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Tardes de agitación

Tardes de agitación

El Retiro, más que un lugar de recreo, es una manera de dar esquinazo a los pesares de Madrid, encontrar en su centro lo que apenas se halla en sus calles: algo de verde, algo de quietud, algo de respiro. Además, como todos los parques con varios siglos de historia, su planta es un mapa hermético de épocas que se superponen al modo de estratos geológicos, que sólo un observador atento e instruido puede descifrar.

Su paseo de coches, abierto en época de la Primera República por iniciativa del duque de Fernán Núñez, discurre por el sendero de lo que una vez fue un canal que unía el estanque grande con otra fuente que debía de hallarse en las inmediaciones de lo que hoy es la estatua al Ángel Caído, singular monumento a las rebeliones frustradas, donde, hace una década larga, la buena juventud del Papa tomó un baño para escapar del calor.

La Feria del Libro abandonó en 1967 su ubicación en Recoletos, trasladándose a este paseo de coches que ocupa, desde entonces, cada primavera. Lo que en su momento se pensó como un trazado para el paso de carruajes, dio cabida con los años a competiciones ciclistas, exposiciones itinerantes e incluso alguna carrera de motos. También a atascos ya que la arteria se utilizó para que el tráfico accediera de Alcalá a Atocha.

"Bicicletas, coches a pedales (para adultos), patinetes, patinadores, skaters, monociclos y, en general, cualquier cachivache que ruede, circula con despreocupación por este camino"

En 1984 este tramo se cerró a los vehículos a motor, lo que evitó que atravesaran el parque más de diez mil automóviles al día. Actualmente, sin embargo, el caminante debe volver a tener cierta precaución cuando lo cruza. Desde hace un tiempo, puede que después de la pandemia —no sabría precisar—, este paseo se ha convertido en un despropósito divertidísimo donde una turbamulta transforma el Retiro en un viaje a ninguna parte.

Bicicletas, coches a pedales (para adultos), patinetes, patinadores, skaters, monociclos y, en general, cualquier cachivache que ruede, circula con despreocupación por este camino. A según qué horas de la tarde, si le sumamos los cientos de corredores, los levantadores de pesas, los bailarines y los gimnastas, el paseo parece la evacuación de Shanghái ante la llegada de los japoneses.

No nos extrañemos. El Retiro ha sido un lugar populoso desde su apertura al personal, primero en 1767, cuando Carlos III abrió parte de los jardines, permitiendo a sus súbditos acceder mientras que respetaran ciertas normas en la indumentaria y se comportaran con compostura y regularidad, hasta su definitiva municipalización en el último tercio del siglo XIX, cuando pasó de manos regias a titularidad pública.

Antes de seguir destapemos las afinidades: claro que para el que escribe sería más grato un parque menos concurrido donde volver a leer Otoño en Madrid en torno a 1950, después de haber encontrado un ejemplar en Moyano. Claro que nos decantamos por el marrón de la gabardina antes que por el fosforito runner. Claro que liberaríamos con gusto a las ardillas de las miríadas de turistas, el cancaneo y las sesiones de fotos de las instagramers. 

"El correr de Smith es algo que prácticamente ha desaparecido en nuestros días, donde todo el mundo parece querer ser alguien pero muy pocos buscan dejar de serlo"

Pero ese no es el punto. Lo bueno de vivir en sociedad, de modo más o menos adulto, es que uno aprende a compartir el espacio incluso con el desagrado, a saber que el gusto no significa imposición y que la mayoría, más que preferencia, lo que suele denotar es el latido del mercado. Lo que llama la atención de este ajetreo, de un gusto por la actividad que seguro se repite en otros muchos lugares de nuestro país, no es que mucha gente haga deporte, sino la intensidad tan desmesurada que tienen al practicarlo.

Colin Smith, el protagonista de La soledad del corredor de fondo, primero cuento de Alan Sillitoe, después película de Tony Richardson, decía que: “correr siempre ha sido algo importante en nuestra familia, especialmente para huir de la policía”. Tener las piernas largas y ágiles suponía, para este borstal boy, poder escapar no sólo de las normas de un Imperio Británico en decadencia, sino también del destino impuesto por su clase social.

Con uno de los finales que mejor refleja la rebeldía, incluso al significado de la victoria, el correr de Smith es algo que prácticamente ha desaparecido en nuestros días, donde todo el mundo parece querer ser alguien pero muy pocos buscan dejar de serlo. La huida queda restringida en el Retiro a algún pequeño traficante de hush que escapa ocasionalmente de las autoridades. Aquí ya no hay evasión de lo cotidiano, sino adoración a la rutina.

"Esa carrera de cien metros que nos congela la respiración, donde acompañamos al actor Ben Cross mientras deseamos que alcance el triunfo, es en nuestros días una zancada que replica la carrera profesional"

Un número abrumador de los deportistas del paseo de coches parecen seguir algún sofisticado método de entrenamiento, observar de manera disciplinada un sistema demasiado intenso y preciso para lo que un aficionado requiere. Lo que una vez resultó un acto en busca del bienestar ahora queda subordinado a una lógica de productividad, exigencia y mejora.

Esa exigencia se halla en Carros de Fuego, película que sigue a los componentes del equipo británico en los albores del atletismo moderno, al celebrarse las olimpiadas de París en 1924. Una competitividad que sitúa la gloria de la nación por encima de las creencias religiosas o de las tribulaciones personales, motores de conflicto que animan a Eric Liddell y Harold Abrahams.

Esa carrera de cien metros que nos congela la respiración, donde acompañamos al actor Ben Cross mientras deseamos que alcance el triunfo, es en nuestros días una zancada que replica la carrera profesional, la definitiva colonización del ocio por las dinámicas laborales. Lo esperable sería escabullirse bajo los centenarios árboles de la presión de la oficina, no regodearse en el perfeccionismo cuando nadie nos lo exige.

Franka Potente en Corre, Lola, Corre, atraviesa un Berlín recién unificado, es decir, que había dado un carpetazo apresurado e inconcluso al siglo XX para abrazar el XXI al ritmo que marcaban sus zancadas pelirrojas, la música electrónica y la ficción fraccionada.

En esta trepidante película la carrera era un vehículo para hablar de las posibilidades, del destino alterado por el aleteo de la mariposa, de la fantasía sobre el control.

"Tras la belleza, la fortaleza y la velocidad se encuentra siempre el anhelo de permanecer"

En el Retiro la aspiración por el control toma una dimensión asfixiante. En primer término porque, en nuestro presente, en el cuerpo se invierte tiempo, recursos y esfuerzo ya que es el activo más cotizado para la imagen. La imagen fotografiada ya no es el reflejo de un momento, sino el producto que posicionamos en redes para lograr el éxito social, afectivo y sexual.

Esta inversión, no obstante, trasciende de las fronteras del mero beneficio. En un mundo tan inestable, el control se vuelve angustia. Cuando todo cambia y lo hace de una forma fugaz e impredecible, la única estrategia que encontramos para sentir que podemos aferrarnos a algo es dominar nuestro propio cuerpo hasta sojuzgarlo. Tras la belleza, la fortaleza y la velocidad se encuentra siempre el anhelo de permanecer.

Puede que todo esto no sea más que la crítica rebuscada del que siente que se queda fuera de juego, cuando en el juego importa más la apariencia que la narración. Puede que la cita con la agitación de cada tarde tenga que ver, más que con la competencia, con el miedo a la soledad. Lo que es seguro es que mientras los actores cambian, el escenario permanece. El Retiro, ya va para cinco siglos, no se asombra ante nada.

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