Mi abuelo vivió hasta los 104 años. Empecé a escribir por él, inspirado en las caminatas que nos daba a los nietos por nuestra ciudad contándonos los edificios que ya no existían y las historias de la gente que pronto serían pasto del olvido. Quizá por eso ambienté mi primera novela en 1925 y por eso lo metí a él como uno de los personajes: Ramón, un tipo tendente a la impulsividad, fiel y sabio a su manera. Un Watson de aquí, que por dentro tiene también algo de Sancho Panza. Mi Quijote es Joaquín Córdoba Martín de la Vega, que bien podía haber sido hijo del mismísimo general Aguilera, de vida fácil, acomodada, de no ser porque su madre murió cuando él nació, por su irreversible tendencia a buscar gente opuesta a él para hacer amistad y por un enfrentamiento latente y presente a todo lo que significa su padre.
En La balada de los ahorcados, la cuarta entrega de reciente publicación, no sale Ramón pero si Joaquín, al que un día tendré que rendir cuentas. Quería alejarlo de la ciudad donde él se siente cómodo y llevarlo a un paraje ajeno, a un paisaje interior de gente hosca y clima molesto simplemente para ver cómo se defendía; para ver cómo me defendía. Quería verlo bajar a la mina, que estuviera solo y se sintiera como tal, ponerlo a prueba una vez más.
Y respondió: él siempre responde, a pesar de la duda.
No tengo ni idea lo que será de él, pero la última vez que lo vi fue en 1931, cerca, muy cerca del inicio de la guerra civil, aunque si ustedes lo leen y se fijan, verán que los pilares de un enfrentamiento bélico ya estaban fijados en 1931 y antes, no hay que ser un lince para darse cuenta. Joaquín pasará por ella, no estoy seguro de qué manera, pasará y sobrevivirá, no lo duden, pero hasta entonces igual lo buscan desde otros rincones para meterse en líos, sin olvidar la capacidad propia que tiene para encontrárselos.
Si me preguntan, les diré que no escribí la novela en el confinamiento, aunque sí que se gestó su publicación en él, y de una manera un tanto curiosa. El año pasado, la anterior entrega de la saga se alzó con el premio La orilla negra del festival Black Mountain Bosost, junto a un escritor magnífico como es José María García; el año anterior también había sido finalista de otro modesto festival, el de Bellvei Negre, así que, animado por estos resultados, volví a presentar La balada de los ahorcados a este último. Cuatro días antes de la finalización del concurso entregué mis 175 páginas de manuscrito, convencido de cumplir todos los requisitos del premio. A las dos horas, más o menos, el organizador me devuelve el texto ajustado a las normas y me dice que solo llega a las 135 páginas, lejos de las 150 requeridas, y que por tanto quedo fuera. Ante mi insistencia e intercambio final de mails, queda en que como aún restan cuatro días, si soy capaz de llegar a las requeridas, me lo admitirían de nuevo. Qué cuatro días siguieron. Escribí de manera febril, recuperando ideas, ampliando diálogos y descripciones hasta que, a falta de tres horas para cerrarse el plazo, apenas me faltaban una o dos páginas. Bien, pues lo presenté y me lo admitieron, comunicándome unos días después que era uno de los finalistas. No me alcé con el premio, pero la editorial que publicaba al ganador se interesó. Mes y medio después estaba el libro editado con ellos, estrenando el final del estado de alarma.
En todo este tiempo que llevo publicando, escribir me ha enseñado muchas cosas, al igual que mis personajes y la gente que me he ido encontrando. Una de ellas es la importancia de la disciplina y la confianza en todo el proceso de escritura; otra, sin duda la más importante, es que no debo perder, bajo ningún concepto, la humildad de querer aprender de todo y de todos con cada oportunidad. Es la forma más divertida de andar en soledad este duro camino.
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Autor: José Ramón Gómez Cabezas. Título: La balada de los ahorcados. Editorial: Célebre. Venta: Todos tus libros, Serendipia.
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