Como hoy mismo, que me vuelvo a encontrar con este libro en la preciosa edición ilustrada por los lápices y acuarelas de Pogàny, hace tiempo, cuando leía por enésima vez el Rubaiyat, me preguntaba qué significaba soñar con alfareros. ¿Y con pedazos rotos de vasijas bajo la arena de los desiertos? ¿Y con cuencos que bajo las fuentes nos miran con ateridos ojos de doncellas? Me hacía esa pregunta porque, leyendo a Omar Jayam, uno no puede evitar darse de bruces con esta tremenda realidad: todo barro es un muerto. Toda pieza de alfarería fue en otro tiempo la madre o el hijo de alguien. Y por eso es por completo inevitable que, en una fiesta multitudinaria o en una cena oficial, alguien nos hable de esa gente elegantemente vestida que, en los grandes banquetes celebrados en mansiones y castillos, gritan o se levantan de un salto al escuchar, en el gorgoteo de una copa o en el chirriar de la cuchara contra el fondo de un plato, la voz de un padre ausente o una tía difunta.
Jayam así lo reconoció, una mañana que paseaba por el zoco de Nishapur:
Al alfarero vi de mañana en la plaza
mientras le daba forma a la húmeda arcilla.
En su lengua olvidada le pedía en susurros:
“¡Con suavidad, hermano, que fui tu semejante!”
Omar Jayam nació en el año 1048, en Jorasán. Su padre fabricaba tiendas de campaña hechas con pelo de camello. Omar se familiarizó muy pronto con todas esas cosas que, habiendo estado vivas, ahora tenían una segunda existencia de cosas muertas. El camello que había llevado, solemne, al hombre por el desierto era ahora una casita portátil que en esos mismos desiertos protegía a otros hombres del terrible sol. Después los hombres morían, sus cuerpos eran devueltos a la tierra, la tierra los fundía con los de otros muertos, el alfarero volvía a recogerlos y los mezclaba en el agua que había sido el sudor y el llanto de princesas y esclavos, el borracho y el sátrapa bebían de aquella copa que era al mismo tiempo cantor, mercader, heredero de reinos y ahora, también, poema. Los rubaiyat —formas métricas que por brevedad y propósito pueden recordar al haiku— son para Jayam amplios jardines separados en parcelas con su particular floresta de mutiladas orejas, manos, lenguas que todavía entonan la dicha fortuita y pasajera de ser hombre.
Ya este cuenco de arcilla llevé luego a la boca
en busca del saber secreto de la vida,
y al tiempo que bebía, el barro murmuró:
“¡Mientras alientes, bebe! ¡No regresan los muertos!”
Quizá no regresan, pero, de una manera inesperada, todo el mundo es un resucitado. ¿De quién fueron ojos las rosas del enamorado y de la parturienta, y de la enferma que dormita junto al jarrón todo labios en el frío hospital? Jayam escribía rodeado de hombres temerosos en un mundo de reparos. “Dicen: no es musulmán quien fabrica tinajas. Y tú, ¿qué dices del que fabrica calabazas?” Siglos más tarde, aquel maravilloso Ramón que al teatro sólo acudía a admirar la extraña vida de los telones lo escribió de otra forma: “El que nos trajo los ángeles es tan importante como el que nos trajo las gallinas”. Rubaiyat-haiku: ¿sombras de greguería?
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Autor: Omar Jayam (en la versión de Edward Fitzgerald). Traducción: Victoria León. Ilustraciones: Willy Pogàny. Título: Rubaiyat. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus libros, Amazon y Casa del Libro.
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