A Sylvia Plath le ocurrió lo que a casi todas; que de tantas mujeres que quería ser, no supo cuál de ellas escoger. Pasó su corta vida debatiéndose entre Sylvias excluyentes pero irrenunciables y quiso siempre perfectas, a todas las Sylvias que fue.
Hubo más demonios rasgándole el ánimo, algunos ni siquiera propios, hasta que un buen día todas las Sylvias se juntaron en una: la que metió la cabeza en el horno y abrió la espita. Hacía cuatro meses que había cumplido los 30, era el 11 de febrero de 1963.
Su falta de equilibrio se ha atribuido en gran medida a la temprana muerte del padre y a la infidelidad del marido. Hay otra teoría menos paternalista que asegura que, ahora, a Sylvia Plath se la hubiese tratado una bipolaridad. Pero a estas alturas todo es conjeturar.
Esta poeta y novelista estadounidense heredó de su madre la urgencia por casarse y la convicción de que el camino hacia una buena vida pasaba por no superar al marido. En sus diarios escribe: “Si solo uno de nosotros puede triunfar, prefiero que sea Ted: por eso pude casarme con él porque sabía que es mejor poeta que yo y que nunca tendría que moderar mi talento”. Ted es el poeta Ted Hughes. Según The Times, uno de los cinco mejores escritores británicos de su generación. Quede dicho que ni esta clasificación ni el convencimiento de la misma Plath implican que, efectivamente, Hughes fuese mejor. No quiero que de este párrafo quede esa impresión. Hay voces que opinan que no.
Lo que sí es incuestionable es que ella jamás contó, en vida, con el reconocimiento que él disfrutó. “Lo peor de todo es que me compadezco tanto a mí misma que me preocupa sentir envidia de Ted”. Después de despuntar muy, muy joven, se encuentra ante un páramo desolador: ella escribe pero le cuesta publicar, con la angustia de constatar que tu carrera parece ir hacia atrás. “…estoy verde de envidia —los ojos inyectados en sangre, echo espuma por la boca— después de leer a las seis poetas seleccionadas como “las nuevas poetas de Gran Bretaña y Estados Unidos”: todas insulsas, pomposas, menos May Swenson y Adrienne Rich. En cualquier caso, ninguna otra es mejor que yo ni tiene más obra publicada.”
Plath, sin embargo, no dejó jamás de intentar arrancar de ella lo que sabía que había. Intentó aislarse de la frustración y mantenerse en un estado interior estoico, decía, limitarse a trabajar y esperar. Una idea tan práctica como alejada de alguien que quería ser tantas distintas Plath. “Solo que tengo que escribir y esta semana ya me siento angustiada porque no he escrito nada últimamente. La Novela se ha convertido en una idea tan grande que me da pánico”. Pánico e impotencia. Y la insatisfacción crónica de quien idealiza aquel lugar justo donde no está.
Porque Sylvia se debatió, desde muy joven, entre dos imágenes idealizadas de ella misma. La creadora, libre, al margen de convencionalismos que quería ser (“he dejado atrás la moral convencional […] no tengo más dios que el sol”) y la joven esposa y madre, acompañada y protegida de la intemperie de la soledad. Fue un poco de cada. Y al final, el tener y el no tener todo iba echándole encima el techo de los días, cada día: “Terminé el cuento sobre la mamá, que en realidad es un simple relato de fantasías simbólicas y espantosas. Pero esta mañana, cuando me esforzaba por salir de mi letargo, limpiar de una vez las montañas de ropa y lavarme el pelo, me he quedado sobrecogida al ver que en uno de los casos clínicos de Jung hay algunos que confirman ciertas imágenes de mi cuento.”
La primera vez que Sylvia intentó matarse era apenas mayor de edad. Fue ingiriendo pastillas. La encontró su hermano en el sótano de la casa familiar, semiinconsciente, después de estar buscándola dos días. Volvió al trabajo. A su escritura y a sus clases. Al menos en la medida en que su dolencia se lo permitía. No hubo nada de romántico o literario, al parecer, en su enfermedad mental: “Cuando estás loca, estás ocupada en estar loca… todo el tiempo… Yo cuando estaba loca, era solo eso, una loca”. Así eran las cosas para Sylvia Plath.
Admiraba mucho a otra gran sufridora que luchó, como ella pero antes, contra el rechazo editorial y la depresión: “Siento que mi vida está unida a la suya de algún modo. Me encanta Woolf […]. Pero en el verano negro de 1953 yo sentí que estaba replicando su suicidio. Solo que yo sería incapaz de meterme en un río y ahogarme”. Woolf, Virginia Woolf.
En 1955 obtiene una beca y deja EE.UU. Se va a Cambridge, Inglaterra. Allí conoce al que, después de varios intentos con otros, será su marido. Tuvieron dos hijos, Frieda y Nick. Después de parir al segundo, ya no duraron mucho más juntos. Hughes no era un hombre fiel y Plath no era una mujer estable. Cuando él la abandonó para irse a vivir con su amante, la también poeta Assia Wevill, Sylvia se trasladó de casa con sus dos hijos. El día en el que decidió dejar el mundo les preparó primero el desayuno. El mayor tenía tres años y el pequeño uno.
“En cuanto el precioso líquido del amor se derrama, te quedas seca. Seca y vacía”.
Es imposible saber hasta qué punto la infidelidad fue determinante, qué nivel de fuerza aplicó a la ya conocida inercia de Sylvia Plath a matarse.
“Morir es un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente bien
Tan bien, que parece un infierno.
Tan bien, que parece de verdad.
Supongo que cabría hablar de vocación.”
El arpa dormida forma parte de Ariel, el último poemario de Sylvia Plath. La espléndida exhalación final de una suicida profesional.
Autor: Sylvia Plath. Título: Diarios completos. Editorial: Alba Editorial. Venta: Amazon y FNAC
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