La última novela de Paolo Giordano, autor de la aclamada La soledad de los números primos, fue elegida mejor libro del año 2022 en Italia. El protagonista de Tasmania es un periodista de formación científica que cubre una cumbre climática en París mientras busca una solución a la crisis que atraviesa a nivel personal.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Tasmania (Tusquets), de Paolo Giordano.
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En noviembre de 2015 me encontré en París asistiendo a la conferencia de Naciones Unidas sobre el cambio climático. Digo que me encontré no porque no hubiera querido ir: al contrario, la cuestión del medio ambiente me preocupaba hacía tiempo y leía mucho sobre el tema. Pero, si no hubiera sido aquella conferencia sobre clima, seguramente habría buscado otra excusa para marcharme, un conflicto armado, una crisis humanitaria, una preocupación distinta y más grande que las mías que me absorbiera. Quizá en esto consiste la fijación que muchos tenemos con los desastres inminentes, ese interés por las tragedias, un interés que creemos noble y que será, pienso, el asunto de esta historia: en la necesidad de encontrar, en cada trance difícil de la vida, algo aún más difícil, más urgente y amenazador en lo que podamos diluir nuestro sufrimiento personal. Y seguramente esto nada tiene que ver con la nobleza.
Aquellos días, mi pequeña catástrofe personal me importaba mucho más que la planetaria, que la acumulación de gas invernadero en la atmósfera, que la fusión de los hielos y que la subida del nivel del mar. Más por cambiar de aires que por otra cosa, pedí a los del Corriere della Sera que me acreditaran en la conferencia sobre el clima de París, aunque el plazo de presentación de solicitudes ya se había cerrado. Tuve incluso que rogárselo, como si para mí fuera una cita irrenunciable. Solo tendrían que pagarme el vuelo y los artículos que escribiera. Me alojaría en casa de un amigo.
Giulio tenía alquilado un pisito oscuro en el distrito XIV, en la calle de la Gaîté. ¿Calle de la Alegría?, le dije al entrar. Pues no se te nota.
Tú lo has dicho. No te hagas muchas ilusiones.
Años atrás, en nuestra época de estudiantes, compartimos piso en Turín: él venía de fuera y yo era un privilegiado que deseaba vivir su primera experiencia lejos de casa, aunque mis padres vivían a media hora de autobús. Al contrario que yo, después de doctorarse Giulio siguió dedicándose a la física. Había cambiado innumerables veces de ciudad, aunque sin salir de Europa, porque tenía una aversión política insalvable hacia Estados Unidos. En ese tiempo se casó y se separó, tuvo un hijo y al final acabó allí, en Francia, con una beca de investigación que le concedió la École Polytechnique, donde estudiaba modelos del caos aplicados a las finanzas.
Cenamos dos raciones de pasta, como veinteañeros, sin poner la mesa, y le conté el motivo de mi presencia en París, el motivo oficial. Giulio buscó un libro en un estante. ¿Lo has leído?
Le contesté que no y lo hojeé. Colapso, murmuré, me parece perfecto.
Tiene un punto de vista interesante sobre el tema de la extinción. Quédatelo.
La palabra «extinción» me rondó un rato por la cabeza, como si fuera la etiqueta de mi suerte personal. Recogí los platos mientras Giulio me ponía rápidamente al tanto de su relación con Adriano, que ya había cumplido cuatro años. Me había entrado sueño por culpa de los hidratos de carbono, pero como nos habíamos acabado el vino, decidimos salir a tomar otra copa.
París estaba militarizada, era tétrica. Días antes, unos terroristas habían entrado en una sala de conciertos en la que estaban tocando los Eagles of Death Metal y habían disparado varios minutos seguidos contra la compacta multitud. Otros terroristas habían asaltado varios restaurantes y dos más se habían hecho explotar a las puertas del Estadio de Francia. Aquella noche, Lorenza y yo habíamos invitado a una pareja de amigos a cenar a casa y fue la madre de Lorenza quien nos dio la noticia. Lorenza no había contestado a la primera llamada ni a la segunda, pero aquella insistencia era sospechosa y al final lo cogió. La mujer nos dijo que encendiéramos la tele, nada más, y de pronto todos empezamos a recibir mensajes de móvil. Seguimos las noticias en directo más de una hora, en silencio, hasta que nuestros amigos se fueron, movidos por la necesidad completamente irracional de ver si su hijo estaba en casa. Lorenza y yo continuamos con la tele encendida largo rato, viendo pasar al pie de la pantalla la banda roja de los titulares, de manera ininterrumpida, aunque al final se sucedían en bucle. Los platos seguían en la mesa, fríos, y a nuestra consternación se sumaba otra cosa: un terror personal, una
sensación de duelo sin pérdida que gravitaba sobre el apartamento desde hacía días, en concreto desde la noche en la que ella me había dicho que no quería seguir con… y yo me había dado la vuelta.
Giulio y yo caminamos un rato, pasando por delante de locales de masaje con el escaparate tintado, tiendas eróticas y restaurantes asiáticos. Al final nos sentamos en una terraza, con las sillas de cara a la calle, y pedimos dos cervezas. Él siguió hablándome de los libros que había leído: ensayos sobre vigilancia digital, la Primavera Árabe y las nuevas formas de populismo. Leía muchísimo. Tenía una visión de la realidad mucho más compleja que yo, mucho más comprometida, y así había sido desde que nos conocimos. En la universidad había sido dos años consecutivos coordinador de grupo del aula B1, que estaba en el semisótano y en la que colgaban pósteres de «Nucleares no» y una foto de Oriana Fallaci con el nombre cambiado a ORINA, mientras que yo tan solo bajaba allí durante la pausa de la comida y únicamente para verlo, como si estar con él me hiciera a mí un poco más consciente de las cosas, un poco más ético.
En la calle de la Gaîté lo escuché hablar mientras me bebía la cerveza. Dejé que su saber infalible, el ruido del tráfico y el movimiento browniano de la gente limpiaran mi espíritu. En las breves pausas de la conversación, mirábamos a un lado y a otro y me parecía que los dos veíamos la misma escena: un fantasma negro emergía de entre la multitud, levantaba los brazos al cielo y barría el local con ráfagas de metralleta. Me sentía tan estéril, tan sin futuro, que una parte de mi ser deseaba que aquello ocurriera de verdad. Era una fantasía absurda y culpable, llena de compasión por mí mismo, pero quise tenerla, aunque no la compartí con Giulio. Nunca le había hablado de la cuestión de los hijos. Nuestra amistad se había basado siempre en hablar de la vida y evitar en lo posible los temas personales, y quizá por eso duraba tanto.
A la mañana siguiente tomé el tren regional RER B y luego un autobús que llevaba a Le Bourget, donde se celebraba la COP21. Pasar los controles de la entrada era desquiciante, pero, una vez dentro, uno se movía libremente. Había pabellones, salas grandes y medianas, sesiones plenarias y paralelas divididas por colores. Una azafata me llevó a la sala de prensa y me enseñó mi puesto, con conexión por cable y todo lo necesario. Mostré una desenvoltura que no tenía.
Pocos días después, tras asistir a mesas redondas de todo tipo que elegía más bien al azar, tuve que reconocer que no había mucho que contar. En las asambleas se debatían cláusulas y párrafos específicos, incluso las palabras concretas que habían de figurar en el tratado, y las intervenciones eran tópicas o demasiado generales. El medio ambiente era un tema aburrido. Lento, sin acción ni tragedia, salvo las que se esperaban en el futuro. Sobrecargado, eso sí, de buenas intenciones. He ahí el problema secreto del cambio climático: el aburrimiento mortal. Asistir a la puesta a punto de un acuerdo internacional resultaba incluso soporífero. Yo tendría que informar de cualquier avance milimétrico y presentarlo como si fuera una revolución, pero ¿a quién podía interesarle? ¿A quién, si yo era el primero que me amodorraba en las salitas en penumbra, hinchado a sándwiches que no paraba de comer, mecido por los discursos monótonos de los delegados senegaleses, cubanos o llegados del Tíbet con su túnica tradicional?
Al quinto día no había escrito ni un artículo. Los del periódico empezaron a preguntarme qué pasaba. Estoy pensando, les aseguré, ya casi lo tengo.
Durante la cena se lo comenté a Giulio. Lo más interesante que he visto es una instalación, una minitorre Eiffel hecha con sillas encajadas. Pero no me parece que dé para un artículo.
¿Cuánto de mini?
Así de alta.
No, pues no da.
Yo había cocinado para los dos unos chuletones envasados al vacío que había comprado en un supermercado ecológico. Quería que fuera un gesto de gratitud. Al hacerlos, la cocina se había llenado de humo, pero Giulio no había dicho nada al entrar.
Sí, esto del clima es un coñazo, admitió.
Pensé que ahí se acabaría la conversación, pero no: Giulio meditó un instante y añadió: Puedes hablar con Novelli, seguro que te cuenta algo interesante.
¿Y quién es?
Un físico, como nosotros.
¿Edad?
Menos de cincuenta. En Roma daba prácticas de método. Muy simpático en clase, pero un cabrón en los exámenes orales. Por entonces era un anticapitalista recalcitrante.
¿Como tú?
Giulio sonrió: Peor. He vuelto a verlo aquí en París. Ahora trabaja en modelos climáticos, algo de nubes. Si quieres te paso el contacto.
Seguramente me encogí de hombros, fingiendo que me lo pensaba, pero ya me había aferrado a aquella posibilidad. El caso era no pasarme otro día deambulando por los pabellones con eco de Le Bourget, con la cabeza llena de frases hechas sobre el desasosegante estado del planeta.
Lo que no me esperaba es que Novelli me citara aquella misma noche en una cervecería de la calle Monge. Fui a pie, aunque estaba casi a tres kilómetros. Hice todo el camino con los ojos puestos en el móvil, recabando información sobre Jacopo Novelli, doctor en física. No había mucho sobre él en internet, porque entonces no era tan conocido (ni tan tristemente famoso) como para tener una entrada en Wikipedia, pero sí tenía web propia, una más bien simple, en WordPress. Enumeraba una serie de artículos recientes y daba indicaciones sobre el curso de sistemas complejos que estaba impartiendo. Había también una galería de fotos con imágenes de cielos nubosos y el nombre del tipo de formación gaseosa de que se tratara: altostratos, cirros, cumulonimbos…, nombres que yo no había querido aprenderme para el examen de meteorología, porque la asignatura solo valía tres créditos.
No le he esperado para pedir, me dijo Novelli, aunque no daba la impresión de que se sintiera en absoluto culpable. Pensé que iba a tardar menos.
He venido a pie.
¿Desde el distrito XIV?
Parecía sorprendido, pero no dijo nada más. Sí vio que me quedaba mirando la montaña que había en su plato.
No está mal, ¿eh? Vengo por esto. Aunque no deberíamos comer hamburguesas tan grandes. Por las emisiones de CO2, digo. Y sobre todo por las arterias. Pero es que estas están buenísimas. ¿Ve?
Levantó el panecillo para que lo viera de lado. Las capas están bien separadas. Lechuga, queso, carne, cebolla. No como esas papillas que sirven en otros sitios.
Pida una.
Ya he comido, gracias.
Usted se lo pierde.
Dio un bocado a la hamburguesa y aproveché para estudiarlo. Tenía ese aspecto algo ajado que tienen algunos científicos en lo mejor de su carrera. Si de joven se había vestido de cualquier manera, como muchos estudiantes de física (yo incluido), ahora la cosa parecía preocuparle bastante.
¿Sabe lo que es el síndrome de Kessler?, me preguntó.
Negué con la cabeza.
Giulio me ha dicho que quería usted hablar del fin del mundo. Como todo quisque ahora, por cierto. Para empezar, hay que saber que no es el fin del mundo, sino, si acaso, el fin de la civilización humana, que es muy distinto. El caso es que, mientras le esperaba, me he acordado del síndrome de Kessler.
Se chupó la mayonesa del dedo índice, cogió el móvil y buscó una foto. ¿Qué ve aquí?
¿Ovnis?, contesté, más bien en broma.
Ovnis, exacto, es lo que dicen todos. Lástima que los ovnis no existan y esta foto sea real. Son satélites que no para de lanzar una de estas nuevas compañías de internet chinas. No se imagina usted la cantidad de metal que gira sobre nuestras cabezas; ya casi hemos saturado las órbitas bajas.
Giró la hamburguesa y siguió atacándola por el borde. Se ve que quería dejarse lo del medio, lo más jugoso, para el final.
Imagine que se suelta una tuerca de uno de estos satélites. Pasará constantemente, ¿no? Las tuercas se sueltan. Pues bien, esa tuerca viaja a unos treinta mil kilómetros por hora, es un proyectil. A esa velocidad traspasa una capa de acero como si tal cosa. Ahora imagínese que esa tuerca choca contra otro satélite, este satélite se hace añicos y esos trozos de metal salen también disparados y chocan contra otros satélites.
Una reacción en cadena.
Eso mismo, una reacción en cadena. ¿Qué pasará con toda esa materia rotando por ahí? Nadie lo sabe. Pero una parte podría caer en la Tierra, como una especie de lluvia de asteroides. Eso es el síndrome de Kessler. ¿Y sabe qué? Que es una amenaza real. La gente no piensa en eso porque no lo sabe. Solo lo saben las personas que lanzan estos satélites y por eso, con el dinero que ganan, se construyen refugios atómicos. Pero esta gente que ve usted aquí sentada no sabe nada. Ahora todos hablan del Estado Islámico y del calentamiento global, pero la verdad es que existen infinidad de amenazas más genuinas: la sequía, el envenenamiento de las reservas hídricas, las pandemias — ¡lo dijo, juro que lo dijo!—, la rebelión de las máquinas…, además, claro, de las que nos parecen pasadas de moda, como nuestro querido y viejo invierno nuclear.
De pronto, escuchándolo, me acordé de mi padre, que se pasaba los domingos persiguiendo a mi madre por toda la casa, como si fuera un dron: al cuarto de lavar, al balcón, a la cocina, hablándole de la crisis del petróleo, de la contaminación del aire, de la contaminación lumínica…, a razón de una catástrofe al mes. Me pregunté si Novelli sería un marido así. Si, bien mirado, lo sería yo también.
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Autor: Paolo Giordano. Título: Tasmania. Traducción: Juan Manuel Salmerón Arjona. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros.
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