Hay actrices que pudieron ser estrellas —Frances Farmer, Gail Russell, Veronica Lake…—, pero su estigma acabó pesando más que su fulgor. En una apreciación superficial, suele decirse que defraudaron las expectativas que despertaron en los comienzos de su filmografía. Pero lo cierto es que la maldición, que ya obraba en ellas cuando despuntaban entre aplausos, acabó pudiendo más que los buenos augurios. Sue Lyon fue una de ellas. Pasó por la vida sombría y majestuosa, como son esas mujeres en que la fatalidad se mezcla con la belleza.
La suerte llamó a su puerta el 13 de diciembre de 1953. Aquella noche, apenas la vio Stanley Kubrick incorporando a la Laurie de Alien Love, una ficción de cortometraje dirigida por el gran Rudolph Maté e incluida en Letter to Loretta —el show de la maravillosa Loretta Young—, el maestro vio en Sue Lyon —aún Suelynn— a la “nínfula” que había imaginado mientras leía Lolita (1955), la célebre y siempre polémica novela de Vladimir Nabokov. El propio novelista vio en la entonces incipiente actriz —sólo tenía trece primaveras— la encarnación de la muchacha para la que había acuñado un término —“nínfula”— y un nombre —Lolita— que, a partir de entonces, habría de definir a las adolescentes que despiertan la libido de los adultos en la cultura popular. El tema, además de estar siempre en la linde del código penal, puede llegar a ser tan obsceno como se considera la sexualidad de los ancianos. Obscenidad, dicho sea de paso, a la que toca muy de cerca.
En cualquier caso, a Hollywood no le gustan las chicas que interrumpen la lectura de los profesores al mover con su cintura el hula hoop, tal que hacía Sue a Humbert Humbert (James Mason) en una secuencia memorable de la adaptación de Lolita que Kubrick estrenó en 1962. De una u otra manera, el papel que lanzó a la finada al estrellato también fue el que la condenó, como esos miserables que llaman “zorras” a las chicas que les excitan. Tengo la sensación de que si Sue Lyon hubiera alcanzado el estrellato con cintas tan inocuas como las alegres comedias de playa que protagonizaban por aquellos años Frankie Avalon y Annette Funicello, su suerte habría sido muy distinta. Por no hablar de las severas depresiones que venía sufriendo desde que era una modelo adolescente.
Aunque abominó en numerosas ocasiones de Lolita —“era neurótica, patética, sólo pensaba en sí misma”— y el mismo Kubrick la mató en la última secuencia que le dedicó, retratándola embarazada de un marido que no la merece, que la ha condenado a unas tareas del hogar que la superan, Sue Lyon nunca consiguió librarse de aquel personaje. En cierto sentido, fue a repetirlo con John Huston en La noche de la iguana (1963). Entre las procacidades de Charlotte Goodall, su papel de entonces, destaca su baño en las aguas mejicanas junto al reverendo Lawrence Shannon (Richard Burton).
Mucho más comedida fue su creación de la Emma Clark de Siete mujeres (John Ford, 1963). Mientras rodaba para el maestro cumplió veinte años. Su suerte ya estaba echada. El resto de su filmografía fueron personajes de reparto como la Diana Pines de Hampa dorada (Gordon Douglas, 1967), telefilmes y cintas menores, cada vez más irrelevantes.
En paralelo, las tragedias que asolaban su experiencia personal comenzaban a ser tan frecuentes como sus depresiones. Casada con el fotógrafo afroamericano Roland Harrison, pudo comprobar cómo seguía vigente el Hollywood que tenía uno de sus pilares en esa loa al Ku Klux Klan que es El nacimiento de una nación (D. W. Griffith, 1915), uno de sus orgullos en esa visión romántica de la esclavitud que propone Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) y una fuente de inspiración constante en el único país del mundo que ha ido a la guerra por defender la esclavitud y luchó por ella, literalmente, hasta el último hombre: los Estados Confederados de América.
Instalada en España huyendo del secular racismo de Hollywood y su país, entre nosotros Sue Lyon tampoco pudo librarse de Lolita. No fue baladí que Eloy de la Iglesia la eligiese a ella para protagonizar Una gota de sangre para morir amando (1973), una suerte de reinterpretación del universo de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971). Tarot (1973), un thriller de José María Forqué, puso punto final a la etapa española de la actriz.
De vuelta a casa, separada de Harrison, mientras visitaba a un amigo en una penitenciaría de Colorado, se enamoró de Gary Cotton Anderson. Aquel preso, recluso por robo y asesinato, fue su tercer marido. La cosa duró apenas un año (1973-1974), hasta que él volvió a la cárcel por un nuevo atraco. Casi siempre en subproductos, la filmografía de la nínfula se prolongó hasta 1980.
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