Álvaro Gálvez ha escrito una bofetada literaria, un relato descarnado, narrado por una voz dañada por una herida invisible, pero también incurable. Sin embargo, sigue adelante porque no hay otra opción. Tal vez la causa de su dolor, casi mudo, no sea tan inexistente. No olvidemos esa primera página: “El parto salió mal: la que murió fue mi madre, así que todo lo que sé de ella son los recuerdos de quienes la conocieron”.
Como Travis Bickle mira Nueva York desde su taxi, el narrador observa Córdoba, con la misma sensación de alienación, aunque su desesperanza sea menos obvia. Los callejones, los bares, las plazas… Es un lugar que aplasta, un espacio que se siente más pequeño en cada paso que da. La Córdoba de Gálvez no es esa ciudad de patios y flores, llena de simpatía y cerveza. El narrador la describe con una mezcla de familiaridad y desprecio, como alguien que lleva toda la vida allí, aunque no quiera seguir ni un día más.
El narrador siempre mantiene cierto pudor, incluso en sus confesiones más íntimas. Si algo lo caracteriza es un autocontrol, una rigidez absoluta. La rabia no se desborda; se contiene, se acumula, y en ese proceso se vuelve cada vez más peligrosa. Su problema es que no quiere estar en ningún otro sitio. No hay un reemplazo. Todo parece ser parte de un decorado que ya no soporta. Cada esquina es un recordatorio de lo que no tiene, de lo que no es, de lo que nunca será. Como él mismo dice: “Mi vida consiste en buscar distracciones para esquivar el vacío que siento. Suena muy grandilocuente, pero ahora mismo me parece muy acertado. Todos somos un poco cursis de vez en cuando”.
La verdadera fuerza del libro está en cómo Gálvez construye la tensión. No hay explosiones ni grandes giros argumentales. Es un goteo constante, una acumulación de emociones que se filtran en cada página. El narrador no se enfurece, aguanta y aguanta. Y eso le hace tan inquietante. Parece a punto de estallar, pero que nunca pierde del todo el control. Hasta que, como el antihéroe de Scorsese, toma la justicia por su mano.
Conforme las páginas avanzan, Gálvez no solo encuentra el horror, sino que solo se fija en el horror. Sabes que está al límite, pero ignoras cuándo va a romperse, ni si lo hará. Ni siquiera lo hace cuando sufre la violencia que, como tantas veces, proviene de donde menos se espera. Tampoco cuando su pareja lo trata como si fuera un peso muerto, ni cuando se encuentra cara a cara con la miseria humana. Pero, al final, algo cambia y lo hace por un hecho terrible, cuya respuesta proviene no solo de su contenido, sino de todo lo acumulado, tal vez desde su nacimiento. El acto no redime, pero sí corta la inercia en la que estaba atrapado.
El estilo de Gálvez es tan seco como el narrador. No hay adornos innecesarios ni grandes despliegues líricos. Pero en esa austeridad hay una fuerza, una verdad incómoda, que atrapa. El lenguaje refleja perfectamente el estado mental del narrador: cansado, desencantado, pero incapaz de dejar de observar y analizar cada detalle. Hay momentos en los que el libro duele. No porque sea trágico, sino porque te obliga a mirar el transcurso de tus días. Te empuja a cuestionarte si realmente estás viviendo o solo estás pasando los días esperando que algo cambie.
Cuando todo estalla, el impacto no solo se siente en el protagonista, sino también en el lector. Si buscas algo ligero, este no es tu libro. Pero si tienes ganas de enfrentarte al lado más crudo de la existencia moderna, entonces prepárate. Este libro no te hará feliz, pero sí te hará sentir. Y, a veces, eso es suficiente.
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Autor: Álvaro Gálvez Medina. Título: No sabéis vivir. Editorial: Sr. Scott. Venta: Todos tus libros.
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