Una de las secuencias más conmovedoras de Los 400 golpes (François Truffaut, 1959) es aquella en que los colegiales se pasan de un pupitre a otro la fotografía de una pin-up, que acaba en manos de Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), el alter ego del realizador. El gran Truffaut es uno de los cineastas más románticos, no sólo porque todas sus películas —incluso los dramas criminales como La novia vestía de negro (1968) o La sirena del Mississippi (1969)— son historias de amor, también porque su filmografía es pródiga en esos apuntes del natural. “Del natural”, sí señor, porque es a la biología misma a lo que acaban por aludir.
Hace apenas unos meses, en una visita a Enrique Herreros —productor, distribuidor, exhibidor… toda una institución en el cine español—, fascinado ante la impresionante colección de fotografías que le muestran junto a los grandes de la pantalla mundial en la decoración de su despacho, quise saber más sobre una instantánea en la que aparece junto a Sylvia Kristel. La recordó como a una buena amiga, a la que conoció en 1978 y con la que voló a través de medio mundo un año después. Hasta entonces me creía que, ya en el olvido, a la musa más dulce del destape de mi adolescencia la mató el tabaco: desde los once abriles era una fumadora empedernida de rubio sin emboquillar. O si no, la cocaína, el vicio que, económicamente, la arruinó. Herreros me comentó que la ginebra fue peor. Siempre llevaba una petaca de gin en el bolso y, lo más sorprendente, por mucho que durase el vuelo, nunca iba al servicio. Al punto, lo que hasta entonces me parecía una cantinela de los actores cansados de repetir el mismo papel, se convirtió en el peligro que puede guardar para una persona verse asociada a un personaje interpretado en su actividad profesional.
En efecto, la maravillosa Sylvia Kristel no iba al baño por esa célebre secuencia de Emmanuelle (Just Jaeckin, 1974) en que la ínclita tiene un encuentro furtivo con otro pasajero, que empuja contra ella en un lavabo. Hubo algún canalla que se creyó que aquello era verdad e intentó hacer lo mismo en el primer avión en que se la encontró. Doy fe de que la admiración que le profesaba la tropa, en el cuartel donde yo serví en el verano del 78, no tenía nada que ver con el ultraje aquel. Recortaban sus fotografías de una revista francesa llamada Lui —de vida breve en España— y las pegaban en la taquilla con la misma devoción que el Roy Bean de William Wyler —El forastero (1940)— y John Huston —El juez de la horca (1972)—, la única ley al oeste del río Pecos, atesoraban sus recuerdos de Lily Langtry. Soldados sin novia, para nosotros Sylvia Kristel fue nuestra Lili Marlene.
Pero cumple dejar constancia, ella misma lo decía, de que muchos de los hombres que pasaron por su vida, de aquellos para los que fue mucho más que una dulce imagen de su educación sentimental, fueron perversos con ella. Tan proclive a los amores destructivos como Billie Holiday, puede que esa fuese la peor de sus adicciones. Según recordaba la propia Sylvia en sus memorias de título elocuente, Desnuda (2006), sólo tenía nueve años cuando el primer rufián abusó de ella. Fue un huésped del hotel propiedad de sus padres en Utrecht (Países Bajos), su ciudad natal en 1952. Pero el gran drama de su infancia le vino dado cuando su padre abandonó su casa para ir tras otra mujer. De entonces le quedó una enfermiza predisposición de búsqueda de la figura paterna en sus amantes que fue fatal para ella. Así, su primer marido, el belga Hugo Klaus —uno de los grandes novelistas del Flandes de la época— era veinticuatro años mayor que ella.
Tras un primer empleo como secretaria, tardó en despuntar como modelo lo que tardó en ganar los primeros concursos de belleza televisivos. Apenas tenía veinte años. Por aquel tiempo el sexo se negaba, se escondía, se daba por sobreentendido… La revolución sexual, tanto en España como en el resto de los países occidentales, estaba en ciernes o por hacer. De modo que el softcore —que nunca iba más allá de los desnudos femeninos, aunque los mojigatos que querían prohibirlo lo llamaban “porno”, que en realidad sólo lo es el hardcore, donde se muestra el sexo explícito— era un género en boga en la cartelera internacional. Marisa Berenson, como tantas otras musas de aquella queridísima pantalla, ha dicho que sus desnudos constituyeron poco menos que un acto revolucionario, y es verdad. Todas aquellas actrices del destape fueron auténticas heroínas de la revolución sexual. Entre todas ellas, la gran Sylvia fue algo así como esa mujer —encarnación de la libertad, también en topless— que avanza entre una pila de cadáveres, con la enseña francesa en la diestra y el fusil en la siniestra, en La libertad guiando al pueblo (1830), el más célebre óleo de Eugène Delacroix.
Alegorías aparte, Emmanuelle, la cinta que convirtió en uno de los grandes mitos eróticos del amado siglo XX a Sylvia Kristel, cinematográficamente hablando no es una buena película. Concebida, al igual que la novela original de Emmanuelle Arsan, como una guía para la liberación sexual de los “reprimidos” —que se llamaba entonces a aquellos para quienes el sexo era pecado—, se pierde en su didactismo y en su estética publicitaria. Eso sí, como fenómeno de masas no tiene parangón. En París permaneció más de una década en la misma sala de los Campos Elíseos donde se estrenó. A España no llegó hasta 1978, ya desaparecida la censura cinematográfica. Ahora bien, desde que se empezó a saber de ella en el tardofranquismo, los cines de Perpiñán se llenaban de espectadores españoles dispuestos a dar cuenta de los encantos de Sylvia Kristel. Se calcula que, sólo en salas de cine, Emmanuelle fue vista por unos trescientos millones de espectadores. Así las cosas, su protagonista, etérea, frágil, delicadísima, más cerca de esas mujeres de las que nos habla Edgar Allan Poe que de las exuberancias del común de las starlets y pin-ups, se convirtió en uno de los grandes iconos de la mitología masculina de la época. Hasta la música, una sencilla melodía de Pierre Bachelet, pasó a ser la banda sonora de los bailes más sensuales.
Salvo lo que le pagasen por Emmanuelle, que desde luego no se correspondió con el dinero que dio la película, la actriz sacó muy poco de tanta dicha. Además de en las consabidas secuelas —Emmanuelle 2: La antivirgen (Francis Giacobetti, 1975), Adiós, Emmanuelle (François Leterrier, 1977) y el largo etcétera—, su filmografía prosiguió en títulos de erotómanos como Roger Vadim (La esposa fiel, 1976) o Walerian Borowczyk (Una mujer de la vida,1976). Mas el encasillamiento ya era absoluto. En sus últimos días, ya en la ruina, cuando sólo le pedía a la vida el dinero suficiente para poder pagar los recibos y poder dejar un buen recuerdo a su hijo, solía señalar que también protagonizó para Claude Chabrol Alicia o la última fuga (1977). Pero Sylvia Kristel ya estaba asociada inexorablemente a Emmanuelle. Instalada en su residencia de la Costa Azul, cuando no ejercía de mito erótico bebía.
Del alcohol pasó a la cocaína cuando, ya con su segundo marido, el actor Ian McShane, se instaló en Los Angeles. “Era una supervitamina, una sustancia muy de moda, sin peligro, pero cara, mucho más excitante que ahogarse en alcohol, un combustible necesario para mantener el ritmo”. Acabaría por descubrir que la supuesta inocuidad del clorhidrato de cocaína, como casi todo en su mundo, también era una ficción. Para empezar, fue la coca lo que la arruinó. Sin ir más lejos, vendió los derechos que tenía sobre algunas secuelas de Emmanuelle a su agente. El pago fue una cantidad irrisoria para el dinero que aún habría de dar aquel mito. Pero bastó, eso sí, para comprar unos gramos en una urgencia.
De regreso a Europa, volvió a colaborar con Jaeckin incorporando a Lady Constance Chatterley en El amante de Lady Chatterley (1981), liviana adaptación de la novela homónima de D. H. Lawrence. Alucinada por la coca, como todos los que creyeron que era inocua en los años 80, la gran Sylvia ya estaba también inexorablemente maldita. Su estigma fue el encasillamiento en el personaje que la convirtió en un mito. Todo lo más que consiguió alejarse de Emmanuelle fue recreando a Mata Hari en la cinta que dedicó a esta espía neerlandesa Curtis Harrington en 1985.
Su filmografía se prolongó hasta comienzos de siglo, aunque casi siempre en las dos pantallas de su país. Cuando el sexo dejó de ser ese pecado que fue con anterioridad a su revolución, sus heroínas cayeron en el olvido. De la maravillosa Sylvia Kristel nunca más se volvió a saber. Hasta que con la publicación de las memorias salieron a la luz sus problemas para pagar los recibos. Quienes la entrevistaron entonces se quedaron sorprendidos ante el recato de su atuendo. Renegaba de Emmanuelle. No fue ése el caso de sus más sinceros admiradores de los años 70. Aquellos aprendices de hombres, ya de vuelta de los juegos galantes, después de haber conocido —y con creces— el único pago de la hombría —eso que es muy cortito, pero que si te lo da la mujer que quieres es lo mejor del mundo— ya son unos ancianos. Pero quienes la adoraron en los 70 aún conservan en lo más íntimo de su ser el más dulce de los recuerdos de la gran Sylvia Kristel, su maravillosa Emmanuelle y su maliciosa sonrisa. Volvieron a verla en su sillón de mimbre cuando el diecisiete de octubre de 2012 pasó a mejor vida.
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