Talión, de Santiago Díaz, es un thriller cuyo protagonista es la venganza. Este libro es una cuenta atrás, una carrera contrarreloj, en la que una periodista comprometida con su oficio, Marta Aguilera, tratará de aplicar su particular ley del talión. Zenda reproduce un fragmento de la novela.
Cruzo un puente sobre el río Urumea y salgo de Hernani en dirección a Zarautz pasadas las ocho y media de la tarde. Me duele la cabeza y sufro un incómodo cosquilleo que sube desde el tobillo hasta la cadera y que amenaza con desconectar para siempre las terminaciones nerviosas de mi pierna izquierda, pero creo que aguantaré, ya queda poco. Tomo un desvío para incorporarme a la AP-8 y me encuentro con un control de la Ertzaintza. Dos motos están atravesadas en la calzada y los dos policías empiezan a darme el alto cuando yo todavía estoy a más de cien metros. Saco mi pistola del bolso, le quito el seguro y la escondo debajo de mi pierna derecha. No entra dentro de mis planes matar a dos hombres inocentes que solo hacen su trabajo, pero llegados a este punto tampoco puedo permitir que me detengan. Paro en el arcén y me desabrocho el cinturón de seguridad y un botón más de la camisa; a lo largo de mis treinta y ocho años de vida, la cordialidad de los funcionarios con los que me he topado siempre ha sido directamente proporcional a lo sugerente que me he mostrado con ellos. Bajo la ventanilla mientras el más joven se acerca a mi coche lentamente. El otro espera junto a las dos motos, con los pulgares en el cinturón, las piernas abiertas y una irritante mirada de superioridad.
—Buenas tardes, agente —digo esbozando la mejor de mis sonrisas.
—¿Me permite su documentación, señorita? —Sé que iba demasiado rápido y lo siento, pero he quedado con un cliente en Zarautz y llego tardísimo.
—Su documentación, por favor.
—Claro.
Le miro a los ojos durante un par de segundos animándole a marcharse y evitar una carnicería, pero no parece dispuesto a dejarlo estar, es incapaz de advertir una amenaza en mí. Busco mi carné de conducir mientras vigilo al ertzaina que permanece junto a las motos. Responde a un aviso a través de la radio, ajeno a lo que está a punto de pasar. Saco la documentación de mi cartera con la mano izquierda y toco la pistola con la derecha. En el momento en el que la coja se encontrará frente al cañón de mi Five-seveN belga, solo espero que no sea tan estúpido como para obligarme a apretar el gatillo. Confío en que su compañero tampoco quiera hacerse el héroe y acceda a tumbarse boca abajo sobre el asfalto en cuanto se lo pida. Cuando va a coger mi carné y yo ya he empuñado la pistola, se oye un silbido.
—¡Ander! Ha habido un atraco en la gasolinera de Usúrbil. Se han dado a la fuga en un BMW por la N-634. ¡Vamos!
El ertzaina duda mientras yo sigo tendiéndole el carné de conducir con cara de inocente y sonrisa impostada. Si lee mi nombre, empezarán los problemas serios. Sería raro que todavía no supiera quién es Marta Aguilera, desde hace horas soy la estrella en radios y televisiones. En España no hay tradición de asesinos en serie, y menos aún de asesinas, así que todos los directores de periódicos y presentadores de informativos estarán frotándose las manos. El compañero de Ander le vuelve a llamar con su moto ya en marcha y él decide aprovechar su golpe de suerte.
—Abróchese el cinturón, señorita.
Tras echarme la correspondiente mirada al escote, se aleja corriendo, arranca su moto y ambos se pierden a toda velocidad por la carretera. Yo respiro aliviada por haberme librado de dos policías con los que no contaba, guardo mi documentación en la cartera, mi pistola en el bolso y sigo conduciendo.
Mi intención inicial era deshacerme del coche tirándolo al mar por uno de los acantilados que hay después de Zarautz, pero a mitad de camino me doy cuenta de que es una idea estúpida y muy arriesgada. Pronto lo estarán buscando y si lo localizaran sabrían que ya he llegado al País Vasco y lo que me propongo hacer —y eso me complicaría mucho las cosas—, pero creo que me bastará con esconderlo en cualquier recodo del Urumea. Solo necesito ocultarlo durante esta noche, ma- ñana seguramente haya muerto y me importará bien poco si lo encuentran o no.
También me serviría dejarlo en el centro comercial que veo a lo lejos, camuflado entre las decenas de coches que hay frente a un supermercado, pero no quiero que a ningún avezado vigilante de seguridad se le ocurra comprobar la matrícula cuando todos los demás ya se hayan marchado. Finalmente lo aparco entre dos árboles de un camino de tierra pasado Zubieta, probablemente el peor sitio de todos los que he visto, pero ya son las nueve de la noche y tengo una importante cita a las diez. Camino por el arcén hacia unas luces que hay a un par de cientos de metros cuando una señora sale de detrás de un árbol. Me da un susto de muerte y busco instintivamente la pistola.
—Hola, princesa. ¿Haciendo footing?
—Joder… —Me tranquilizo al ver que es inofensiva y saco la mano del bolso—. ¿Qué hace aquí, señora?
—Tomar el fresco, mira esta.
La miro de arriba abajo. Es una señora de más de sesenta años que apenas se ha disfrazado de prostituta. Es rolliza, pero aún guapa y con cierto estilo. Podría ser la madre o la abuela de cualquiera si no fuera por el excesivo escote y el pintalabios rojo. Sobre la silla de camping en la que espera a sus clientes hay una revista de crucigramas abierta por la mitad y una linterna encendida. Al lado, un gran bolso de playa del que asoman toallitas húmedas, alguna prenda de ropa y una ristra de preservativos.
—¿No debería buscarse un sitio más transitado, señora?
—Yo ya tengo mis cinco o seis clientes fijos y no quiero más, hija. —Me escruta con la mirada—. ¿Tú también eres del gremio?
—No, solo estoy de paso. Me he quedado tirada a unos kilómetros y sin batería en el móvil. ¿Sabe dónde puedo conseguir un taxi?
—En el Teletaxi.
—¿Y podría llamar por mí? Le doy veinte euros.
Me los pide por adelantado y llama a un taxista que queda en recogerme en diez minutos en un restaurante cercano, según la señora para que no le despiste a los camioneros. Al pasar de nuevo frente a ella —que ha vuelto a sus crucigramas— le pido al taxista que pare.
—¡Señora! ¡Márchese por hoy a casa!
Le lanzo por la ventanilla uno de los dos paquetes con veinticinco mil euros que aún me quedan y el taxista me lleva a la calle Fuenterrabía, en San Sebastián.
Ya en el apartamento cargo el móvil y me preparo para dar mi primera y última entrevista. Me ducho, me maquillo minuciosamente, tardo diez minutos en elegir el sencillo vestido de Zara con el que pasaré a la posteridad y, pasadas las diez y media, llamo por teléfono a Álvaro Herrero, mi sustituto en El Nuevo Diario, el periódico del que me despedí hace menos de un mes.
—¿Sí?
—¿Le has dicho a la Policía que te iba a llamar, Alvarito?
—No.
—¿Estás seguro?
—Ya te he contestado, Marta —responde con aspereza.
Cuelgo y le llamo a través de Skype. Álvaro y yo nos conocemos desde la facultad y siempre nos hemos llevado bien. No es mi tipo —es demasiado blandito para mi gusto— y le dejé claro desde el primer momento que no me interesaba, así que nos hicimos buenos amigos. Se suele alegrar de verme, pero hoy no sonríe cuando aparezco en la pantalla de su ordenador. En su cara hay una mezcla de curiosidad, de decepción y de excitación al estar frente al personaje del momento. Mi aspecto después de haberme cortado el pelo y teñido de rubio tampoco debe de ayudar a tranquilizarle. Por suerte yo no me puedo quejar de cómo se ha portado la naturaleza conmigo y, a pesar de mi estado, de las duras últimas horas que he vivido y de la baja calidad de la cámara de mi portátil, me veo guapa. Supongo que mi imagen de mujer absolutamente normal será un valor añadido para los que cuenten mi historia.
—Hola, Álvaro. Siento haberte metido en esto.
—No lo sientas, me has hecho famoso.
—Te vi hablando en la tele, lo hiciste muy bien. Me alegro por ti.
Saco un cigarro y lo voy a encender, pero no tengo fuerza en la mano izquierda y tengo que ayudarme con la derecha. La llama tiembla y tardo en acertar.
—Debería verte tu médico, Marta.
—Mi médico ya no puede hacer nada por mí. Por fin consigo encender el cigarro y le doy una prolongada calada mientras Álvaro espera en silencio, observándome.
—Supongo que ya estarás grabando esto, ¿no?
—¿No es eso lo que quieres? Salir en los telediarios de todo el mundo y que hagan una película sobre ti. Es lo que buscas, ¿no?
—No buscaba fama, eso vino después.
—Entonces, ¿por qué lo has hecho?
—Reconozco que no es algo muy equilibrado, pero nunca sabes cómo vas a reaccionar cuando te dicen que solo te quedan dos meses de vida…
JONÁS Y LUCÍA
Por tercer día consecutivo me mareo y tengo náuseas al levantarme de la cama. Hasta ahora creía que simplemente estaba baja de defensas, pero empiezo a pensar que el destino ha querido gastarme una de sus famosas bromas macabras. Espero no haberme quedado embarazada justo cuando había decidido dejar a Jaime después de cinco meses de una relación basada casi exclusivamente en el sexo. Me pongo unos vaqueros, unas zapatillas, las gafas de sol más grandes que encuentro, me hago una coleta y bajo a la farmacia a comprar un test de embarazo.
—Veamos. —Leo en voz alta el diminuto prospecto ya de vuelta en casa—. Sacar la tira de prueba del envase sellado. Introducir la tira en la orina durante diez segundos con la flecha apuntando hacia la orina. Retirar la tira y colocarla en posición plana sobre una superficie limpia y no absorbente.
Sigo las instrucciones y aguardo los cinco minutos de rigor sin apartar la mirada de la dichosa tira que me dirá si mi vida va a cambiar desde este momento. Nunca he tenido instinto maternal, estoy convencida de que alguien como yo jamás podría ser una buena madre por mucho que se esforzase. Durante mi último año en la facultad de Periodismo asistí a las charlas que daba un reputado criminólogo y me di cuenta de que cumplía escrupulosamente con las características del dos por ciento de la población mundial, gente incapaz de sentir empatía por sus semejantes. Puedo sentir cariño, deseo o apego por alguien, pero un niño se merecería mucho más. Cuando al fin se dibuja una única línea de color en la zona de control, me invade una mezcla de alivio y tristeza. Será que en el fondo estaba deseando comprobar si de verdad soy una mujer sin sentimientos o simplemente no he encontrado a quien demostrárselos. Cuando salgo de la ducha, suena mi teléfono. Es Serafín Rubio, redactor jefe del periódico en el que trabajo desde hace ya siete años, en la sección de Sucesos.
—¿Dónde te metes, bonita? —pregunta mosqueado—. Tiene cojones que yo lleve en el periódico media hora y tú todavía estés en la cama.
—No estoy en la cama, Serafín —digo paciente.
—Pues tienes voz de dormida. ¿Dónde está lo de la pistola que se encontraron esos niños en Lavapiés?
—Lo tienes en el correo desde hace dos días. La pistola estaba fichada por el atraco a una joyería de Barcelona.
—¿Y lo de la red de tráfico de armas?
—Estoy en ello.
—Espabila, Marta. Lo quiero en la edición de mañana.
Serafín me cuelga sin darme la oportunidad de decirle que esos reportajes llevan su tiempo y que probablemente no lo tenga hasta la semana que viene, y eso si finalmente doy con algo. Termino de arreglarme y consulto en un foro de Internet las posibles causas de mis mareos y mis náuseas, pero como ni estoy embarazada ni hago submarinismo desde que tenía veinte años, decido pedir hora con el médico. Por suerte, le acaban de anular una cita y me puede recibir esta mañana.
—No sé, no sé… —dice el que es mi médico de cabecera desde hace años examinando mi historial en su anticuada pantalla de ordenador después de hacerme una exploración completa—. ¿Dices que del estómago estás bien?
—Perfectamente.
—¿Y seguro que no estás embarazada?
—Seguro. Tomo precauciones, y además esta mañana me he hecho un test de embarazo y ha dado negativo. Lo que sí me pasó el otro día es que perdí la sensibilidad en una mano durante un buen rato. Apenas tenía fuerza para sujetar una taza de café. Esto parece no hacerle demasiada gracia al médico.
—Tus últimos análisis son de hace menos de un mes y sale todo perfecto. Yo me quedaría más tranquilo si te haces un TAC, por precaución más que nada. Deja que llame al doctor Oliver a ver si te puede hacer un hueco hoy mismo.
El doctor Oliver —ventajas de la medicina privada— le hace un favor a mi médico y dos horas después estoy metida en la claustrofóbica máquina de rayos X que laminará transversalmente mi cerebro. Según me dice la enfermera con muy mala leche y un punto de celos, el doctor no suele asistir a este tipo de pruebas, pero se ve que no quería perderse la oportunidad de contemplarme con una horrible bata azul abierta por la espalda.
—Usted no se preocupe, señorita Aguilera —me dice el médico con amabilidad—. Seguro que no le pasa nada malo. En unos días, cuando analicemos los resultados, la llamaremos para darle cita.
Salgo del centro médico casi a la hora de comer. Debería acercarme por el periódico, pero hoy no me apetece escuchar los reproches de mi jefe por no haber avanzado nada en mis investigaciones, así que paro un taxi y le pido que me lleve a la colonia Marconi, en el barrio de Villaverde.
Hace unas semanas, unos niños encontraron una pistola cargada en Lavapiés y la investigación para mi artículo me había conducido hasta una red de tráfico de armas a pequeña escala sobre la que aún no tenía ninguna prueba sólida. En Marconi hay pisos, empresas y prostitución callejera, mucha prostitución callejera, dividida en zonas para africanas, rumanas, españolas, y otra para travestis. Me bajo en la puerta de Los Mellizos, un bar de pueblo con el cartel patrocinado por la cerveza Mahou. En la mesa del fondo, como siempre, está sentado Elías Pardo, al que llaman el Dos Napias por una cicatriz que le parte de arriba abajo la nariz y que le da un aspecto imponente. Pido una Coca-Cola Zero y un pincho de tortilla que veo tras una vitrina y espero hasta que se acerca a mí.
—¿Qué haces aquí, periodista? Ya te dije que no quería volver a verte.
—Sabe que no tendría que nombrarle y que llegado el caso protegería mi fuente en los tribunales hasta las últimas consecuencias, ¿verdad?
—¿Qué fuente ni qué pollas? —Se pone agresivo—. Aquí no vas a encontrar nada, así que levanta tu precioso culo de ese taburete y lárgate.
—El problema es que si yo llego a mi periódico y digo que no he conseguido nada mandarán a otro, y quién sabe si también a la tele. ¿Se imagina lo incómodo que sería tener a un cámara apostado en la puerta de este bar las veinticuatro horas?
El Dos Napias, por muy farruco que le apetezca ponerse con alguien como yo, es capaz de comprender que le tengo cogido por los huevos.
—¿Qué quieres? —escupe al fin con desprecio.
—Simplemente que responda a unas preguntas. ¿Nos sentamos?
El traficante de armas cede de mala gana y nos sentamos en la mesa más alejada de la barra. Voy a sacar el teléfono, pero él me detiene.
—Ni se te ocurra grabar nada. Si quieres, lo escribes, pero nada más. Y como pongas mi nombre o algo por lo que puedan reconocerme, te busco y te mato antes de que me maten a mí, ¿te has enterado?
—Está bien, tranquilo —digo sacando una libreta y un bolígrafo de mi bolso—. Ya le he dicho que será una entrevista anónima. Confíe en mí.
—Rapidito. Solo faltaba que me vieran hablando contigo y me buscaras la ruina.
Durante la media hora de entrevista, el Dos Napias me cuenta que a él y a sus compinches no suelen llegarles más que unas pocas pistolas de vez en cuando procedentes de Alemania, de Italia o de los Balcanes. Las nuevas son robadas en fábricas y las usadas en comisarías o almacenes de pruebas policiales, casi todas estas con delitos de sangre a sus espaldas. También se queja de que el negocio está de capa caída y que no compensa el riesgo para los pocos beneficios que deja.
—Lo más rentable, por muchos años que pasen, siguen siendo las drogas y las putas.
Aunque yo esperaba que fuera a decir que sus clientes habituales son delincuentes preparando algún atraco, me entero de que las pistolas casi siempre terminan en casas particulares como defensa personal ante posibles ladrones.
—Como para fiarse de la poli. En lo que les llamas y vienen, ya te han violado, robado y algunas veces hasta matado.
—¿La gente no sabe que utilizar un arma sin licencia y comprada ilegalmente supone penas de cárcel?
—Eso díselo a un hombre que pretende que no violen a su mujer y a sus hijas…
Me cuesta diez minutos más convencerle de que me deje sacarle una foto de espaldas para acompañar a mi reportaje y otros diez en los que él le pasa diferentes filtros y la deja casi completamente oscura.
Llego a casa a las cinco de la tarde y transcribo la entrevista al Dos Napias adornándola con imaginación, pero también con profesionalidad.
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Autor: Santiago Díaz. Título: Talión. Editorial: Planeta. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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