He escrito alguna vez, me parece, que a Europa no la liquidará el terrorismo, ni la inmigración, ni los desastres naturales. Le dará el tiro de gracia el turismo de masas descontrolado que arroja, sobre ciudades hechas para otra clase de vida, a decenas de miles de personas –incluidos ustedes y yo– que como plaga de langosta lo arrasan todo a su paso, vomitados a diario por cruceros, transportes colectivos y viajes aéreos baratos. Es lo que hay y habrá en el futuro, y no queda sino asumirlo como es. Antes sólo ocurría en ciudades emblemáticas como París, Roma o Venecia, pero ya nada escapa la marabunta: Lisboa es cada vez menos antigua y señorial, el centro de Madrid se vuelve intransitable, y Sevilla es un delirio callejero donde cada comercio tradicional que cierra, y cada vez son más, reabre en forma de restaurante para guiris, tienda de recuerdos o bar de copas.
Pienso en eso paseando por mis lugares habituales de esa ciudad, Sevilla. Pocas me producen tanta felicidad, aún más intensa ahora por sus calles que huelen a azahar y a primavera. El Ayuntamiento, que tantos disparates perpetra y permite, se ha cargado mi apostadero de siempre al prohibir los veladores en La Campana, esquina a Sierpes; pero todavía me quedan sitios donde ir desde el hotel Colón, que es mi casa: desayuno en Las Piletas, librería San Pablo, Becerra, El Rinconcillo, Robles, Casa Román. Y por supuesto, Las Teresas: la joya de mi corazón sevillano. Entro, como siempre, igual que a una iglesia; santiguándome por el milagro de que todo siga igual en esa vieja y querida esquina mágica de Santa Cruz, entre fotos de vírgenes y toreros, tapas en la barra, turistas y sobre todo sevillanos de verdad, vecinos, matrimonios que todavía vienen paseando tranquilos para tomarse aquí el aperitivo. Mientras lugares como éste sobrevivan, me digo, hay esperanza.
En sitios así me encanta tender la oreja, escuchar conversaciones y observar a la gente. De ese modo, mientras despacho unas papas aliñadas y una manzanilla, registro a mi izquierda el diálogo de dos anglosajones corpulentos, grandes como armarios y algo puestos en copas, con los camareros del otro lado de la barra. «¿Tú, de Espania?», pregunta uno de los guiris; a lo que el camarero, muy torero y metido en guasa, responde: «De donde yo soy es de Marchena». Vacila el anglo y dice «Drink, drink». Entonces el camarero señala a otro y apunta: «Aquí el que habla idiomas es mi colega, que es moro». Y el segundo camarero, que es moro de verdad, se dirige al turista en inglés y francés impecables, recita de corrido en ambas lenguas la lista de bebidas y tapas, que le lleva minuto y medio, y se lo queda mirando. Entonces el armario, con la expresión de una vaca rumiando o un sargento de marines mascando chicle –que son idénticas–, parpadea y dice: «Vino». Tras lo cual, volviéndose hacia el otro camarero, el de Marchena dice: «Acabas de salvar el negocio, compadre».
Pero lo más divertido lo tengo a la derecha, donde mientras una pareja rubia y joven, de franceses, despacha una ración de jamón y unas cervezas, a su lado viene a situarse uno de esos matrimonios sevillanos de toda la vida, vestidos para salir, corbata él, de peluquería ella. Sin que tengan que pedirlo, a los recién llegados les sirven lo de siempre, unos finos y tapita de jamón, y en el acto pegan la hebra con los gabachos como si los conocieran también de toda la vida, con esa naturalidad que sólo es posible en Andalucía. Y la señora, con el mismo desparpajo que si estuviera en la plaza charlando con una vecina, empieza preguntándoles cómo está el jamón, y luego si les gusta Sevilla; y después interviene el marido para contarles que hizo la mili en Ceuta y que allí aprendió cinco palabras en francés, y se las dice todas: oui, non, bonjour, bonsoir y comantalevú. Y a los cinco minutos están hablándoles de su hija menor, que estudia Magisterio, y del hijo que es abogado en Madrid, y de la nuera, que les ha salido buena chica. Y los franceses asienten entre amistosos y desconcertados, porque todo eso se lo están contando en español y ellos no hablan una palabra del idioma. Y al fin, tras media hora de tertulia unilateral, al despedirse con calurosa efusión como si ya se conocieran de hace años, dice la señora: «Ah. Y no se vayan sin ir a Triana». Después el matrimonio paga su consumición, saluda a los camareros y se marcha del brazo, mientras el francés y la francesa –que no han abierto la boca en todo el rato– se miran, desconcertados. Y luego, obedientes, buenos chicos, despliegan sobre el mostrador manchado de vino un plano de la ciudad y se ponen con el dedo a buscar Triana.
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Publicado el 20 de mayo de 2018 en XL Semanal.
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