Tocata y fuga
Intento averiguar más detalles en las hemerotecas digitales, pero ignoro las fechas completas y desconozco los nombres propios, lo que impide que Google me devuelva referencias exactas acerca de aquello que le solicito. No puedo dudar, sin embargo, de la veracidad de la historia, porque quien me la cuenta es uno de sus protagonistas, o más bien el personaje que, de manera involuntaria, propició la acción. El promotor musical Aquiles Tuero anda próximo a cumplir las ocho décadas de vida, pero sigue entregado a lo suyo. Viene a verme para hablar de los asuntos que han ocupado su trayectoria profesional y se remonta a los tiempos en que decidió instalarse en Nueva York y, desde allí, empezó a exportar iniciativas a una España que celebraba entre incertidumbres su reconciliación con la democracia. Debía de correr el año 1983 cuando, en connivencia con la recién nacida autonomía asturiana y las administraciones de sus tres ciudades más relevantes, preparó una pequeña gira de una orquesta soviética que interpretaría en cada una de ellas unos repertorios que no pormenoriza, pero que en cualquier caso son lo menos importante. La cuestión es que el primer concierto se celebró, creo que en Oviedo, con gran éxito de público y el aplauso generalizado de la crítica. Mediaban cuarenta y ocho horas hasta el siguiente, y en la jornada libre los músicos tenían previsto ensayar en la Universidad Laboral y ocupar las horas sobrantes en lo que más conviniese a cada uno. El día en que tocaba disponerlo todo para la segunda actuación, a Aquiles Tuero lo despertó en su habitación del hotel Robledo de Gijón —donde la troupe había instalado su cuartel general— un asistente que, con rostro pálido y voz estremecida, le informó de que había ocurrido algo terrible. Se dirigieron juntos al cuarto que ocupaba el concertino. Tras la puerta entreabierta, el cuerpo del músico pendía de su propio cinturón y una silla yacía arrumbada en la esquina opuesta. «Se suicidó», me dice en un primer momento Aquiles Tuero, pero enseguida añade, con la rotundidad que da el convencimiento: «Más bien lo suicidaron.» Le pregunto por qué ha llegado a esa conclusión y comienza a enumerar razones: explica que el pobre hombre no había dado en ningún momento impresiones de encontrarse deprimido, añade que nadie notó nada raro en su manera de actuar ni de relacionarse con los demás, apostilla que hablamos de un ciudadano de la antigua URSS y que aún se castigaban no ya las francas disidencias, sino las meras discrepancias… Pero la razón determinante, la que por sí sola da a entender que algo turbio había en el trasfondo de aquel suceso, es que el mismo día en que el concertino apareció ahorcado en su cuarto, el pianista de la orquesta se dio a la fuga. Puede que mi escasa suerte al buscar en las hemerotecas se deba a que no quedó demasiada constancia de aquello. En esos años era relativamente fácil ocultar ciertas cosas, o al menos suavizar su impacto. Imagino que la embajada echó tierra sobre el asunto, que las instituciones pertinentes cancelarían con cualquier excusa los conciertos que quedaban por hacer, y que nunca se celebraron, y que muy poca gente estuvo al tanto de la historia ni pudo, por tanto, elucubrar sobre las negritudes que encubría. Contada hoy, después de tantos años, la cosa no deja de arrojar una vis cómica, sobre todo cuando Tuero me traslada el comentario que el escritor Paco Ignacio Taibo, gran amigo suyo, hizo cuando se la contó en el transcurso de una comida que celebraron en su casa de Ciudad de México: «Aquiles, si llegas a contratar un par de conciertos más, en esa orquesta no queda vivo ni el que toca los platillos.»
Para contar a nuestros nietos
En vísperas de la publicación de mi primer libro, más que el aspecto final del objeto en sí me generaba curiosidad lo que podría sentir el primer día que me lo encontrase en el escaparate o los anaqueles de alguna librería. Cuando llegó el momento y tuve ante mis ojos el ejemplar que generosamente quedó expuesto tras las cristaleras de Paradiso —y desde entonces he convertido en tradición lo de pasar por el 28 de la calle de La Merced cada vez que sale de imprenta algo con mi firma—, me sorprendió no experimentar ninguna emoción especial. Era, de algún modo, como si aquello que durante tanto tiempo había sido sólo mío pasara a convertirse en algo absolutamente ajeno en cuanto quedaba a disposición de los demás. Ahora que aguardo en la cola, a la espera de que me inyecten la primera dosis de Pfizer y se inicie así mi inmunización contra el coronavirus, me acuerdo de aquello porque tampoco esta vez noto una especial conmoción en el aspecto personal. Me alivia pensar que en unos minutos mi organismo empezará a acumular arsenales con los que afrontar la enfermedad en el caso de que aparezca y me alegra constatar, esta vez en primera persona, que se va atisbando la luz al final del largo túnel, pero no me emociono en la misma medida en que lo hice cuando fueron personas muy queridas las que pasaron por este mismo trance. Me ocupa, en cambio, un sentimiento con el que no contaba. Cuando entramos en la amplia nave, confirmamos en voz alta nuestros datos a las enfermeras que nos reciben y seguimos sus indicaciones para formar nuevas filas en las que aguardamos a que, por fin, nos inyecten el antídoto, se me despierta lo que nunca han conseguido despertarme los himnos ni las banderas ni esas grandes palabras que pretenden designar altos conceptos tras los que se ocultan intenciones miserables. Me refiero al orgullo por formar parte de una sociedad que ha sabido sortear mil y una complejidades para poner en marcha y desarrollar un sistema de vacunación que, con sus encomiables aciertos y sus lógicos errores —alguno me ha tocado padecer—, no sólo ha cumplido las expectativas, sino que las ha mejorado, pintando el verano de optimismo e infundiendo en términos colectivos una sensación de seguridad que se antojaba quimérica hace menos de año y medio. Si en marzo de 2020, cuando nos comenzó a acechar un enemigo desconocido e invisible, nos hubiesen dicho que a estas alturas estaríamos como ahora estamos, nadie habría concedido veracidad a la profecía. El alumbramiento y la fabricación de las vacunas, su reparto por Europa y su inoculación continuada a lo largo de los meses es una gesta colectiva de la que tal vez no seamos conscientes, pero que espero que valoremos como se merece cuando, en el futuro, las hemerotecas y la historia la señalen como una de esas hazañas que valdrá la pena contar a nuestros nietos.
Narrar la vida
Leo Literatura (Seix Barral), la primera novela del guionista Daniel Remón, y se me quedan grabadas las palabras con las que finaliza el primer capítulo: «Pienso en una frase que decía mi padre. Con estos bueyes hemos de arar, decía. Con esto, sea lo que sea esto, tendremos que hacer literatura.» Recuerdo un poema de Karmelo C. Iribarren que me gusta mucho. Se titula «El pasado» y forma parte del libro Las luces interiores (2013). Dice así:
Ahora
que he dejado
el alcohol,
no veas el cuidado
que tengo que tener
con los camareros
de mi barrio,
en cuanto se toman
dos tragos,
me cuentan mi vida.
Es obvio que la vida hay que vivirla, aunque no todos se atrevan a hacerlo. Pero tenemos —o tienen— que contárnosla para que, además, podamos comprenderla.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: