Ilustración: Juan Carlos Viéitez.
Qué espero sino unos ojos unas manos una boca. Qué espero sino un pliegue del tiempo en que me mire. Leo los ojos las manos la boca y leo mis mis mi y leo tus tus tu. Qué espero sino que hable de mí, que hable de ti a través de mí, que toda verdad sea tan solo un pretexto, que no exista el lenguaje ni Nicoïdski y lo siguiente sea tan solo un vuelo al azar mudo de nombres. Qué espero sino la espera, diluirme en el intento.
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Tengu vidriu in la boca pur estu si avri
Laura: la primera vez que nos vimos pensé en la muerte. Nos encontramos en la estación de autobuses y comprimimos el tiempo por la noche. Cuando te vi y pensé en la muerte, supe que había casos en los que el silencio no bastaba. No he dejado de hablarte.
Tengo seis años y paso las tardes en el suelo del salón. Mi hermana es muy pequeña todavía, mi padre trabaja hasta las tantas y mi madre se encierra en la cocina para fumar o destejerse de las horas. Yo me siento en el suelo y ordeno mis VHS de las películas de Disney. Miro sin curiosidad el brillo cansado de la tarde a través de las cortinas blanco roto. Soy feliz porque no siento nada. Tampoco entiendo de relojes.
La segunda vez que nos vimos, Laura, deseé la muerte. Estábamos a punto de dormirnos. Te dije podría morirme ahora mismo me he aferrado a la vida no puedo arriesgarme a que este amor también se degenere. Lleva el agua desde entonces a más de cien grados y aún no ha hervido.
Tengo ocho años y mi abuelo decapita a una gallina. Mi abuelo tiene siete años y entierra vivo a su perro. Tengo ocho años y estoy sentado junto a mi primo Alberto sobre unas piedras, frente a un árbol. Mi primo Alberto tiene un mes más que yo: se encarga, por tanto, de ser el hombre que trivializa la muerte. Mi abuelo sostiene a una gallina por el gaznate con una mano y con la otra, un alambre. Rodea el tronco del árbol con el alambre, la gallina cuelga agónica, Alberto y yo miramos con las nucas frías. Estad atentos. Lo estamos. Mi abuelo sonríe cuando se hace el silencio. Mi abuelo se aleja con la gallina cogida por las patas, deja un reguero de sangre en el camino. Hacha y árbol en cruz. Haced lo que queráis con la cabeza. Alberto saca pecho y yo comprendo algo. No sé el qué, pero comprendo. Mi abuela no puede cocinarla porque la gallina estaba enferma. Tengo nueve años y estoy leyendo El principito. Hace calor en la terraza de la casa de mi abuela. Me apetece dormir, pero mi padre me ha dicho que es un libro importante, que debo prestar atención y leerlo despacio. Mi abuela se asoma, dice no entres, cierra las puertas acristaladas de la terraza. Se oyen gritos y golpes. Leo muy, muy despacio este libro tan importante para encontrar en él respuestas. Pienso en la gallina, su enfermedad post mortem. Tengo dieciséis años y mi abuelo pasa por el local. Me pregunta por mis ambiciones, le digo que solo quiero estar tranquilo. Se ríe y pienso en la sangre. Tengo diecisiete años, depresión, un TCA, TOC, acabo de dejar la terapia y las pastillas. Me da un ataque de ansiedad en el trabajo. Me llaman loco. ¿Respondo que no lo estoy? Lo repito desquiciadamente, sacudiendo una escalera de metal, llorando y conteniendo la respiración con furia para desviar el dolor al cuerpo. Nadie sabe qué hacer. Llaman a mi abuelo. Se acerca con calma, me agarra del brazo, pienso en la palabra gaznate. Le digo abuelo no estoy loco no estoy loco. Me dice que no importa, que da igual que lo esté o no, pero que actúe como si no lo estuviera. Mi abuelo me dejó en herencia una poética.
Laura: la tercera vez que nos vimos temí a la muerte. Tuve miedo de quedarme sin palabras y no poder decirte pásame el papel aún recuerdo aquel día en la estación yo te quiero mucho. Cuando te vi y temí a la muerte, el tiempo se convirtió en una pequeñísima corriente de agua parada a medio milímetro de tu tobillo, y mi voz en un temblor de barro justo a dos cuartos de tu nombre.
Tengo todavía diecisiete años. Ante la misma mesa en la que El principito no me enseñó nada, mi abuelo me anuncia, siempre tranquilo, que ya no soy su nieto. Tengo veintidós años y mi abuelo finge que me reconoce. Tengo veinticinco años y mi abuelo muere. Escribo el cuerpo de mi abuelo era una losa a través de sus pupilas solo podía verse un latido indestructible de granito murió como un temblor.
Laura, si mi davas tus ojus pudia fazer con unu un barco di l’otru la vela, pero, de ningún modo, otra versión de ti; si mi davas tus ojus pudía tumar lus caminus dil mar, pero jamás un desvío más allá de la muerte. No leo Laura; Nicoïdski no escribe Laura. Pero ni Nicoïdski existe ni existes tú. Existo yo y reescribo los colores. Existo yo y diseño el color adecuado para el tiempo [el color del tiempo de Javier Calderón es una tarde impresa en blanco roto es un asombro mudo ante la nada]. Existo yo: me rasgo lus ojus para ver il velu curiladu qui mus ciega y asisto a la verdad: no existo. Si no existo yo ni existe Nicoïdski ni existes tú, Laura, tampoco existís vosotros, ojos sin nombre que me siguen.
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Ven dibaxu di la yerva
El tiempo en la casa y la casa en tu mano
quédati cun mí yo ti daré di cumer
el ojo en el tiempo y el tiempo en la casa
cóntami la cunseja qui si camina in tus ojus cuandu lus avris la maniana
la rama en el ojo y el ojo en el tiempo
tumaremus il tiempo in un djaru lu biviremus
el ave en la rama y la rama en el ojo
no sos nada mas qui un barcu al fin di su viaje nada mas qui una scrituria muda
mi boca en el ave y el ave en la rama
in tu boca las palavras puedin ser piedras i puedin ser palabras
tu mano en mi boca y mi boca en el ave
tus manus supierun cayintar la nievi tucandu solu las vintanas
la casa en tu mano y tu mano en mi boca
mus quidaremus aquí aspirandu qui nada venga qui ningunu mus topa
el tiempo en la casa y la casa en tu mano.
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No vengas tengu las manus vacías
Alguien que no existe lee un libro de alguien que no existe y piensa en alguien que no existe. La única verdad posible radica en una trampa. La dignidad de la trampa radica en el dolor. Alguien que no existe lee para alguien que no existe ti incuntrí nil caminu di las palavras y escribe sobre su pasado y su relación con la muerte. Alguien que lee a alguien le escribe a alguien estu es sólu para ti para mí no lis diziremus nada a ningunu mus vamus a ditiner bien quietus comu si no si pasava nada, y entonces alguien cree ser algo más que una estructura. Una mirada confía en su existencia y atrapa un desvío del lenguaje para argumentarla. Una mirada deforma mi existencia en expresión de la suya. Los integrantes de esta trampa tan solo somos variaciones cromáticas del tiempo, pero ya basta, mus quidaremus aquí. Un adiós y todo esto no ha servido para nada. Si quidarán quieta mi boz y la tuya
stamus solus.
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(Variación última a modo de principio: el color de las 20:05 h, viernes, 21 de mayo de 2021)
La luz está muy quieta sobre algunas de las cosas de mi cuarto. Hemos hecho garabatos en el tiempo y ahora un dolor de perfiles nos relaja. Algunas otras cosas se desatan en mis ojos de la luz. Cada grieta gime una raíz de centros y crece en mi pasado el deterioro. Detrás de mí tu cuerpo abarca con su abrazo un hueco desprendido de la vida. La luz tan quieta, las cosas tan ajenas a preguntas. El agua está a punto de anegarnos en este clima seco de ciudad sin costa. Detrás de mí tu cuerpo se murmura y asisto a una noche que aún no es noche en medio de dos sueños superpuestos. No importa que te quiera o que no existas. Importa que el tiempo a veces pide tiempo, y puede uno tenderse ante la luz y olvidarse poco a poco de sus cosas.
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Autora: Clarisse Nicoïdski. Traductor: Ernesto Kavi. Título: Poemas completos. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros.
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