Soy nadie. Para el que me lee, también para mí mismo. Llevo esforzándome en ello buena parte de mi vida. Esto va a cambiar, en cierta medida, porque de ahora en adelante mi nombre aparecerá con cierta regularidad en este medio.
En consecuencia, considero de lo más prudente presentarme. Es un tema al que le he estado dando vueltas. Por supuesto, tendréis la biografía que decida escribir al pie de este artículo, pero tan solo reflejará el nivel de locura que me aqueje en ese momento. No siempre soy fácil de leer, ni de entender. Esto último, lo de entender, es algo que el lector reclama cada vez con mayor frecuencia del autor. Debemos ser comprensibles. Pérez Galdós, que ya hizo notar este problema en el prólogo de El abuelo, se alarmaría si supiera hasta que nivel tenemos que masticar los párrafos.
Lo que hago y lo que dejo de hacer lo podrá leer uno en mi biografía. Pero ¿qué mejor forma de conocer a alguien que leyendo sobre sus miedos? Vivimos en una época de terrores, en la que Halloween es de hoja perenne. Se dice que Twitter es la red social de los odios y las hogueras. Conviene no olvidar que estos proceden de los temores de la gente, y que si muchos son definidos por las llamas que prenden, lo pueden ser también por los sentimientos que les llevan a agarrar el cuchillo y el pedernal. Mejor que el mechero, que hoy ando asilvestrado.
Quiero dejar claro que todos estos miedos son de esos que alguien que viva en un país en vías de desarrollo leería y diría “meh”. No tienen consistencia, son como un libro de Miguel Gane. Pero es lo que tengo, no puedo hacerlos crecer y llegar a más. Son, simplemente, problemas del mundo desarrollado. Lo que nos queda cuando se despejan las preocupaciones más acuciantes. Mirémoslo por el lado positivo: implican que difícilmente me uniría a una turba furiosa.
Siete son. Igual que los días de la semana, las colinas de Roma, las notas de la escala mayor de notas musicales, los pecados capitales, los infiernos de Dante, o las bolas de dragón en Dragon Ball.
Teorías del fin del mundo
La creación de canales de comunicación donde se favorece cierto anonimato ha favorecido la proliferación de individuos de toda clase, o más bien los ha puesto en contacto. Criaturas estas que de otro modo hubieran vivido una existencia paranoica en soledad se juntan y extienden sus terrores nacidos de la desinformación a diestro y siniestro. El problema de muchas de estas personas es una carencia significativa de cultura básica.
Otras, en cambio, ponen más difícil excusarlas. Tiene gracia leer a J. J. Benítez asegurando que en el año 2027 un meteorito impactará contra la Tierra, destruyendo infraestructuras e instituciones de todo tipo, lo que según él llevará a una caída abrupta de temperaturas. Y no sé qué más tonterías ha dicho. Pero vayamos al asunto concreto. Es cierto que hay una probabilidad del 10% de que un meteorito colisione con la Tierra. Si se diera la circunstancia, la energía liberada sería de 100.000 a 800.000 kilotones. Hiroshima fue destruida en la Segunda Guerra Mundial por una explosión de 15 kilotones. Así que no, Benítez, un impacto de ese tipo lo que haría sería acabar con la vida humana en la Tierra.
Lo que me preocupa y aterroriza es la cantidad de gente que lo cree, lo difunde y contagia a otros. De ese futuro suceso —repito que la probabilidad es del 10%, y añado que la NASA tiene ya varios planes de contingencia en marcha— coligen que no es necesario preocuparse por el coronavirus o por el calentamiento global. ¿Para qué? En menos de siete años habrá una reconfiguración al modo de fábrica de la humanidad y se podrá empezar de nuevo.
Pero esto, al igual que la locura del 5G implantado con la futura vacuna del covid-19, es una falacia. Y lo que preocupa es ver a personas con una supuesta formación difundiendo bulos e influenciando a individuos de pocas luces.
Es importante que todos tengamos los mismos derechos. Crucial. Pero los adultos del siglo XXI han olvidado, por culpa de la impunidad de las redes y otras casuísticas, responsabilizarse de sus palabras. Por tanto, la cultura ha perdido, pero las meras palabras son más poderosas que nunca. Es la paradoja de Epiménides.
Cambio climático
Al ritmo al que nuestro planeta se calienta, para el año 2050 las reservas de hielo de la Tierra se encontrarán en su mínima expresión. Tendremos hambrunas, temperaturas extremas, plagas, extinciones masivas, desaparición de tierras emergidas y de patrimonios de la humanidad.
En el norte aparecerán nuevas epidemias, y la tierra se desgajará y hundirá. En zonas meridionales los eventos climáticos extremos, las altas temperaturas, la imposibilidad de cultivar y la pobreza de base harán la vida inviable.
Entre tanto, en la actualidad nos obsesionan las nimiedades. Suena duro llamar nimiedad a una pandemia. Debería ablandarse ante la evidencia de que es consecuencia del cambio climático y de los vicios e inclinaciones destructivas del ser humano. Quizás esa moda de censurar todo lo que cae fuera de las líneas del corrector de estilo aprenda a ser tolerante cuando comprenda que el calentamiento global nos tiene preparadas sorpresas que harán que los autores de distopías se dediquen al marketing, pues no hallarán el modo de crear un horror que no pise ya el planeta.
Libros gordos, tochos, que no pesan mucho más que una bolsa de patatas fritas
Sí, sí. Esos libros de miles de páginas, ligeros como la mochila de un repetidor, y de contenido tan intrascendente como el 90% de la prensa contemporánea. Los leo como tortura, me ponen cachondo del pánico que les tengo. También son una prueba. Del mismo modo que me impongo hacer de vez en cuando alguna maratón, una sesión de musculación de horas o nadar kilómetros. Por probarme que puedo hacerlo. Pero cada vez que veo entrar por la puerta una de esas monstruosidades llamadas best sellers, no puedo evitar desear estar en un lugar gélido para que encender una chimenea cumpliera alguna función.
Libros para el verano, para leer en la playa, para regalar a gente a la que no conocemos, o para calzar mesas carentes de una pata. Su ligereza habla a las claras de alguna maldición yoruba, o afroamericana, que los convierte en objetos temibles. Te observan con rencor desde la mesilla de noche mientras duermes. Y cuando los terminas dejan un legado en tu mente más hondo que el mejor libro de Hermann Hesse, una cicatriz en la materia gris donde un grupo de cuerpos neuronales se fosilizaron tras una muerte ardiente. Regadas con Agente Naranja, nunca volverá a crecer vida nueva.
Desaparición de especies
Como biólogo, y conservacionista extremo, de estos que son capaces de arrancar alguna cabeza por ver a alguien pisar una hormiga, la desaparición de especies me causa sentimientos contradictorios.
En primer lugar, mi disciplina, la biología evolutiva, trata de la vida, de cómo esta se abre siempre camino. No importa lo que le hagamos, el ser humano carece de poder para erradicar la vida del planeta. Y por encima de los restos calcinados de otras especies, incluso por encima de nuestros propios restos, se alzarán nuevas formas de vida. Unas formas que, he de admitirlo, me hacen desear viajar al futuro para conocerlas.
Pero mi esencia amante de los animales se preocupa enormemente por el sufrimiento animal. El colectivo y el individual. Actualmente solo nos queda el 35% de vida salvaje de la que pobló otrora la Tierra, antes de la industrialización. Y esto es un crimen terrible, que nunca podrá ser castigado en justa medida.
Que sepamos, hemos tenido cinco extinciones en masa. Se han caracterizado por ser fenómenos extremadamente rápidos, causados por un solo factor y por acompañarse de un cambio en el paradigma dominante en la dinámica poblacional. Sin embargo, actualmente estamos viviendo una era, el Antropoceno, caracterizada por la extinción de especies, que sumará otro dígito al cinco. Dediquemos a esto un segundo: las eras se han clasificado siempre por fenómenos geológicos y meteorológicos, pero nosotros hemos imprimido a nuestro desarrollo un patrón tan marcado de extinciones sucesivas que se ha establecido una nueva era en base, únicamente, a las extinciones. Somos unos máquinas, troncos.
Sir David Attenborough, un hombre al que siempre he admirado —puede que envidiado sea la palabra—, y a quien tuve la oportunidad de conocer en mi alma mater, la universidad de Cambridge, piensa que es posible revertir esta dinámica de extinciones. Yo pienso que es el optimismo de un anciano que no desea morir con la triste verdad en su mente. Y lo entiendo.
¿Cuál es esa verdad? Pues que alguien tan ajeno al naturalismo como Quevedo ya dio con la clave hace siglos. “Poderoso caballero es don dinero”.
Banderas
Más que miedo es una alergia, una reacción inmunitaria. Queda lejos de mi control que las células del sistema inmune liberen señales moleculares y que se me disparen los anticuerpos y las alarmas.
Una bandera, para mí, es señal de vidas engañadas, muertes vanas, límites inventados en un mundo al que considero que pertenezco en mayor medida de la que yo, como criatura viviente, puedo ejercer derechos sobre él. Una bandera es la protección de extremismos, intolerancias, escudo de hipocresías —lo que más odio en el mundo—. Una bandera solo es un trapo con una combinación de colores a la que nos hemos empeñado en darle significado.
Y aunque me encanta la heráldica, como buen friki de la historia y la literatura de fantasía, no puedo evitar el amargor a café frío y viejo que me satura las papilas gustativas cada vez que me encuentro con personas envueltas en ellas.
Eso sí, nunca quemaría una bandera. Y no tanto por respeto como por indiferencia. El símbolo, en solitario, me causa desinterés. Son las personas faltas de capacidad crítica las que me abruman. En esto, al igual que en muchas, muchísimas cosas, soy igual a mi querido Antonio Gala: no tolero la estulticia deliberada. En una sociedad con bibliotecas y una muy buena educación pública —sé de lo que hablo, pues he podido compararla con la británica y la estadounidense—, la estupidez es un pecado imperdonable y un insulto a todos esos seres humanos que no tuvieron nuestra suerte.
Inmortalidad
Lo de la inmortalidad me atrae en la misma medida que un concierto de Kiko Rivera. Aunque la aprovecharía para ejercer de cronista. Algo que ya aspiro a hacer con la extinción de especies, pues es necesario que alguien dé un paso adelante y se atreva a recoger cómo era el mundo antes de que lo liquidáramos por completo.
Esto creo que os ha quedado claro. Soy un tanto repelente, con tendencia a tener ideas obsesivas y embarcarme en proyectos complicados. Me gusta mantenerme distante de la sociedad, pero no puedo evitar ayudar a una persona sin hogar, a un animal maltratado o a un ecosistema degradado. Sabiendo lo que viene, y como alguien que sigue día tras día, en primera fila, cómo reaccionamos ante estas desgracias colectivas, me temo que una vida inmortal haría de mí un ser muy desdichado.
Ni siquiera podría hacerme alcohólico, porque es una habilidad que ya figura en mi currículum. La sola idea de compartir la eternidad con futuras generaciones me llena de hormigas intangibles el espacio entre dermis y epidermis. No, a mí déjenme envejecer junto a mi amada esposa, que me da la comprensión y la belleza espiritual que necesito. Y cuando muera, que mi cuerpo se lo coman los tiburones que tanto disfruto estudiando.
Injusticia
Mi temor a esto es tan grande que ya directamente lo denomino odio. La injusticia es intrínseca al ser humano. Puede que incluso sea necesaria para nuestra sociedad. Pero eso de ver a la estupidez triunfar sobre la inteligencia, al talento agonizar ante la posición social, al poderoso abusar y usar la vida de los que tiene por debajo, a tantas criaturas cuyas vidas cumplen el único cometido de servir de piezas para los fines y ambiciones de otros, despierta al revolucionario que hay en mí.
Por suerte, me preocupan más las injusticias medioambientales. De este modo evito que nazca en mi persona una faceta política que sé que existe pero que por nada del mundo desearía ver aflorar.
Morir sin tener la ocasión de imitar al Walden de Thoreau
Esto es, agarrar un hacha, a mi mujer —por supuesto, donde este escritor loco vaya no lo hace sin su brillante esposa, y viceversa—, y perdernos en la naturaleza. Al norte, al hostil norte. O quizás cortar amarras con tierra firme y aprovechar mi formación marítima para vivir en el mar en un catamarán. Estas últimas semanas he pasado mucho tiempo pensando en esto, e incluso diseñando un plan. Por el momento no es posible, demasiadas ataduras que ni una katana de Amakuni podría cortar.
Otro impedimento es una cifra. 7,8 billones de seres humanos. Pronto nos apilaremos en estanterías.
Pero ansío esa vida sin conexión con la sociedad a la que nunca he creído pertenecer. Una vida de cazador-recolector. Con las comodidades justas. Soy, en muchos aspectos, una mezcla de Aquaman y de un crío de la selva. Mi medio es la naturaleza. Entiendo a la tierra, y al mar, conozco a sus especies, sé cazar, pescar y construir. Si me llevas al monte y te despistas un segundo, desapareceré para correr en bolas entre los árboles.
Adiós al móvil, al ordenador que uso para programar robots y diseñar algoritmos. Bienvenido sea de vuelta mi espíritu, ese que se lacera con el exceso de tecnología, con la administración deficiente de la raza humana. Y así conectar de nuevo, pues siempre he estado vinculado a nuestro mundo y sus elementos de una forma tan íntima que creía imposible de perder.
Ahora, con una vida literaria despegando, una carrera investigadora en ciernes, y una esposa que también comienza a destacar, y mucho, en el periodismo, y que pronto lo hará en las letras —ya lo vaticinó Antonio Gala— temo que ese momento de soltar el selular, enterrar el reloj y desaparecer a lo Merlín de la mano del amor de mi vida sea un idilio imposible.
Eso y que el famoso cambio climático que a muchos parece una mera alegoría entregará las tierras salvajes al fuego, al mar, o bien al subsuelo cuando el hielo que las sustenta se derrita y se desplomen hacia el océano.
Por cierto, el que la Tierra se agriete, como ya está ocurriendo en algunas zonas salvajes del norte del planeta, está siendo interpretado por conspiranoicos de los mencionados como señales de yo qué sé qué locura. Ojalá fuera posible explicarles; es todo más sencillo de lo que parece. Dejamos atrás el Holoceno, el período geológico más estable de la historia del planeta azul. Un período paradisíaco. Es hora de prepararse para la entropía a lo bruto.
En cuanto a la vida en el mar… quizás el lector no lo sepa, pero se espera que la vida en el océano se vea reducida a su mínima expresión para el año 2040. Adiós a los corales, los tiburones morirán de hambre, por la sobrepesca agotaremos las principales pesquerías del mundo, y los grandes mamíferos agonizarán bajo plagas y hambrunas. Un ejemplo reciente lo hemos tenido en las costas de Namibia, donde a lo largo de los meses pasados han aparecido más de siete mil lobos marinos muertos. Muchos de ellos fruto de abortos de madres sin recursos para una gestación; los adultos, de hambre.
A grandes rasgos, este soy yo. O bueno, estos son mis temores. Las cosas que me dan dentera. Estoy lejos de ser un hippie. Soy un bicho interesado en la evolución animal, el proceso de extinción de especies, la literatura, y en dar una voz a todos aquellos que no la tendrán. Los animales maltratados, los anónimos ejecutados en mataderos, aquellos que ven su mundo desaparecer sin saber qué ocurrió. He venido para quedarme, porque pienso que vosotros necesitáis leer esto y lo que iré escribiendo. Y tengo tanto veneno que cada vez que me muerdo la lengua escribo con la ponzoña de un escorpión. Pero quiero creer en el Principio de los Semejantes: lo similar cura lo similar. Y deseo que mi veneno os abra los ojos. No importa la tirria que me cojáis. Ya tengo un par de tortugas a las que mimar y una esposa que brilla más que el tesoro del Reino bajo la Montaña en el libro de El hobbit.
Lo que importa es que mi tiempo sirva para enseñar a los de mente abierta aquellas cosas de las que otros no hablan por complicadas o incómodas. Que la palabra, la ciencia y Pegaso me den su fuerza.
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