La alegría de volver
Cuando era joven y América se dibujaba como un paraíso anhelado en las nebulosas desiderativas de la adolescencia, todos mis amigos fantaseaban con viajar a Nueva York y experimentar el vértigo de la metrópoli desde las cumbres de los rascacielos, pero lo que yo verdaderamente deseaba era conocer Buenos Aires, porque esa ciudad se expresaba en mi mismo idioma y de ella provenían epifanías muy queridas que habían ido conformando una suerte de genealogía sentimental. De algún modo, cuando la visité por primera vez hace ahora cinco años fue como si volviera a un territorio conocido, porque pisé entonces de verdad unas calles que había recorrido a través de las palabras de otros. La gran urbe de Sudamérica adquiere un relieve nuevo ahora que regreso, esta vez de forma absolutamente literal, y voy entreviendo su perfil a medida que el coche que me recoge en el aeropuerto me acerca a ella a través de una Ricchieri estrangulada por los embotellamientos. Crece un hormigueo en el estómago cuando llegamos a la Plaza del Congreso y veo erguirse al fondo la cúspide del Barolo, y el aire familiar que desprende todo se acentúa cuando continuamos por Callao y pasamos junto a la esquina de Los Galgos y recuerdo que a ese cafetín me llevó Fran la misma tarde que aterricé aquí entonces, cuando Buenos Aires era una incógnita en cierto modo conocida y sus calles un lugar por descubrir. Vengo cansado después de un vuelo largo, algo más de doce horas, y me esperan por la tarde algunos actos, por lo que sería recomendable dedicar este tiempo muerto que tengo ahora por delante a las placideces del sosiego, pero acabo de llegar y el ansia quema y sólo estoy en el hotel el tiempo justo para registrarme, deshacer la maleta, darme una ducha y cambiarme de ropa. Quiero poner a prueba mi memoria, saber si soy capaz de rehacer los propios pasos perdidos que di por aquí hace un lustro, y movido por ese afán llego a Santa Fe y sigo bajando luego por Paraná hasta dar con los predios de la Avenida de Mayo, seguirla hasta la Nueve de Julio y embocar después en dirección al Obelisco y a Corrientes, a toda esa iconografía destartalada y rabiosa de una ciudad tan excesiva que siempre se queda corta. Fran me cuenta que es imposible estar en esta ciudad sin que le entren a uno las ganas de escribir, y me habla de autores que no conozco y me recomienda un libro que buscamos sin ningún éxito y terminamos paseando por su barrio y dando con un cruce en el que sucede una de las maravillas que convierten en imán los entresijos de esta ciudad irresistible: en cada una de las cuatro esquinas que conforman el cruce entre Junin y Bartolomé Mitre se abre una librería; todas son del mismo dueño, pero todas son distintas y a veces sus dependientes se desplazan de una a otra en busca de los libros que reclaman los clientes, y así los pasos de cebra se convierten en un ir y venir de páginas que sortean los semáforos para dar con ojos que las lean y ese trajín puede sembrar un germen promisorio del que emerjan un cuento o un artículo que glosen esa circulación en la que se entrecruzan las ideas y las ensoñaciones. Los itinerarios de la fabulación son aquí tan abundantes que el andar errático me conduce a rincones que imaginé sin haber visto y a otros que recreé después de pasearlos una sola vez y como por despiste, y tanto en un caso como en otro descubro que lo que creí contemplar se parece poco a lo que hay y, por el contrario, aquello que inventé sin el menor complejo resulta asemejarse de forma inverosímil al referente que ignoraba y que se muestra ahora ante mis ojos con una arrogancia desvergonzada. Todo puede ocurrir en una ciudad en la que las bibliotecas públicas invaden mansiones habitadas por fantasmas y se habla de un barrio trazado a golpe de requiebros circulares por los que se adentran muchos que no consiguen dar después con la salida. Merodea uno por esta ciudad endiablada donde se aprende que la vida hay que gastarla como si anduviera inspeccionando los entresijos de la casa familiar, con esa impresión de encontrarse en terreno conocido aun cuando se halla en parajes que no ha visitado nunca, y al interrogarse por las razones del ensalmo viene a la memoria aquella vieja canción de Sabina que hace más de treinta años le enseñó que es posible morirse por volver, y que en algún lugar del mundo existía una ciudad llamada Buenos Aires.
Un encuentro probable
Hay en el barrio de San Telmo unas pocas cuadras que condensan mis mitomanías más queridas. En la esquina de Chile con Defensa está el banco donde se sienta Mafalda, a la que acompañan sus amigos Susanita y Manolito en un simpático conjunto escultórico concebido para divertimento y solaz de quienes llegamos aquí acuciados por nuestras urgencias sentimentales. El encuentro se hace más conmovedor cuando se repara en que, unos pocos pasos más allá, está el portal donde se supone que vivió la niña y que es en realidad el del inmueble en el que residió Quino mientras la dibujaba. Se podría pensar que se incurre en la injusticia, pero en realidad es bonito que el personaje haya usurpado el domicilio del autor y que la placa que se exhibe en la pared recuerde al primero y no al segundo, porque en realidad ambos son lo mismo y acaso Mafalda permitió que Quino formulara esas preguntas que quizá él no se atrevía a hacerse en voz alta. No muy lejos, en el 564 de la calle México, se levanta el edificio donde estuvo radicada la Biblioteca Nacional cuando la dirigía Jorge Luis Borges, un inmueble neoclásico que pasa inadvertido en la acera angosta y que está sometido ahora a unas obras de rehabilitación. El escritor ocupó ese cargo entre 1955 y 1973, que fue el mismo año en el que dejaron de publicarse las tiras de Mafalda, y dado que la niña vino al mundo con seis años en 1964 —lo cual significa que habría nacido en 1958— no sería descabellado que ambos se hubiesen cruzado en algún momento por el barrio, el uno yendo y volviendo de su casa a su despacho, la otra de camino al colegio o a los recados o al parque en el que jugaba con sus amigos. Por qué no imaginar que se cruzaron sus miradas, que a ella le llamó la atención él o viceversa, que alguna vez pudo pasar Borges ante el mostrador del Almacén Don Manolo (vende baratísimo) o que fue Mafalda quien en cierto momento, movida por la curiosidad, traspasó las puertas de la Biblioteca y se dio allí con aquel señor que rumiaba entre libros sus laberintos circulares. Quizá pudieron verse, aunque no fuese Borges muy de fiestas, en alguna de las veladas que se celebran en la Plaza Dorrego cuando está por terminar el día y se llenan las terrazas de los bares y se bailan allí tangos, que es el término que faltaba en esta ecuación improbable; tal vez entablaron conversación allí Mafalda y él, acaso también alguno de sus amigos, cohibidos tanto los unos como el otro por lo inusual de la escena. Les parecerá una estupidez a algunos, pero la imaginación tiene el poder de saldar pequeñas injusticias, de llenar páginas en blanco que nadie escribió por falta de ideas o de valentía, y ese encuentro fortuito o buscado entre Borges y Mafalda, con ser irreal, es tan sugerente que realmente merecería haberse dado.
En Uber con Carol
Salimos Carolina y yo de una entrevista que me han hecho en una emisora situada en el barrio de Colegiales, tan lejos de todo que soy incapaz de situarlo dentro de unas coordenadas precisas, y ella pide un Uber para regresar a la calle Talcahuano, donde se encuentra la biblioteca en la que se celebra la Semana Negra de Buenos Aires y en la que tengo que conceder otra entrevista y participar en una mesa redonda antes de que termine la tarde. La aplicación sufre uno de esos colapsos raros que se dan a veces: parece que una reserva se anula y tiene que gestionar otra y no llegamos a saber si alguna de las dos se ha hecho efectiva. La duda parece quedar resuelta cuando aparece un coche que se detiene y nos subimos en él. Echa a rodar y, al cabo de unas pocas calles, entra un mensaje al móvil de Carolina: «Llegué». «¿Me acabás de mandar vos una confirmación?», pregunta ella al conductor. «No», responde. «Qué raro, ¿no es este carro el que venía a mi nombre?», prosigue ella. «¿Vos sos Romina?», inquiere ahora el hombre que nos lleva, y ese interrogante desvela la confusión: dos personas —la Carolina que me acompaña y esa tal Romina a la que no conocemos— han solicitado un Uber desde el mismo punto —¿cuántas posibilidades hay de que algo así suceda en una ciudad tan mastodóntica como Buenos Aires?— y la primera —es decir, nosotros— se ha subido al coche que acudía a recoger a la otra. La situación es peliaguda: el conductor sospecha que le estamos engañando y quiere arrojarnos a la calle allí mismo, pero aunque no hemos hecho un recorrido grande sí es lo suficientemente amplio como para que ni Carolina ni yo sepamos regresar al punto de partida por nuestro propio pie. Mientras ella intenta convencer al chófer para que nos lleve al mismo lugar donde nos lo encontramos, yo me comunico desde su móvil al conductor que realmente venía a por nosotros —el del «Llegué»— haciéndome pasar por mi acompañante —es decir, escribiendo mensajes en argentino: «Esperame allá», «Ya mismo tiro», «Salimos recién», etcétera, para que no piense que le están tomando el pelo— hasta que la negociación fructifique y conseguimos que el coche nos devuelva al punto de partida. Nos cambiamos de vehículo y, por estas cosas de tecnología, Carolina tiene que teclear de nuevo en su aplicación las señas a las que nos dirigimos para que el nuevo conductor las reciba y las incorpore a su GPS. Cuando parece que todo está resuelto, el Uber se pone en marcha y respiramos con alivio —hay cierta prisa: tengo a una periodista del Clarín esperándome y entre unas cosas y otras vamos con el tiempo justo— y nos ponemos luego a charlar con relajo y distensión en el asiento trasero. De vez en cuando echo un vistazo por la ventanilla y me sorprende ver al otro lado un paisaje dominado por viaductos y autopistas, por salidas hacia descampados que no parecen muy propios de una gran ciudad, pero me callo porque soy un extranjero de visita y qué sé yo qué caminos inextricables hay que recorrer para llegar a nuestra biblioteca por el trayecto más corto. Pero en una de éstas Carolina sigue la dirección de mi mirada y pregunta al conductor: «¿Por qué camino nos llevás?» «Por el único que hay», responde. «¿Cómo el único?» Caemos así en una nueva confusión: con las prisas y la función autocorrectora de la aplicación, Carolina no ha marcado la calle Talcahuano del barrio de Recoleta, sino otra calle Talcahuano que al parecer existe en un suburbio de Buenos Aires, uno de esos parajes de la conurbación en los que no siempre es aconsejable entrar sin las debidas credenciales. Es decir, que, en vez de dirigirnos al centro de la ciudad, nos estábamos alejando de ella. Se lo decimos al conductor y él, igual que el anterior, debe de sentir que intentamos estafarlo. En un primer momento nos dice que nos deja tirados allí mismo y que ya nos arreglaremos, que él no quiere ir al centro porque éstos son días de protestas y lo mismo nos lo encontramos colapsado por las marchas, que él no tiene culpa de que nosotros nos demos tan poca maña en el manejo de ciertos artilugios tecnológicos. Carolina tira de dotes diplomáticas para solventar el problema y logra convencerlo para que se apiade de nosotros. Se lo toma a pecho y nos lleva a paso raudo por una General Paz desde cuyos márgenes se nos ofrece, como un premio de consolación, el fulgor de un atardecer primaveral. «No contés esto a nadie», me pide Carolina, pero por qué iba a callarme una de las experiencias más divertidas de cuantas me vienen sucediendo en estos días.
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