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Tanta maravilla

Tanta maravilla

Un regreso

¿Se vuelve al mismo lugar? Hace un año atravesé las puertas de la estación de Santa Maria Novella inmerso en un estado muy parecido a la ansiedad. Era mi primera vez en Florencia, no disponía de demasiado tiempo y tenía la pretensión de ver, si no todo, sí lo más posible. Me recuerdo cruzando a una hora muy temprana la coqueta Piazza dell’Unità en busca de mi hotel y lanzándome después a las calles desconocidas con una avidez que se vio pronto aplacada por la constatación de un imposible: no admite Florencia prisas ni hay por qué tenerlas, toda vez que cualquier anulación o aplazamiento proporcionará una excusa con la que volver. Llego ahora a la ciudad cuando está anocheciendo y la recorro no con la excitación por lo desconocido, sino con el sosiego que da el reencuentro con rincones que resultan familiares donde aguardan recompensas que se conocen bien. No mengua el impacto que experimentan los sentidos al llegar al final del Borgo San Lorenzo y tropezarse con el espectáculo impresionante que esa esquina ofrece del baptisterio y la fachada de Santa Maria del Fiore —con la inevitable y siempre hipnótica cúpula asomándose al fondo—, pero sí se disfruta con una morosidad que nace del conocimiento previo, de ese sustituir la sorpresa repentina de las primeras veces por el mirar calmado de quien ya sabe a lo que viene. Las calles que una vez fueron promesa y enigma son ahora paisaje e itinerario, caminos entreverados en un laberinto doméstico y abarcable en el que se aciertan a distinguir los puntos cardinales y, con ellos, los significados y sentidos de unos rincones que giran sobre sí mismos para ofrecer cada vez caras distintas, pero reconocibles. Me meto de nuevo en la basílica de la Santa Croce para observar otra vez los frescos que conmocionaron a Stendhal y me pregunto si no habría algo de exageración romántica en aquellos apuntes que consignó y que sirvieron para dar forma a la sintomatología de su famoso síndrome, ése que según dicen sufren cada año unas diez o veinte personas entre todas las que visitan Florencia y en el que seguramente haya más somatización que realidad, pero que en cualquier caso viene bien como metáfora a la hora de explicar lo que uno siente al encontrarse entre estos muros, tan austeros y tan ricos a la vez, bajo esta techumbre artesonada con decoraciones imposibles, sobre este suelo donde reposan unos cuantos nombres indispensables para explicar el lugar del que venimos. Dicen los italianos que «il troppo stroppia», pero no es cierto. Por mucho que los recorridos en Florencia no puedan ser nunca demasiado originales y se termine volviendo siempre sobre los mismos sitios, por mucho que uno regrese a esta ciudad que propició el Renacimiento y vio desatarse algunas de las luchas de poder más sanguinarias que recuerda la historia, por mucho que la memorice y la diseccione hasta conocer el último pormenor de sus pliegues más insignificantes, por muchos síndromes que se padezcan a la entrada o a la salida de sus iglesias atestadas, no me parece que se puedan cansar los ojos nunca de apreciar tanta maravilla.

Lucha de gigantes

"Casi cara a cara, el David lo observa impertérrito, y las dos figuras componen la estampa de un duelo silencioso que pasa inadvertido"

Hay historias evidentes y hay historias soterradas, y una de estas últimas se cuenta en plena Piazza della Signoria, a los ojos de todo el mundo, pero con la suficiente discreción para que sólo la descubran quienes están en posesión de algunas claves. Miguel Ángel debió mucho a los Medici —fue Lorenzo el Magnífico quien lo reclutó para la causa y le dio el espaldarazo que precisaba su talento incipiente para despuntar por completo—, pero no tanta como para poner la fidelidad a la familia por encima de las necesidades de su propia carrera. Cuando la estirpe cayó en desgracia y Florencia volvió a constituirse en República, no sólo se sumó a la causa arrojando públicamente a la hoguera algunas de las obras que él mismo había creado, sino que maniobró consecuentemente para que la Opera del Duomo le concediese la ejecución de una de las doce esculturas de personajes del Antiguo Testamento que se iban a instalar sobre los contrafuertes externos de la cúpula de Santa Maria del Fiore. Fue así como le encomendaron el David, que una vez terminado vio modificado su destino: a las autoridades les pareció que aquella estatua tenía un carácter más civil que religioso —lo que era un modo de decir que su desnudo apolíneo tenía un componente erotizante que no lo hacía muy apropiado para adornar una catedral— y su autor consiguió que lo instalaran en el corazón de la Signoria, a las mismas puertas del Palazzo Vecchio —el edificio que simbolizaba y simboliza mejor que ningún otro el poder en la ciudad—, como una suerte de representación de la joven y aguerrida república que ha terminado por imponer su voluntad frente a los designios de la reputada familia de banqueros. La historia y la vida, sin embargo, acostumbran a dar giros argumentales que terminan por derribar las mejores intenciones. Cuando años después los Medici recuperaron el poder en la ciudad y Cosimo I fue ungido gran duque, Miguel Ángel tuvo que hacer lo que pudo para salvar su vida —se dice que fue entonces cuando excavó en la sacristía que él mismo había construido en la basílica de San Lorenzo la habitación secreta que se ha abierto al público hace tan sólo unos meses— y obtener el perdón del papa Clemente VII, otro Medici, a fin de que le permitieran seguir con sus trabajos. Lo consiguió —desde el mismo Vaticano le terminaron encargando la decoración del altar de la Capilla Sixtina y los frescos de la Capilla Paulina, y dejaron que continuase trabajando en la tumba de Julio II—, pero el David que él había instalado en la Signoria como un centinela triunfante tuvo que ver cómo le salía un adversario. Cosimo I encomendó a Benvenuto Cellini una escultura que le diese la réplica y simbolizara el nuevo desplazamiento del eje del poder al tiempo que enviaba un mensaje de claridad diáfana. Su Perseo luce desde entonces en una posición privilegiada dentro de la Loggia dei Lanzi y se asoma, envanecida, a la plaza. Su escorzo dibuja la postura de un guerrero triunfante después de la batalla, y en su mano izquierda sujeta por los pelos la cabeza de Medusa, que muestra al respetable como un trofeo cuando, en realidad, lo que les lanza es una advertencia: «Esto que le pasará a ella os ocurrirá a vosotros también si me hacéis frente.» Casi cara a cara, el David lo observa impertérrito, y las dos figuras componen la estampa de un duelo silencioso que pasa inadvertido a casi todos pese a que comenzó a disputarse hace casi quinientos años. Muchos dirán que nunca habrá un vencedor claro; en realidad, puede que ya lo haya. El David que hoy se ve en la Piazza no es el original, sino una copia que se puso allí cuando en 1873 la pieza de Miguel Ángel fue trasladada a la Galleria dell’Accademia. El Perseo, en cambio, es el de siempre. Quizá esto entrañe, a su vez, otra metáfora que resulta demasiado obvia como para verse descifrada.

Un Schindler florentino

"Tuvo que ser Wolf un personaje peculiar. Acaso porque supo priorizar la supervivencia frente a la ideología"

La placa pasa inadvertida, como tantas otras cosas pequeñas pero importantes en esta ciudad invadida por hordas de turistas que la atraviesan sin apenas detenerse en sus reductos más secretos, y está en la balconada interior del Ponte Vecchio, fijada a uno de los muros que sujetan el Corredor Vasariano. Es una inscripción rectangular que recuerda a Gerhard Wolf, un personaje olvidado en todas partes excepto aquí, y del que nos ha hablado Marco hace unos minutos, después de contarnos que en la Segunda Guerra Mundial, y en contraposición a la Roma donde imperaba el fascismo, Florencia fue una de las ciudades que se caracterizaron por sus querencias partisanas. Wolf era el cónsul alemán de la ciudad, y cuando el avance de las tropas aliadas por la península itálica hizo que los nazis tomaran la determinación de bombardear todos los puentes sobre las aguas del Arno, a fin de ralentizar su incursión en la capital italiana, logró convencer a Hitler de que salvara el Ponte Vecchio, a la sazón el más antiguo de Europa de todos cuantos se construyeron en piedra y símbolo ya por entonces de las mejores esencias de una ciudad que milagrosamente había mantenido sus principales señas identitarias a salvo del desastre. Tuvo que ser Wolf un personaje peculiar. Acaso porque supo priorizar la supervivencia frente a la ideología, o quizá porque realmente tuvo la lucidez necesaria para percatarse de las atrocidades que los suyos cometían en nombre de un delirio tan megalómano como infame, se convirtió en un verso suelto que en estas tierras toscanas se dedicó a rescatar a no pocos prisioneros políticos, que gracias a él eludieron la cárcel y pudieron salvar la vida, y también a unos cuantos judíos que evitaron los campos de concentración, con el destino fatal que llevaban aparejado, mediante sus argucias diplomáticas. «Fue amigo de Schindler», añade Marco al relatarnos su historia e invitarnos a que prestemos atención a esta placa que instalaron aquí en 2007 —en 1955 ya se lo había declarado ciudadano honorario de Florencia— y donde se preserva el nombre del que seguramente sea uno de los poquísimos nazis que no merecen ver su nombre ensuciado por la infamia que ellos mismos engendraron.

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Ricarrob
Ricarrob
8 meses hace

Es la única ciudad que, volviendo una vez más, no decepciona. Quizás exceso de humanos, a veces (ir a Florencia es concienciarse de que sobramos muchos). Pero, un paseo, en primavera, a las siete o las ocho de la mañana, cuando no hay nadie, comienzan a abrir las tiendas, por el puente, es impagable. El puente. Si no has estado en este no sabes lo que es un puente.

Y tomarse un café en invierno, en uno de las cafeterîas de la plaza de la Signorìa con el aire helado que baja de los Apeninos, Arno abajo… … …

O la romántica experiencia de escuchar desde la orilla del río, tocar una melodía cantada desde una barca en mitad de Arno…

¡Oh! Bella y eterna Italia…