En el apéndice a su magnífica edición de Rojo y negro, traducida por María Teresa Gallego Urrutia, la editorial Alba incluye el artículo de prensa que inspiró la novela. Stendhal era lector habitual de la Gazette des Tribunaux, periódico sensacionalista que en 1827 relataba del modo más escabroso los crímenes que llegaban a manos de los jueces. El caso del Antoine Berthet, seminarista grenoblés de veinticinco años que asesinó a la madre de los niños de quienes fue preceptor, se publicó el 28 de diciembre.
Desde los tiempos de Stendhal hasta hoy, los sucesos han sido fuente de literatura. Miles de novelas y cuentos se han inspirado en ellos; pero, salvo por circunstancias como las descritas, los sucesos no suelen ocupar espacio en los periódicos nacionales. ¿Por qué…? —me pregunto, mientras hojeo ejemplares atrasados de El País, El Mundo, ABC… que continúan en mi revistero—. Conforme los comparo con la prensa local, advierto que los sucesos forman parte más bien de esta. Quizá se deba a que los grandes periódicos se centran en grandes temas políticos, económicos, sociales… O tal vez a que la proximidad a lo sucedido es hoy el único interés legítimo por conocer hechos morbosos que solo deben interesar a la policía y la justicia.
Sigo pasando páginas de periódicos locales y me detengo en el primer suceso que llama mi atención: en una pequeña ciudad de mi región ha sido detenido un ladrón de joyas rumano. Al leer esta noticia de 2021 observo un parecido con aquella de 1827 que inspiró a Stendhal: los móviles del ladrón, la intencionalidad de sus actos, quedan tan en sombra como las razones de Antoine Berthet para asesinar a la señora Michaud. Parece evidente que esto se debe a que el periodismo se centra en los hechos, mientras el mundo interior —los motivos y las emociones— forman parte de la psicología o de la literatura.
Del ladrón de joyas rumano solo sabemos las siglas de su nombre, F.P., y que se trata de un hombre de pelo y piel morenos cuya altura es 1,70 metros. Este hombre se dedicaba a embaucar ancianas a las que abordaba por la calle. Al parecer, les contaba que su hija iba a casarse y no tenía joyas para lucir junto al traje de novia en el reportaje nupcial. Al borde de las lágrimas, pedía a las ancianas que le prestaran durante una jornada sus collares, pendientes y pulseras. Tras el reportaje se las devolvería. Como imaginará el lector, las ancianas nunca volvían a ver sus joyas, ni tampoco al ladrón.
La identificación y detención de F.P. se produjo del modo más accidental. En una pequeña ciudad de provincias una mujer había pedido ayuda. Estaba siendo amenazada por su marido. Cuando llegaron los agentes, F.P. irrumpió en la escena del delito y comenzó a increpar a los policías, que de inmediato le pidieron la documentación. Al comprobar su identidad, descubrieron que pesaban sobre él varias órdenes de busca y captura.
Del mismo modo que desconocemos por qué Antoine Berthet asesinó a la señora Michaud, ignoramos por qué F.P. robaba a las ancianas, o por qué increpó a los policías… Quizá era amigo del marido maltratador, o tal vez odiaba a las mujeres… En mi imaginación evoco a un hombre maduro, moreno de piel y de pelo, que mira por el ventanuco de una pensión de mala muerte mientras fuma un cigarrillo sin filtro. Tiene los ojos inyectados en sangre. Sobre la cama de la habitación, cubierta por una colcha de los años setenta, hay varias latas de cerveza vacías de la marca blanca de un supermercado.
F.P., a quien llamaré Florin Popescu (el nombre y el apellido los he sacado de internet), contempla desde el ventanuco de la pensión la rambla de una pequeña ciudad de provincias donde desplumará a la siguiente anciana. Todavía es invierno, pero pronto llegará la primavera y el clima es excelente. Por el bulevar observa con envidia a las parejas de novios pasear de la mano, a las familias rodeadas de niños. Todo es bullicio, la gente parece disfrutar pese a que sus sonrisas yacen bajo mascarillas de mil tipos.
Él, en cambio, está solo y, cada vez que se para a pensar, las imágenes de su mujer y de su hija vuelven a su imaginación como las escenas de una película. Ambas sonríen ante un regalo que acaba de traerles, o ante una cena sorpresa que les ha preparado, o ante el anuncio de un viaje a un hotel de playa en régimen de “todo incluido”. Son los años del bum inmobiliario y Florin Popescu no para de trabajar. Es albañil y se dedica a reformar pisos y locales. Recibe de los propietarios fajos de dinero negro que guarda en su armario. Su mujer trabajaba de limpiadora, hasta que la convenció de que lo dejara: con lo que ganaba él les bastaba y sobraba para vivir bien.
Ya no recuerda cuándo empezó todo a desmoronarse, aunque tiene claro que la causa fue la crisis. Allá por 2010 la gente dejó de reformar, todavía quedaban algunos pisos, pero las tiendas en vez de abrir cerraban. En particular, varios propietarios de bares de copas le dejaron a deber millones de pesetas y desaparecieron del mapa sin pagar las reformas. Tuvo broncas con los obreros, que le acusaban de ocultar el dinero que había cobrado y llamaban para amenazarle sin decir el nombre a cualquier hora del día o de la noche. Su mujer y su hija tenían miedo.
Fue entonces cuando empezaron las peleas. Su mujer tuvo que volver a trabajar de limpiadora, él de temporero recogiendo fruta. Volvía a casa los fines de semana agotado, al igual que su mujer. La niña estaba insoportable y amenazaba con marcharse a vivir con el novio. Los vecinos escuchaban gritos constantes hasta que, un buen día, todo terminó. Al volver de la recogida del melocotón, se encontró los roperos vacíos. En el baño que él mismo había reformado con los mejores azulejos ya no había cremas para el cutis ni coloretes. Se había quedado solo en un piso embargado.
Varios años más tarde, un antiguo colega de la construcción con quien tuvo cierta amistad le desveló que las había visto en una pequeña ciudad de Transilvania. Su mujer tenía novio y su hija se había marchado a vivir con un chico que deseaba llevarla con él a los Estados Unidos para vivir mejor.
Cuando la ansiedad lo invadía el único modo de calmarla era beber cervezas de marca blanca del supermercado. Hasta que, pensando en su hija, se le ocurrió escenificar la tristeza que sentía. Le contó a la primera anciana el cuento de que se casaba y que él, como padrino de boda, no podía comprarle joyas a causa de la crisis. Lloraba como el actor de una pésima comedia; pero, al mismo tiempo, lloraba de veras. La suya era una interpretación verídica que lo liberaba de su dolor.
Con el dinero de las primeras joyas cogió el autobús y alquiló por primera vez una habitación en otra ciudad. En la pensión no lo conocía nadie, y mientras pagara por adelantado no le hacían preguntas. Hasta que una noche, después de varios años delinquiendo y vagabundeando por España, estaba fumando un cigarrillo sin filtro en el balcón de una pensión y escucho gritos en la calle. Los profería una mujer con una maleta en la mano que abandonaba el domicilio conyugal. Su marido le impedía salir de casa. Florin Popescu decidió bajar y decirle a la mujer de la calle todo lo que nunca pudo decirle a la suya. Decidió continuar con su interpretación verídica. Con tan mala suerte que lo pilló la policía y le pidió la documentación.
Ese día, o más bien al siguiente, cuando la noticia apareció en el periódico, F.P. se convirtió en Florin Popescu, uno de los miles y miles de sucesores de Julien Sorel.
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