Año 1937: al comienzo de la ofensiva por parte de las tropas franquistas sobre la ciudad de Madrid, el poeta Rafael Alberti compone una reescritura personal de la Numancia de Cervantes como un canto a la libertad al servicio de la causa republicana. La tragedia del pueblo numantino frente al cerco romano se convierte, así, en un aliento para la resistencia.
Año 1992: Robert Cantarella, el que fuera director del Centre Dramatique National du Théâtre Dijon-Bourgogne, lleva a las tablas La siége de Numance, alegato antibelicista, versión pacifista y antimilitarista del clásico cervantino.
Año 2016: Teatro Español de Madrid, Juan Carlos Pérez de la Fuente dirige la versión de Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño de la tragedia de Numancia como denuncia para un país cainita, donde el hermano mata al hermano, con incuestionables ecos de la Ley de Memoria Histórica.
¿Qué elementos subyacen debajo de esa resignificación de los clásicos a favor de causas tan distintas? ¿Cuál es el proceso simbólico que ha vivido nuestro patrimonio dorado durante los últimos siglos? ¿Qué métodos se llevan a cabo en la instrumentalización del teatro clásico para su uso ideológico?
Es un hecho incontestable que el arte del teatro emerge como artefacto íntimamente contemporáneo, en tanto en cuanto siempre mantendrá un diálogo con el presente, con el contexto social en el que se lleva a cabo la puesta en escena, contribuyendo a su constante uso y manipulación.
El profesor Julio Vélez Sainz acaba de publicar Clásicos subversivos. Clásicos subvertidos. Apropiación y vigencia del teatro áureo en la editorial Reichenberger, un necesario y encomiable viaje por las puestas en escena de nuestros clásicos de los Siglos de Oro rastreando los mecanismos de apropiación que se han venido haciendo de ellos para propiciar, contradecir, difundir o traicionar determinados discursos. La realidad es que el profesor Vélez es un gran conocedor de las artes escénicas; teatrero de pro, que amén de dirigir con diestra mano el Instituto del Teatro de Madrid de la Universidad Complutense, donde imparte clase —yo mismo tuve la fortuna de tenerlo como profesor tiempo ha, cuando Quevedo no era trapero— o incluso realizar sus pinitos en el mundo de la dramaturgia, ha difundido en distintos y variados medios la vida escénica clásica y contemporánea, promoviendo congresos, actividades, montajes e investigaciones que contribuyen a tender puentes entre el universo de la praxis teatral y la academia.
El libro se divide en seis capítulos, precedidos de una introducción, que cubren siglo y medio de historia teatral (con particular atención a los últimos 50 años), siendo el primero y el último de carácter narrativo, permitiendo una lectura unitaria, en clave historicista, y encontrando en los capítulos mediales (2-5) la búsqueda de una interpretación ideológica de nuestros clásicos, un rastreo por sus variantes identitarias, políticas, culturales y antropológicas con ejemplos ilustrativos. El libro, como reconoce en la presentación del mismo Ignacio García, el que fuera director del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, «nos permite de un lado conocer el poder del teatro como herramienta de propaganda, y del otro comprender el potencial escénico de esas piezas» [p. 1].
Nos llama poderosamente la atención que, hasta la llegada del propio Ignacio García al Festival de Almagro, el patrimonio español estuviese bajo la sombra del bardo de Avon. Esta «bardolatría», que tanto le debe al crítico Harold Bloom y a su esfuerzo por propagar la idea de la invención de lo humano en la psicología de los personajes shakespearianos, contrasta sobremanera con las tesis de José Antonio Maravall sobre el teatro áureo hispano. Cercano a los círculos de Falange, los esfuerzos de Maravall por quitarle toda actualidad al patrimonio barroco y descanonizarlo, le llevaron, señala Vélez, a leer «la temprana edad moderna como ejemplo histórico de modelo dirigista a seguir durante el Franquismo» [p. 44]. El teatro del siglo XVII se convertiría, así, en el reflejo de una sociedad instrumentalizada, señorial, impregnada de propaganda elitista. Esta visión monolítica, que tanto peso ha tenido en las lecturas posteriores de nuestros clásicos —incluso en sus puestas en escena—, ha propiciado un pensamiento radical sobre el envejecimiento de nuestros clásicos y su nula necesidad de montaje, dada la brecha entre el público actual y el de su época.
En la discusión que nos ocupa, es interesante cómo empiezan a marcarse nuestros clásicos con uno u otro marchamo según su resolución escénica. Así, la puesta en escena de los entremeses cervantinos a cargo de La Barraca, el grupo de teatro universitario dirigido por Federico García Lorca, tuvo sonada recepción en el mundo cultural español. María Teresa León consideró en 1933 que El juez de los divorcios no se mojaba realmente con la realidad social de la época, siendo aprobada recientemente la ley del divorcio en el Congreso y resolviéndose el final de la pieza siguiendo el modelo antiguo. Según la autora, la representación de la pieza tendría que servir para popularizar la nueva ley y ejemplarizar al pueblo.
Por su parte, el teatro prebarroco español comenzará a perder su tinte primitivista en los juegos de vanguardia, hasta llegar a su recuperación actual con la compañía Nao d’amores, que con diestra mano comanda Ana Zamora, y su esfuerzo titánico por dotar de modernidad a los viejos autores de nuestro primer Siglo de Oro.
Bien es cierto que algunos textos han servido con mayor facilidad a su relectura en clave ideológica. Por ejemplo, la Fuenteovejuna de Lope (1619) emerge, señala Vélez, como «una obra con un claro carácter político que, además, puede ser interpretada escénicamente desde las posturas más diversas» [p. 126]. Tanto Fuenteovejuna, como la arriba mencionada Numancia, se convierten en una suerte de puntales de la memoria colectiva, «las cunas místicas de la nación en términos teatrales» [p. 146].
Fundamental es la lectura del capítulo cuarto del libro, dedicado a «Meninas 2.0: Lo clásico en clave femenina». Pese a los campos aún por conquistar en el terreno del feminismo y, por supuesto, las carencias canónicas y de reparto que nos ofrece el Siglo de Oro, la realidad es que hay un profundo desconocimiento sobre el papel de la mujer en el teatro aurisecular hispano, encontrándose modelos de personaje interesantísimos para su lectura moderna: desde la clásica mujer esquiva que desdeña a los hombres, hasta indicios de transexualidad, homosexualidad y travestismo, pasando por meretrices, santas, impulsoras de la acción o receptáculos de la trama, amén del número —cada vez creciente y revalorizado— de dramaturgas y autoras de comedias que profesaron el noble arte de Talía en la España del XVII: María de Zayas, Ana Caro Mallén, sor Juana Inés de la Cruz, Ángela de Acevedo o sor Marcela de san Félix, por citar algunos ejemplos.
Quizá convendría más alejar el foco de los miriñaques para acercarnos a los vaqueros, pues según el Informe sobre la aplicación de la Ley de Igualdad en el ámbito de la cultura en el pasado año, de los 1770 puestos dedicados a profesionales del sector artístico dentro de las producciones del INAEM un 73% recayeron sobre hombres y un 27% sobre mujeres. Nuestros clásicos, revisitados en tantas ocasiones bajo el prisma de la «cultura de la cancelación» quedan reducidos a tropos atávicos y simplistas que los despojan ya no solo de su potencial estilístico sino de su capacidad para remover conciencias aún hoy.
Otro de los ejemplos significativos de esta polarización discursiva nos lo ofrece la obra de Miguel de Cervantes. Nuestro escritor más internacional, pese a su interés en vida por formar parte del canon de escritores dramáticos, no gozó jamás de fama como autor teatral —como si lograra su colega Lope, «monstruo de naturaleza»— pero ha conseguido que su Quijote salte de la novela al tablado en numerosas ocasiones, haciendo patente la vigencia del mito y su modernidad global. Sin embargo, su figura no ha estado exenta de controversia, desde el Cervantes de la leyenda negra, el esclavista opresor –tiene gracia si pensamos en su cautiverio en Argel y su defensa constante de la libertad humana–, el bastard de los ojos sangrantes del Golden Gate Park de San Francisco, hasta el Cervantes baluarte de la marca España, símbolo de concordia y puente del diálogo.
Esta idea del diálogo, de la comunicación entre tiempos y culturas la han intentado echar por tierra en algunos momentos de nuestra historia algunos, con palabras del profesor Vélez, «ilustres aguafiestas»; personajes que han insistido en la falta de vigencia de nuestro legado clásico y su ausencia de actualidad o que han marcado una resignficación negativa de obras y autores áureos. La nómina que se nos ofrece en estos Clásicos subvertidos es amplia, desde el «brindis del Retiro» que hiciera don Marcelino Menéndez Pelayo en 1881, segundo centenario de la muerte de Calderón, enalteciendo la figura del escritor como emblema ultracatólico, nacionalista y monárquico, hasta el auto de fe realizado por Agustín García Calvo en las Jornadas de Almagro de 1978 donde, con regusto anarquista, mandaba a la hoguera a nuestros clásicos —salvando los frescos entremeses— por perpetuar en sus textos actitudes «depravadas y serviles». También Julio Vélez analiza la problemática en torno a los estrenos de, en primer lugar, La Barraca en su gira de 1932, donde unos exaltados intentaron desprestigiar la labor del poeta reventando sus obras y en segundo lugar de la Compañía Nacional de Teatro Clásico con el estreno de El médico de su honra bajo la dirección de Adolfo Marsillach.
Este libro de Julio Vélez se convierte en un imprescindible en la biblioteca de todo amante del Siglo de Oro español, tanto en su estudio como en su praxis, pues aborda con rigor temas de actualidad referentes a nuestro patrimonio literario y continúa con el testigo de otros esforzados teóricos que se empeñaron en la tarea de aunar fuerzas entre académicos y teatreros en nuestras fronteras, como Luciano García Lorenzo, José Luis García Barrientos o Javier Huerta Calvo. Es irónico que aquellos que acusan a nuestros clásicos de falta de compromiso ético, los que demandan en sus textos tomas de partido y critican su ambigüedad, son los mismos que alaban estas mismas actitudes en Shakespeare. Ha existido históricamente un modelo de apropiación ideológica que ha llevado a su vez a criticar la adaptabilidad de los mismos y su vigencia, en detrimento de su universalidad; gracias a estos Clásicos subversivos (y subvertidos) logramos trazar un panorama sobre el proceso de instrumentalización que han vivido nuestros clásicos para concluir que el fenómeno global vivido en la época desde Nápoles hasta México, de Madrid al Perú, nos ha legado un patrimonio de cientos y cientos de textos de altísima calidad literaria e inigualable riqueza estrófica y poética —muy superior a la de los teatros hermanos (pensemos en Inglaterra y Francia)— con gran peso de lo femenino, lo social y lo ético que los acercarían necesariamente a nuestro presente al margen de su ideologización.
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Autor: Julio Vélez Sainz. Título: Clásicos subvertidos. Editorial: Reichenberger. Venta: Todos tus libros.
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