Vivimos este tiempo instantáneo, de dictaduras inmediatas, que impide reconocer lo que es más obvio: que el presente comenzó hace mucho y que el mundo de hoy enraíza en el pasado. En este septiembre, todavía tan veraniego en temperaturas y en actitudes vitales, Sergio Peris-Mencheta ha montado en los escenarios del Canal la obra de Stefano Massini sobre los Lehman, una familia que va quedando para la historia como un arquetipo de la desmesura y la ambición. Un relato que se mueve entre lo dramático y lo burlesco, y que va dando cuenta de cómo hemos convertido el dinero, con sus metálicas tangibilidades, en una abstracción, algo así como lo que Pollock y otros hicieron con la pintura. Una épica adecuada para desempolvarnos las múltiples galbanas veraniegas que aún nos lastran el ánimo y que arranca justo donde empiezan nuestros días actuales, en 1844, cuando un tal Henry, un judío de Baviera, desembarca en Ellis Island, la puerta de entrada a los Estados Unidos para aquellos inmigrantes de entonces, y que culmina en este twist neoliberal que ha reducido la sociedad del bienestar a una hoja de contabilidad. La función es un minué pedagógico de cómo nos van vendiendo hoy el lavavajillas, los microondas, los pantalones, las automociones varias y otros lujos próximos, y que nos delinea con humor —la única manera de abordar asuntos serios, como aseguraba alguien— la agenda de codicias y avideces que van tirando del carro del mundo.
La genialidad, porque algo de esto hay, aunque duela, de los hermanos Lehman, los Lehman Brothers, proviene de intervenir en la economía, eso que no es política ni derecho y, en ocasiones, ni una actividad legal, con unas ocurrencias fértiles que desembocaron en un oficio inexistente: intermediarios, vamos, lo que es vivir de no producir nada ni poseer nada, salvo, por supuesto, el parné agarrado de los beneficios. Aquí la sensación que queda es que mientras los ministros y los ministrables andaban extraviados en las cosas del siglo XX, los que en realidad iban moldeando el rostro del mundo eran los Lehman y los Goldman Sachs de turno, que comenzaron vendiéndonos productos, mercancías, zarandajas, ferrallas, útiles y han terminado ofreciéndonos emociones al cambio, así que la peña ya no compra un coche, sino una parcela de libertad; ni adquiere una cafetera, sino una manera de vivir. Estos tipos, aunque les pese a muchos, fueron unos vanguardistas, y no el tal Andy Warhol y sus minutejos de la fama. Unos embaucadores que han logrado que la gente vea en una camisa una oportunidad para ligar y no una prenda de abrigo. La bolsa principió con eso del carbón, el algodón y las vías ferroviarias de la Union Pacific, con las materias primarias o no tan primarias, pero que ahí estaban. Pero esa catenaria económica está demodé y lo que se vende hoy son sentimientos, intangibles, promesas, lo que da para especular bastante rato. Adquiera usted esto, no se corte, la de experiencias que podrá vivir, ¿Se lo ha pensado? Aprovéchese, hombre, si somos nosotros los que en realidad perdemos dinero al vendérselo. Se lo prometemos. De verdad. Palabra de Lehman Brothers.
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