Parece pertinente considerar que la capacidad de alguien que escribe historias para tener cautivos a millones de lectores a lo largo de décadas es una prueba irrefutable de sus dotes para la narración. Sin embargo, no es garantía de que el 19 de marzo de 1950, cuando se puso el punto final a la existencia de Edgar Rice Burroughs, uno de los escritores estadounidenses más leídos y prolíficos, fuera ascendido al mismo panteón de las letras donde se honra la memoria de Nathaniel Hawthorne, Herman Melville o Mark Twain. Una cosa es la gloria que dispensa el academicismo —nace… escribe… muere…— y otra, muy diferente, la que conceden las cuentas de resultados de la industria editorial. Ninguna es más digna ni mejor que la otra.
Frente al del cine, muy dulcificado —incluso en esa versión pre-código con los fugaces desnudos de Jane (Maureen O’Sullivan) buceando junto al rey de la selva—, el Tarzán literario desde su primera historia, Tarzán de los monos (1902) es más complejo y tortuoso. Crecido en la selva, come como una bestia y no deja de debatirse entre la barbarie y la civilización. Más cerca de los superhéroes de Stan Lee que de la teoría del buen salvaje de Rousseau, puro y no corrompido por la civilización, a veces ratifica las teorías del enciclopedista, otras no tanto. Tarzán, aunque criado por animales, solo se convierte en héroe al contacto con la civilización, cuando se trata de salvar a las bellas y refinadas inglesas o a los geólogos perdidos en su trabajo de campo en la inhóspita jungla. Sin embargo, John Clayton II, Lord Greystoke —verdadera identidad del hombre mono— vuelve a su solar natal en la Inglaterra victoriana. Y allí, donde comen con cubiertos y se visten de noche para cenar, descubre que lo suyo es la jungla, que no la civilización.
Nacido en Chicago en 1875, Edgar Rice Burroughs, guiado por ese afán de aventura que aguijonea a tantos jóvenes, quiso ser soldado, de ahí lo del 7º de Caballería que aparece en las solapas de sus libros. Cabalgase o no con el mítico regimiento, conoció el Far West, como el gran Ambrose Bierce. Buscó oro en California y fue cowboy. De vuelta al Este se hizo tendero y contable. Así las cosas, no es de extrañar que empezase a imaginar territorios míticos donde el valor de los hombres se medía por su coraje y el de las mujeres por su belleza. Demasiado simple para nuestros días —por no decir otra cosa—, si bien todas sus series siguen contando con decenas de lectores, habrá que hacer notar la corrección política de las últimas adaptaciones de Tarzán, todo un héroe del cine familiar.
El aliento de Edgar Rice Burroughs fue largo; la inspiración diversa. Cultivó varios géneros. Si hubiera que adscribirle a uno, ése podría ser la ciencia ficción. Imaginó trasuntos de Marte, el Barsoom de las aventuras de John Carter, space operas localizadas en Venus —las aventuras de Carson Napier—; escribió westerns, novelas históricas, así como un número nada desdeñable de textos intempestivos y misceláneos. Con todo, puede que estuviesen en lo cierto quienes hace 75 años, cuando un día como hoy Burroughs murió en Los Ángeles, estimaron que su sitio estaba en el panteón de los mercaderes, que no en el de los escritores. Pasó de ser uno de los más prolíficos colaboradores de las revistas Pulp —Al Stories Magazine, que en 1912 vio nacer a Tarzán; Argosy; The Blue Book— a tener su propia compañía, la Edgar Rice Burroughs, Inc. Creada en 1923, solo once años después de la primera aventura de John Carter, Una princesa de Marte, y otro tanto de la primera del rey de la jungla, Tarzán de los monos llegó a facturar hasta los cómics de su primer héroe.
“Si la gente paga por escribir historias putrefactas, yo las escribiré más putrefactas aún”, se jactaba, recordando sus comienzos en las entrevistas, vanagloriándose de ser todo un cuentista popular ya convertido en uno de los grandes mercaderes de la literatura. Vendió tanto que se compró un distrito de Los Ángeles y lo llamó Tarzana, en agradecimiento a su personaje. Y la gloria que le fue dada a Edgar Rice Burroughs tras su último trance fue la de fusionar su recuerdo con el más célebre de sus personajes. Sí señor, el escritor, vampirizado por su creación, se convierte en Tarzán, pasando así a formar parte del acervo colectivo, con entrada entre los aludidos por Sisa en “Cualquier noche puede salir el sol”, canción entrañable y memorable donde las haya: toda una fórmula para hacer humo de la tristeza. Siempre es un momento estelar de la humanidad, la inmortalidad y celebración de uno de sus grandes personajes.
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