Nunca, en ninguna otra ocasión, una introducción, así como las notas añadidas al final de la obra, fueron tan necesarias. Sin las mismas, la novela no sería entendida en su totalidad y sobre ella caerían los rigores del tiempo. El exhaustivo trabajo corre a cargo de un experto en la materia, el profesor y escritor gallego José Colmeiro, conocido internacionalmente por sus aportaciones de carácter científico sobre materias como la novela policiaca, sacando, en su día, del olvido a autores como García Pavón, así como por sus conversaciones con el propio Vázquez Montalbán.
En la muestra del manuscrito original que, con muy buen criterio, se plasma en el anexo final del libro póstumo, redactada a mano por el propio Vázquez Montalbán, se indica que la novela había sido escrita con la intención de ser enviada al Premio Biblioteca Breve. Por aquellas fechas, en los primeros años de la década de los sesenta del siglo XX, habían obtenido este reconocido galardón, sucesivamente, autores como Caballero Bonald, Mario Vargas Llosa, Vicente Leñero, Cabrera Infante y su amigo del alma Juan Marsé, con Últimas tardes con Teresa, la novela del Pijoaparte.
Esa es, de entrada, una circunstancia nada baladí que nos habla, de un lado, de la ambición de Vázquez Montalbán, desde su primera salida a la escena como escritor, por conseguir metas muy altas para su edad, y, por otra parte, del prestigio de ese galardón, al menos, en sus primeros años, cuando Carlos Barral llevaba la voz cantante.
La novela, así configurada, no deja de ser una curiosidad, una rara avis, para los habituales lectores del autor de Galíndez y, al mismo tiempo, un valioso banco de pruebas para los distintos investigadores y estudiosos de su obra repartidos por todo el mundo.
La acción de la obra, aunque no es el típico libro en donde hay un excesivo movimiento, sino que se halla anclado, más bien, en un motor generador de ideas, con un evidente tono culturalista, ideológico y filosófico —entre las decenas de cineastas, científicos, artistas plásticos, políticos, filósofos, cantantes y autores citados, que van desde Herbert Spencer hasta Bertolt Brecht, pasando por Gauguin, Léo Ferré, Villon, Blas de Otero, Cervantes, Gil de Biedma, etc., Sartre, por razones obvias, se lleva la palma— se sitúa en un país nórdico, no identificado, de ahí el nombre tan resultón del protagonista. ¿Nórdico? En ocasiones, el subconsciente traiciona a nuestro autor al presentar estampas que de ninguna manera encajan en una sociedad nórdica, como cuando observamos el detalle, casi de estampa rural del sur de España, de un niño, con poca pinta de sueco, que regresa de la fuente con un cántaro de arcilla oscura rezumante de agua. Puro sabor andaluz.
La novela, además, está repleta de frases en clave en las que se retrata, cabalmente, la España de finales de los cincuenta y de los primeros años de los sesenta, durante una época en la que las esperanzas de recuperar la democracia comenzaban a desvanecerse. Se aprecia un cansancio, un hastío, lo que después, durante la transición, se conocerá como el desencanto, con la presencia de frases del tono siguiente: “Todos somos una mierda, pero hemos aceptado alguna vez que unos cuantos no lo son”. O bien, “esto se hunde”, como nos advierte otro desilusionado personaje. Aunque lo que se hunde no es precisamente el Régimen, sino las ganas y el empeño de luchar contra él. Son, pues, frases un tanto enigmáticas —Colmeiro, con todo detalle, las explica al final del libro— las que van apareciendo en cualquier parte de la obra y que nos conducen a ese delicado instante histórico en donde tantos activistas arrojaron la toalla: “El octubre de siempre. ¿Recuerdas? Siempre iba a ser en octubre. Tal vez los años ya no tengan octubre. Por eso no pasa nada”.
La autocrítica, propia de la ideología marxista, es, asimismo, uno de los reconocidos ingredientes de estos Papeles. Autocrítica por no haber sabido explicarse mejor, por haber empleado un lenguaje demasiado abstracto, por haber creído “en un puñado de sentidos falsos”. Y añade: “No he conocido a ninguno de esos héroes capaz de reconocerse en el fondo un pobre hombre”.
El Vázquez Montalbán más fino emerge cuando se parodia el típico y tópico lenguaje de nuestros políticos del franquismo. El contexto hay que situarlo durante la inauguración de una feria de muestras que, imaginamos, se ubica en el corazón de Barcelona, como era habitual por aquellos años. Ese lenguaje engolado e insustancial, repleto de vítores a los logros del Régimen a base de frases hechas: “La feria, dijo, es un exponente de una voluntad de superación”.
El consciente esquematismo de la novela —incluidos los diálogos, que unos años antes ya se habían observado en obras como Nuevas amistades, de Juan García Hortelano— obliga a que los personajes carezcan de profundidad y deambulen por estas páginas como sombras fugitivas. Es lo que hay. O, acaso, lo que se llevaba por entonces: el héroe sin atributos. Ni siquiera Admunsen llega a entusiasmar a un lector exigente. La excepción a esta regla podría ser Berta, que tiene un novio australiano por correspondencia —otra de las bromas de Vázquez Montalbán—, chica creativa, independiente, moderna.
Por lo demás, en un libro firmado por Vázquez Montalbán no podían faltar, de ninguna manera, los besos con un remoto sabor a pimiento y sardina; es decir, el detalle gastronómico, la obligada incursión en el mundo del comercio y del bebercio, que después será fundamental en su serie protagonizada por Carvalho. Así, para simplificar, una de las recetas que aparecen en estos Papeles consiste en hervir arroz con un grano de ajo y una ramita de perejil; se pasa por el escurridor, se rocía con agua fría y después se mezcla con el aceite en donde, previamente, se han frito jamón y ajo picado; a continuación, se le añade una salsa de tomate y un huevo frito, procurando que quede “en la cima con la yema temblona pero intacta”. Y listo para comer.
La novela Los papeles de Admunsen no es, desde luego, la joya de la corona en la brillante carrera de Vázquez Montalbán como narrador. Cierto. Pero no por ello deja de ser una buena novela, hija de su tiempo, que anuncia, con pelos y señales, lo que estaba por llegar. Al tiempo que deja constancia del estado anímico de su autor, represaliado por el franquismo, de su demostrada ambición, de sus nada vanas inquietudes si somos capaces de estar atentos y leer entre líneas. Un tipo genial y bondadoso que tuvo siempre claro, como si hubiera estado observando la época actual por el ojo de una cerradura, que “una cultura regresiva pasa a ser represiva”. Y que cada palo aguante su vela.
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Autor: Manuel Vázquez Montalbán. Título: Los papeles de Admunsen. Editorial: Navona. Venta: Todostuslibros.
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