La llegada de los bárbaros
«Ojalá vivas tiempos interesantes», dice una célebre maldición china. La recordé mucho el año pasado, cuando se desencadenó la peste, y me vuelve a venir a la cabeza ahora que veo en el televisor las imágenes del Capitolio invadido por la pintoresca turba que, enardecida, ha acudido a la llamada de su no menos estrafalario comandante en jefe. La incursión de esas tropas carnavalescas en el recinto sagrado de la democracia estadounidense me genera una sensación contradictoria, porque a la chanza que inspiran determinadas escenas —el individuo que, sonriente, mira a cámara mientras transporta un atril bajo el brazo o el que lleva encima una cabeza de bisonte y luce pecho en la tribuna de oradores— la eclipsa la constatación de que ni siquiera la autoproclamada primera democracia del mundo está libre de caer aplastada por unos cuantos miles de fanáticos. Que el instigador del motín fuese el propio presidente de los Estados Unidos es lo suficientemente grave de por sí, pero quizá lo sea más la complicidad o la tolerancia con las que, durante buena parte de su mandato, fue acogido en su propio país el discurso que ha terminado conduciendo a este desbarre. No sé si el auge de las redes sociales está propiciando una frivolización progresiva del lenguaje, pero creo evidente que, de un tiempo a esta parte, nos hemos acostumbrado a leer y escuchar cosas que hace sólo una década nos habrían parecido intolerables, a menudo con la firma de personas que juzgábamos respetables y a las que a priori conferíamos una cierta autoridad o, cuando menos, la madurez necesaria para pensar antes de emitir sus veredictos en público, aunque sólo fuera por el papel que ocupan o la función que desempeñan en el entramado social. Hemos visto cómo en Norteamérica se acusaba de alta traición a cuantos periodistas cuestionaban las decisiones de la Casa Blanca, y también de qué forma se vituperó o criminalizó a quienes alzaron su voz contra los disturbios raciales, por poner sólo dos ejemplos. Decir que nos encontramos ante un fenómeno aislado en el tiempo y el espacio, constreñido a un país y a una coyuntura concretos, sería mentirnos, porque el peligro se presenta a escala global y sus manifestaciones abundan, aunque muchos se quieran hacer los sordos. En España, tristemente, nos hemos acostumbrado a que se tilde de ilegítimo a un Gobierno salido de las urnas y, en plena Navidad, pudimos ver cómo un partido muy cristiano y muy dado a defender la vida y la familia —la cursiva viene al caso— pedía la expulsión de los menores que, solos y desamparados, han encontrado en nuestro país algo parecido a un hogar. El uso que se hace de las palabras no es nunca inocente, como tampoco lo es la estrategia que se sirve de él para construir los cimientos de un discurso que encuentra su fundamento en las emociones primarias y corta cualquier paso a la razón. Es el viejo ardid que emplearon los fascismos en el siglo XX, con las consecuencias que todos conocemos, readaptado a la lógica de nuestro tiempo por los ideólogos de una ultraderecha que ahora, igual que entonces, se presenta en sociedad esgrimiendo unos conceptos, los de igualdad y libertad, que ella misma se ocupará de dinamitar en cuanto encuentre la menor oportunidad para llevar a cabo sus propósitos. Es una estrategia tan familiar no ya para quienes hayan leído un par de libros de historia, sino para quienes sólo sepan de refilón algo del tema, que sorprende la facilidad con la que aquí y allá encuentran plataformas desde la que vender sus mensajes fraudulentos, esa mentira que todos conocemos y que, sin embargo, encuentra altavoces y amenaza con ir calando poco a poco en una sociedad tan acostumbrada a sus derechos que, erróneamente, cree que no habrá nada ni nadie que pueda arrebatárselos. Al simplismo de quienes sostienen que cualquier partido inscrito en un régimen constitucional adquiere respetabilidad por el mero hecho de integrarse en el sistema —olvidando a propósito que, si la grandeza de la democracia consiste en aceptar todas las ideologías, su debilidad se muestra desde el momento en que hallan cobijo en su seno las ideologías que pretenden destruirla— se suma la falsa ecuanimidad de quienes alertan de que no se debe acallar la voz de nadie porque todas las opiniones son respetables, en un axioma que confunde, no sé si con ingenuidad o con cinismo, la libertad de expresión con el crédito o la pertinencia o la validez de aquello que se expresa. El símil, de tan repetido, resulta casi ocioso, pero no por ello deja de ser pertinente: el Imperio Romano se desmoronó cuando, extasiado ante sus propias glorias y convencido de que ningún enemigo exterior podría hacer frente a su grandeza, descuidó sus fronteras lo suficiente como para dejar paso a los bárbaros; sin duda fue aquél un tiempo interesante, pero seguro que quienes pertenecieron a él habrían preferido no vivirlo.
Una vida vulgar
John Edward Williams nació en Texas en 1922 y, tras pasar por el ejército, obtuvo el título universitario al filo de los treinta años. Dio clases en la Universidad de Misuri y dirigió el programa de escritura creativa de la Universidad de Denver, a la vez que desarrollaba una carrera literaria no excesivamente prolífica que terminaría alumbrando dos poemarios —The Broken Landscape y The Necessary Lie—, una antología de poetas ingleses —English Renaissance Poetry— y tres novelas, de las cuales sólo la última —Augustus, publicada en español con el título de El hijo de César— alcanzaría notoriedad al obtener en 1973 el National Book Award en la categoría destinada a obras de ficción. Williams falleció en Arkansas el 3 de marzo de 1994, a consecuencia de un fallo respiratorio, y dejó una novela inconclusa a la que pensaba titular The Sleep of Reason y la sensación de que el mundo se había quedado sin uno de esos escritores secundarios que pudieron haber dado a imprenta libros de mayor o menor mérito, pero en ningún caso páginas destinadas a incorporarse a los anaqueles de la posteridad. El azar o la clarividencia de algún editor con buen criterio permitieron, sin embargo, que en la primera década de nuestro siglo The New York Review of Books tuviera la lucidez de recuperar la que había sido su penúltima novela, una obra sorprendente en tanto que, aunque no se narre en ella nada excepcional, su lectura desemboca en el absoluto entusiasmo. Stoner —en España la rescató Baile del Sol en diciembre de 2010, con traducción de Antonio Díez Fernández, y no ha dejado de reimprimirse desde entonces— cuenta los pormenores de una vida absolutamente vulgar, la de un profesor universitario perfectamente anónimo cuyo nombre no tenía reservada otra gloria que la de terminar inscrito en la correspondiente lápida mortuoria una vez llegado el momento, y acaso nos fascine porque en las menudencias de esa existencia rutinaria y sólo apacible de cara al exterior reconocemos la amargura de nuestras frustraciones, el eco de aquello que anhelamos, la turbación de cuanto nos perturba. En casi trescientas páginas, John Edward Williams acertó a perfilar una epopeya de la cotidianeidad que discurre sin trampas ni dobleces y expone todas las verdades y contradicciones que anidan en la esencia de nuestra propia condición. En su famoso adagio, Stendhal escribió que la novela es un espejo que alguien pone en el camino. El espejo de Stoner nos devuelve nuestra propia imagen para revelarnos que ninguna biografía, por anodina que parezca, es completamente irrelevante.
El origen del realismo mágico
Gabriel García Márquez estuvo convencido durante un tiempo de que su abuela era gallega. Así se lo dijo en su momento a Plinio Apuleyo Mendoza y así lo consignó éste en El olor de la guayaba (Random House), el libro en el que recopila las conversaciones con el Nobel colombiano. He recordado el detalle a raíz de otra entrevista que García Márquez concedió a Peter H. Stone para The Paris Review y que se incluye en la monumental y gozosa antología que acaba de publicar Acantilado. Cuando Stone le pregunta por la búsqueda estilística que culminaría en el hallazgo de Cien años de soledad, el escritor responde: «Se basaba en la forma en que mi abuela solía contar sus historias. Contaba cosas que parecían sobrenaturales y fruto de la fantasía, pero lo hacía con una naturalidad absoluta». Poco después, añade: «Lo más importante era la expresión de su cara. Cuando contaba sus historias, lo hacía siempre con el mismo semblante, y todo el mundo quedaba asombrado. Yo ya había intentado contar la historia de Cien años de soledad en varias ocasiones, pero no creía en ella. Descubrí que lo que tenía que hacer era creer yo mismo en todas esas historias y escribirlas con la misma expresión con la que mi abuela las contaba: con cara de póker». Es tradición considerar que ese título de García Márquez marca el punto de arranque no ya del llamado boom latinoamericano, sino del propio realismo mágico como movimiento o escuela literaria. Si bien lo primero es indiscutible, al menos en términos comerciales, lo segundo no deja de ser una exageración que obvia el fundacional Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri —quien acuñó el término, que por otra parte ya había sido empleado en 1925 por el crítico alemán Franz Roth—, y elude buscar en otras literaturas ejemplos que se adelantaron a lo que unos años después se empezaría a practicar en Latinoamérica. El mismo año de 1955 en que García Márquez publicaba su primera novela, La hojarasca —aún alejada de los preceptos de aquello a lo que Carpentier prefería denominar «lo real maravilloso»—, veía la luz en Galicia un libro que ya transitaba por los caminos que pretendían aproximar lo fantástico a lo cotidiano. Álvaro Cunqueiro escribió las páginas de Merlín e familia en su casa de Mondoñedo y seguramente no pensó en ningún momento que estuviera abriendo una vía inexplorada en la historia literaria, porque no hacía más que filtrar el imaginario de las tradiciones populares a través de su erudición casi milenaria para engendrar un crisol en el que se fundían historias y leyendas, realidades y ficciones, con la misma naturalidad con que la nieve envuelve de fantasía los paisajes. Aquellas páginas escritas en un idioma periférico no tuvieron gran repercusión, ni dentro ni fuera de España, pero constituían un soplo de aire fresco que se convertiría en vendaval cuando, unos años después, los oleajes oceánicos hicieron llegar a nuestras costas los quejidos de los muertos de Comala y los ruidos de sables que habían dejado tras de sí las guerras de Macondo. García Márquez y Cunqueiro se conocieron en la década de los sesenta, en Barcelona, y no sabemos a ciencia cierta de qué hablaron, pero es seguro que se reconocieron como iguales y cabe imaginar que el colombiano le terminó hablando al gallego de su abuela, aquella Tranquilina Iguarán Cortés que él creía, o quería, proveniente de alguna idea remota del noroeste ibérico, ese lugar donde florecen las historias en las que convergen los vivos y los muertos y en el que el surrealismo, al igual que ocurre en los territorios de ultramar, ha sido siempre algo tan natural como la lluvia.
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