trasladarme a la meseta había leído La sombra del ciprés es alargada y a lo largo de mi primer trimestre universitario me fui poniendo con El camino y Cinco horas con Mario. El hereje me lo trajeron los Reyes aquel curso y su lectura me acompañó durante el primer periodo de exámenes, por lo que sus páginas se convirtieron en una especie de trinchera en la que me refugiaba para ponerme a salvo de las arideces curriculares que jalonaban el plan de estudios. Todas las noches, tras despachar como podía las obligadas horas de estudio, me tumbaba en la cama para viajar hasta el siglo XVI con Cipriano Salcedo y asistir a su atribulada vida de veleidades protestantes. Sólo en una ocasión había estado yo en Valladolid —una visita fugaz de la que guardaba un par de recuerdos desvaídos: la arboleda del Campo Grande y la oscuridad de una catedral desierta— y de ahí que la novela me abriera las ventanas no de una recreación histórica, sino de una suerte de espacio mítico por el que deambulé durante varios días al ritmo de una prosa que transcurría sin sobresaltos y desvelaba entre líneas aquello que aconsejaban omitir los dictados de la época que resucitaba. Leo ahora que ha pasado ya un cuarto de siglo de aquello y me pregunto adónde habrán ido los días, los meses y los años que quedaron entre medias, cómo es posible que de pronto medie tal distancia entre el joven que leía aquel libro, casi un adolescente todavía, y el adulto que recuerda hoy aquellas inmersiones nocturnas, sus primeras aproximaciones a un Delibes que casi era una figura familiar —había unos cuantos libros suyos en la biblioteca de mis padres, libros cuyos lomos miraba de soslayo cada vez que entraba allí en busca de algún otro volumen y que no abrí hasta el verano de mis vísperas salmantinas— y que está instalado hoy en ese purgatorio al que dicen que van los escritores cuando mueren y que no es otra cosa que el silencio de quien no puede ya firmar tribunas, ni ofrecer entrevistas, ni brindar titulares, y ve su memoria expuesta al capricho de las efemérides o de las editoriales que tengan a bien reeditar sus libros. No sé si se lee mucho a Delibes hoy en día. Quiero creer que sí. Que siempre quedará alguna casa en la que una luz encendida a medianoche le indique el rumbo al bueno de Salcedo, atribulado y confundido en un tiempo poco propicio a las heterodoxias; que de vez en cuando habrá en alguna parte un adolescente que coja un ejemplar de El camino y lo abra y se encuentre de bruces con su frase inicial, tan simple que parece una obviedad, pero cuya simpleza contiene, sin embargo, la explicación que se necesita para comprender absolutamente todos los arcanos de la existencia: «Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así.»
Siempre el Planeta
En los últimos tiempos se ha vuelto tan tradicional como el fallo del Planeta la polémica que acompaña a la ceremonia de entrega del premio, el mejor dotado y quizá el más controvertido de cuantos se entregan en España. Es evidente que cada uno tiene derecho a ofenderse por lo que quiera y cualquier reconocimiento de ese carácter está sujeto a la inevitable crítica, pero me sorprende y me divierte que cada año se repita el mismo ritual, elevado a la categoría de debate público por obra y gracia de unas redes sociales que convierten en causa de discusión general lo que antes no dejaba de ser un mero chascarrillo entre quienes más o menos estaban al tanto de las vicisitudes del gremio. A la expectación que se produce en cuanto se da a conocer el listado de finalistas y los augurios que comienzan a hacerse notar cuando el jurado concede la rueda de prensa previa se sucede la sorpresa o la decepción que acompaña a la lectura del veredicto y la consiguiente rueda de exabruptos y denuestos contra lo que rápidamente, y un año más, se tacha de pantomima o de convención. Por aquí y allá afloran parrafadas que recuerdan a los legos cómo Juan Marsé se dio de baja tras conocer las tripas de la máquina o la ya célebre aseveración de Savater sobre los Reyes Magos, y durante dos o tres días todo se convierte en un intercambio de dimes y diretes en torno a supuestas ofertas o el desvelamiento de las maniobras que llevaron a ganar a tal o cual novela en ediciones anteriores. Mientras unos se indignan, otros se alegran y algunos le otorgan al Planeta el beneficio de la duda, yo me divierto observando ese fenómeno que se repite año tras año, igual que si cada Navidad estuviésemos condenados a descubrir que Melchor, Gaspar y Baltasar son nuestros padres; como aquel chiste de los dos peces que conviven en la misma pecera y que, a causa de la desmemoria que caracteriza a los seres de su especie, se pasan toda la vida presentándose el uno al otro.
Un libro de barrio
Hay una vieja máxima que asegura que sólo lo local es verdaderamente universal, y aunque haya ejemplos abundantes con los que ejemplificar la pertinencia de la observación, no siempre gozan los asuntos deliberadamente inscritos en la periferia del reconocimiento o la aceptación o el eco que se presta a aquellos adornados por una calculada centralidad. Por mucho que Álvaro Cunqueiro acertara a inventarse todos los mundos sin salir de Mondoñedo, o que García Márquez fundase en Macondo un territorio global cuyas raíces se hundían en la tierra que lo había visto nacer, aún se mira con ciertas reticencias todo aquello que gozosamente remite a topónimos y caracteres concretos, reconocibles y alejados de resonancias cosmopolitas, anclados en eso que despectivamente se califica la provincia y a lo que erróneamente se atribuye un pintoresquismo incompatible con la extrapolación a causas globales. Cae en mis manos un libro que abro por las simpatías que me despierta su título y porque su autor, Emilio Gancedo, dio a imprenta hace poco esa pequeña joya que fue Palabras mayores y que tanto sigue maravillando a quienes tienen la buena idea de aventurarse en los testimonios que atesoran sus párrafos. Éste, igual que aquél, viene avalado por Pepitas de Calabaza, se llama Barrio húmedo y consiste en una recopilación de relatos que constituyen en verdad una novela, porque comparten todos ellos un mismo escenario —una ciudad que no se nombra y que es León, un dédalo de calles que tampoco aparecen denominadas más que de forma genérica y que hasta el lector menos avisado identifica con ese recodo laberíntico en el que tantas horas pasamos quienes alguna vez nos dejamos caer por la capital del viejo reino— y nacen de la vocación de explicar su recorrido a través del tiempo, desde la llegada a aquellas latitudes mesetarias de una legión romana hasta este presente rabioso en el que se anegan las conciencias y se diluyen las identidades. Son narraciones breves, encabezada cada una de ellas por el nombre propio de su protagonista, que van del intimismo a la picaresca sin eludir la sátira o el tremendismo y que, a pesar de su exacta localización, podrían suceder en cualquier otra ciudad, en cualquier otro distrito en el que el azar y la necesidad confluyen para construir un nido en el que rechazar las apariencias y dar rienda suelta a los instintos. El gozo de descubrir pausadamente estas historias se parece mucho al que uno experimenta cuando toma un vino en la barra de cualquier tasca del Húmedo mientras la noche va dando comienzo. Las expectativas que se generan ante cada página son idénticas a las que despiertan esas horas que aún tendrán que cumplirse cuando la ciudad duerma y nosotros, vigilantes y osados, tengamos la oportunidad de adentrarnos en sus pliegues más recónditos, en sus penumbras más inconfesables.
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