Seix Barral reedita La vida perra de Juanita Narboni, finalista del Premio de la Crítica en 1976. La novela, mucho tiempo olvidada, supone uno de los monólogos literarios más sobresalientes de la narrativa española.
Tánger, aquel Tánger internacional, fue una deliciosa mentira. Lo dijo Emilio Sanz de Soto, exquisito diletante, tangerino multidisciplinar que hizo todo y apenas escribió algo: hojas sueltas, entrevistas, cine, con esa generosidad que tienen los corazones desprendidos para dejarle la gloria a otros. Emilio Sanz de Soto, que llegó a perfilar con tino a Luis Buñuel —con quien colaboró— en las páginas de El País, formó parte del círculo intimísimo de nuestro autor, Ángel Vázquez. Era ese círculo por el que brujuleaban Chukri y aquella Jane Bowles que supo ver la tragedia sexual de Vázquez y al que la americana, tan suya, adoptó como un par, como un confidente triste; una víctima de la ‘peor España’, o de la mentalidad de la ‘peor España’ capaz de traspasar el Estrecho y colarse, negra, en ese París africano —Tánger— que fue una casi fiesta.
Y es que en Tánger, en el Tánger que fue y el que quedará, hay muchas voces superpuestas: muchas urbes simultáneas. Sin embargo el Tánger de Ángel Vázquez es ese Tánger que tiene un cosmopolitismo hacia afuera aunque, entre visillos, guardase las más rancias manías de la Península. Quizá La vida perra de Juanita Narboni sea el último monólogo lúcido de la literatura española, el último Lorca revivido. Juanita Narboni, en palabras del autor, «es inglesa de pasaporte por haber nacido su padre en Gibraltar, pero con apellido italiano». Por Juanita Narboni y por la escritura de Ángel Vázquez discurre una ciudad con los claroscuros que bien se han novelado: de una parte el estatuto internacional de la ciudad, la entremezcla relativas de razas, de religiones y culturas. Pero por otro, la innegable condición española -entendamos español, andaluz, como una categoría moral- con el que Ángel Vázquez habla a través de su Juanita. Su Juanita Narboni.
Hija de Tánger
Narboni, pues, es «una hija de Tánger», pero de «un Tánger que (…) ya no es lo que fue». Un Tánger del que el propio Vázquez advierte en el libro que ha retornado «a su pasado árabe», pues que «sería de incautos contradecir a la poderosa Historia». Vázquez, de primeras, en el prólogo, nos ha presentado ‘a tenazón’ a la protagonista, su Narboni. El mero spoiler aventurado nos da ya una imagen del autor; su propia concepción de la escritura y de sí mismo evidencian un profundo desdén de sí mismo y de su obra. Porque sucede que la Juanita Narboni y su largo monólogo, plagado de andalucismos, raccontos, referencias cinéfilas y mundanas es, a su vez, una amarga queja de una mujer reprimida. Narboni, ya digo, es una heroína de Lorca que «pena su pena negra» (sic) en una urbe que quiere ser francesa, es española, mercadea y suena el muecín. Y la referencia a Lorca no es baladí, que una óptica de la feminidad lorquiana puede ayudarnos a comprender en toda su plenitud a Narboni, a la cual le salen algunos ramalazos del poeta de Fuentevaqueros: «Ya sé que tengo un cabello precioso, obediente, que da mucho de sí, y que se puede hacer con él lo que te dé la gana. Eso es lo que hacéis conmigo, y yo no soy ni mi cabello». («pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa»)
Espiritual y superchera
Narboni reza y se contradice, le pide a la Virgen del Carmen y tiene exabruptos en hebreo (herencia de la jaquetía, ese dialecto de Sefarad en el Magreb). En su largo monólogo, Ángel Vázquez / Juanita Narboni intenta huir de una figura paterna/materna que anula la libertad: «La descansada de mamá tenía muy mala leche». Pero esta huida es fundamentalmente autodestructiva, como la propia existencia del autor: «Yo acabaré en el cementerio de la Bubana, rodeada de amapolas por todas partes». Sin embargo, esta querencia del personaje que se infravalora no tiende necesariamente hacia el llanto; más bien hacia una amarga ironía que no llega a cinismo, por cuanto Narboni, mujer, necesita sobrevivir en un mundo machista que es el suyo a su pesar. Narboni se pasa «la vida haciendo pequeños esfuerzos, cuando lo bueno sería hacer lo que hizo esa marrana, una grande. Y acabar de una vez». Narboni, en su largo monólogo, se contradice dentro de una coherencia. No perdona la «ligereza de cascos» de su hermana («las locas y las putas siempre tuvieron suerte». «Mira la maldita de mi hermana, que sabrá Dios lo que habrá sido de su cuerpo». «Toda la culpa la tiene esa hija de puta de mi hermana»).
Doloroso monólogo interior
Hay que entender la técnica narrativa del monólogo interior de Ángel Vázquez no sólo como una técnica, sino quizá como un respiradero más o menos terapéutico. A través de las idas y las vueltas del pensamiento de Narboni, sin respeto al tiempo ni a la coherencia lineal, Vázquez está escribiendo su testamento y su liberación. Cuando Narboni divaga, cuando Juanita se contradice, no está haciendo más que revelarnos su condición fieramente humana. Está clara la represión de Ángel Vázquez en aquel Tánger, en «aquel pequeño París de las puñetas«, a través de la voz de Narboni. La homosexualidad y el alcoholismo, la autodestrucción y el viaje hacia el fin del propio Vázquez sólo podían contarse a través de una mujer, una Narboni interpuesta («Y no soy tortillera, bien lo sabe Dios, que me gustan los hombres. pero en silencio, con discreción, no como mi hermana, que es de las que se meten en los portales»). Una Narboni que «toda la vida» se ha «estado dejando llevar como un pañuelito empujado por el viento». El dolor de la existencia marca toda la vida, en los dos espacios temporales en que se ubica la novela. Pero el narrador, la voz de Narboni, elude el orden cronológico para que el lector, de primeras, acceda a un juego de tiempos diversos. La vida de Narboni, pues, es perra y desordenada. A pesar de todo, en la queja amarga de su monólogo hay breves resquicios para la esperanza mínima o para la autocompasión e incluso para proponerse una salida del pozo («Quiero ser como las demás. No moderna, pero sí como las demás»). El alma de Narboni, además, goza de una trágica capacidad de observación —y hasta comprensión del otro—; el otro en el monólogo de Ángel Vázquez es la ciudad que mira, a la que hay que salir empolvada «y muy digna», pues Narboni lo confiesa: «Que nadie tenga que decir nunca nada de mí. Ni bueno ni malo. Con eso me conformo».
Hemos dicho que el monólogo es trágico, evidentemente, pero el juego temporal de idas y vueltas a la infancia nos habla de un autor que es consciente de su angustia y la asume.
Tragedia en Babel
En todo caso hay que incidir en el contraste del Tánger cosmopolita, la ciudad con penicilina, galletitas británicas saladas, y Narboni allí puesta, víctima quizá de esas cadenas lorquinas —insisto— que iban asociadas a la forma de ser española/andaluza: «Siempre estuve acobardada y mi mal, como el tuyo, no tiene cura. Viviré siempre acobardada (…) y te juro, bendita, que nunca sabré cuál es mi bien». En la novela van y vienen personajes reales, la propia madre del autor, Mariquita la sombrera, o la «pobre niña rica», la multimillonaria neoyorquina Barbra Hutton. También lugares emblemáticos de la comunidad española, de la cristiana y de la hebrea. El todo Tánger, aquel, que iba del Freddy’s Embassy Club a la iglesia de la Purísima y su sinagoga contigua. O la clínica del Doctor Gadea, el Teatro Cervantes, Dar Niaba, Lloyd’s, la Compañía Paquet, el cementerio de la Bubana; y el Country Club donde Narboni vio por «primera vez aterrizar en la ciudad tres aeroplanos».
Ocurre que Tánger no se libra de «los chismes de la Península» ni de su tragedia, pues no puede olvidarse que en junio del 40 las tropas franquistas ocupan la ciudad aprovechando el río revuelto de la II Guerra Mundial, en un episodio que marca de alguna manera la novela («El pasado dia 12, a las once de la mañana, entraron las tropas españolas y ocuparon la ciudad. Yo estaba limpiando un pargo en la cocina ayudada por esta loca de Hamruch, cuando oímos los tambores y los clarines y las dos saltamos corriendo al balcón de tu dormitorio (…). Cuando yo oí lo de «soy el novio de la muerte«… se me pusieron los vellos de punta. Me acordé de ti, porque sé lo que a ti te gustan esas cosas»).
De vuelta a Tánger
Tánger es un no lugar que ha vuelto a la primera plana de la prosa con Falcó y otras novelas. Quién sabe si por los vientos; si porque dentro de nosotros late ese misterio cercano de lo exótico, ese exotismo de bajarse al moro y estar en un Nueva York donde, dependiendo del Levante, huele a jazmín o a salitre. En Tánger está el alma de Juanita Narboni desperdigada entre el letrero de unos ultramarinos españoles cerrados hace tiempo y una cancela comida por el óxido y los matojos donde hace medio siglo alguien tocó un vals. Fue Durrell quien refiriéndose a Alejandría aseveró que toda ciudad es un mundo si amamos a uno sólo de sus habitantes: a Narboni se la ama en su tragedia y su ciudad; acaso porque en cada español haya una Narboni y un Tánger ocultos. De su autor sabemos un poco más de la leyenda y el Planeta conseguido en el 62 por Se enciende y se apaga una luz. De Ángel Vázquez sabemos lo que saben los tangerinos españoles que se vinieron a la Península cuando en Tánger se acabó la zambra: que fue hijo del mundo y que murió en una pensión mísera de Atocha, que cuentan que el viejo Lara pagó su entierro y que, dotado por los dioses, rentabilizó tarde y muerto su talento.
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Autor: Ángel Vázquez. Título: La vida perra de Juanita Narboni. Editorial: Seix Barral. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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