Entre los días 6 y 10 de junio el Instituto Cervantes celebrará Benengeli 2022, Encuentro Internacional de las Letras en Español, con la participación de unos 50 escritores del ámbito de la lengua española y con el realismo (sean o no sean realistas sus obras) como tema de base. Benengeli 2022, desarrollado por la sección de literatura del Instituto Cervantes y comisariado por Nicolás Melini, tiene lugar de manera presencial en 5 ciudades de 5 continentes (Sidney, Nueva Delhi, Toulouse, Dakar y Chicago), y en otras tantas por medio grabaciones de vídeo y de podcast de radio (Buenos Aires, Lima, Bogotá, Caracas, La Paz, San Juan de Puerto Rico, San José de Costa Rica, Ciudad de Panamá, Santa Cruz de La Palma, Las Palmas de Gran Canaria, Sevilla y Madrid). Las actividades de Benengeli 2022, que toma su nombre del personaje historiador que Miguel de Cervantes ideó para que divulgara las andanzas de Don Quijote, Cide Hamete Benengeli, se podrán disfrutar en la web del Instituto Cervantes: www.cervantes.es.
Zenda publica en las semanas previas al encuentro 5 propuestas de 5 de los autores invitados. Esta cuarta entrega es el cuento «Tentativa de agotar un recuerdo», de Fernanda Trías.
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TENTATIVA DE AGOTAR UN RECUERDO
Todo esto ocurrió. La pregunta es por qué ese hecho, el de haber ocurrido, le otorga un cierto estatus. “Basado en deshechos reales”. La consigna aclara: debe ser no ficción. La propia consigna resuena en su ingenuidad, el verbo “deber”, su confianza en lo ocurrido, o peor, su confianza en nosotros, los autores, en nuestra buena voluntad, incluso en nuestra capacidad para distinguir la no ficción de los sueños, de las vueltas traicioneras de la memoria. Es esa ingenuidad lo que me da ganas de cumplir, de hacer el ejercicio creyendo –yo misma– que existe una verdad. Además, van a pagarme. Van a pagarme por escribir un recuerdo real, que es lo que se estila ahora, y luego van a publicarlo junto a muchos otros recuerdos en una especie de mosaico de la realidad.
Pienso: si era tarde, si no necesitaba preparar clase o corregir tarea, sino que regresaba a casa, exhausta e inservible, una máquina incapaz de optimizar cada segundo de su existencia, tal vez intentaba escribir algo. La libretita la llevaba conmigo como un acto de fe, aunque nunca o casi nunca la usara. Negarme a abandonar la esperanza… ¿de qué? No del tiempo, al que había empezado a despreciar, sino de esa conexión entre mi ser íntimo y el mundo exterior. Lo que pasaba ahí afuera rara vez me tocaba. O al revés, mi sensibilidad casi nunca rozaba el exterior y sus estímulos. La libreta se iba llenando de listas (gastos, supermercado, burocracia por hacer). Pero si volvía tarde, lo suficiente como para deponer las armas y sentir resignación más que vergüenza por cualquier intento de frase, sacaba el bolígrafo y escribía alguna cosa.
Escribía alguna cosa:
Tomemos entonces esta tira de papel. El borde superior de un sobrecito de té que ya no existe. Ni él ni la bolsa mojada y sin sabor, ni siquiera la taza con un reborde ocre, como dientes manchados. La tira de papel que alguien –vos— olvidó sobre el mármol de la cocina después de tirar lo otro a la basura y lavar la taza. Resto de restos, y sin embargo significa mucho. ¿Qué? Estás demorando el pensamiento. Ahora recordás el sabor del té, repasás con la lengua tus dientes irregulares. Como porcelana no. Como tazas que se han ido cascando pero que nadie se anima a tirar a la basura. Esa tira de papel, digamos, algo ha de significar.
Algo ha de significar:
El deseo inicial (¿de qué?), el gesto.
El impulso de rasgar el papel de un solo tirón, como quien raspa un fósforo.
¿Y si no fuera un papel, el borde ya inútil de un sobrecito de té machacado mil veces con la cuchara? ¿Si no fuera eso sino el borde de otra cosa? Entonces tirarías hasta rasgar lo otro y sacártelo de encima. Los fósforos humedecidos se quiebran con el roce, han perdido momentum. Un fósforo humedecido ya no chasquea. Pero al seguir tirando del papel, aparecen guirnaldas y caracoles, tornillos herrumbrados, el fondo roto de una botella, vienen animales vivos, arrastrados por las bolsas de plástico, y otros muertos, el caparazón de un cangrejo sin carne y sin pinzas. A estas alturas, seguir tirando es un riesgo. Esa tira de papel no conoce límites.
Volvamos al comienzo:
Para agotar el recuerdo debería transcribir todas las anotaciones, todos los pensamientos sueltos que el metro fue moldeando con su bamboleo adormecedor, su ruido transformado en mantra. La novedad nunca ayudó a la escritura; la novedad no hace más que robarle espacio a la observación y solo se vuelve material cuando se convierte en pasto sin relieve, superficie transitada por un millón de vacas. Recién entonces, cuando lo observado atravesó múltiples estómagos, puede ser algo. ¿Abono? O simple caca, mierda, si se me permite abandonar el registro. Esa digestión requiere tiempo, que para mí casi siempre significa espacio: mil kilómetros de distancia, dos países, un océano, una cordillera. Desde que él, desde que ella. “Una larga historia”, como dicen, que implicaría remontar no solo el tiempo, sino la geografía. Pero la consigna, el deber, también incluye una fecha límite y un máximo de páginas. Sobre mi tentativa de agotar un recuerdo pende una espada, una espada convertida en páginas, en palabras, en caracteres con espacios.
Enumera lo que has visto:
En el piso del metro he visto: un guante pisoteado y sin par, un zapato de bebé, botellas vacías que ruedan según el movimiento del tren como las bolitas de un flipper. He visto charcos de líquido (orina, a veces, el propio contenido de las botellas vacías o algo semisólido, casi siempre rosado, casi siempre similar al tocino). El charco se extiende, impulsado por los frenazos y los nuevos arranques. Una gota se derrama como un tentáculo fino, parece que va a tocarme el zapato, pero el tren para en el momento justo, o la gota abandona su recorrido, por una inercia imposible de descifrar, justo antes de tocarme. La gota retrocede; vuelve al charco original, al globo proveedor de líquido, donde se crea un nuevo tentáculo o se alimenta el anterior, que retoma el mismo camino con más fuerza. Si es un charco semisólido, lo notamos enseguida que se abren las puertas del vagón y caminamos o corremos hacia el siguiente. Nunca falta el estoico que prefiere un asiento antes que el aire en sus pulmones. He visto envoltorios de comida rápida, papeles untados en queso, un globo sin aire, amorfo como un corazón verdadero. Es poco lo que puede abandonarse en un vagón sin generar pánico, llamadas al inspector, retrasos que no concluirán en nada. Tal vez todo lo que he visto solo pueda entenderse en contraposición a lo que no he visto. Nadie ha muerto frente a mí. Las muertes solo ocurrieron unos vagones más adelante, y de ellas apenas recibimos las consecuencias: espera, bufidos, miradas al reloj, intentos desesperados de comunicarse con el jefe para advertir del retraso (pero no hay señal en este túnel). El muerto como un obstáculo: si alguien se sintió mal, puede pasar media hora antes de que lleguen los bomberos. No retiran a la persona del vagón para que los demás sigan su trayecto. Nadie puede tocarla (eso es lo primero que se aprende), y a veces por algo menor: un ataque de pánico, un mareo, una baja de azúcar. Si es tragedia, saldrá en las noticias. Alguien saltó a las vías, o las puertas automáticas atraparon su bufanda y murió ahorcado, o tal vez no tuvo tiempo de salir, las puertas se cerraron sobre su mochila y el tren lo arrastró por la estación hasta impactar la pared del túnel. Yo cuido mi bufanda y mi mochila. La gente se compadece del muerto durante treinta segundos y luego lo odia durante todos los segundos que sean necesarios. Matarse, lo entendemos. Pero es egoísta saltar frente a un tren. ¿No piensan en los miles pasajeros que llegarán tarde al trabajo?
En promedio, una persona medianamente afortunada pasa una décima parte del día en el transporte público. ¿A qué viene esta estadística inventada por mí? Suena a una cantidad de tiempo obscena. Un décimo de tu vida, y si encima pensamos que otro treinta por ciento lo pasamos dormidos… Lo mejor es aprovechar el tiempo, dicen, pero si no vas a aprovecharlo al menos conviene no perderlo. Esta diferencia, demasiado sutil, me la señaló alguien, y enseguida supe que estaba frente a una de esas verdades que solo los que han tenido el tiempo de padecerlas infinitas veces pueden formularlas. La diferencia entre aprovechar el tiempo y no perderlo es mucha. Han pasado años suficientes para entender que “lo que pasa cuando no pasa nada” suele ser lo más importante. Las mujeres borrachas, inconscientes en el metro. ¿Cuántos peligros acechan en la oscuridad del túnel? Y nadie niega la fuerza (otra forma de belleza) de esas piernas blancas, musculosas y sin medias de nailon, machucadas por los golpes de las caídas etílicas.
Algo tendrá que ver aquel vómito en el suelo del vagón con mi recuerdo: el asunto que quiero narrar tal-como-ocurrió. Parte de agotar un recuerdo es recorrer sus digresiones, sus tentáculos de asociaciones y desvíos. Parte de agotar un recuerdo es resistirse a agotarlo.
¿Quién iba a decirlo?
Un momento. Un hombre acaba de entrar a la cocina. Quiere saber qué estoy haciendo, por qué hay una tira de papel sobre la mesada, un resto del resto del sobrecito de té. ¿No lo tomaste esta mañana? Prende la luz; dice que vamos a quedarnos ciegos así. Los ojos hay que cuidarlos, dice, y hace más de cinco horas que estás tirando de un papelito insignificante.
Cuando termine de tirar voy a sentir sueño y hambre, dormiré un día y su noche entre pesadillas tan vívidas como este instante en que el papelito trae una guitarra y una mano que ya no pertenece a ningún cuerpo. Tal vez mi cuerpo también se desmiembre, algo perderé para siempre, las orejas o la nariz congeladas. El papelito traerá relámpagos y una lluvia atroz sobre la selva. La mano caliente que aprieta la tuya rodará como un fruto agusanado, los dedos que colocaron pasteles entre tus dientes y te alimentaron con tomates de árbol serán ramas secas, ásperas, te arañarán porque no tienen otra forma de tocarte. Alguna vez pensaste en esas manos como “mullidas”. Pero ni eso, ya. Vos y el papelito cinchan en direcciones opuestas, en un juego de la soga: el recuerdo no puede terminar hasta que la tirita de papel se rasgue, hasta que llegue el tirón seco que indique el final. (Las manos quedaban sin piel cuando jugabas en serio a la soga, rojas, ardidas. La piel cedida a esa cuerda de yute en sacrificio). Estás parada ahí desde la mañana, dice el hombre ahora, sosteniendo una tira de papel y esperando que la piel nueva te cubra las manos. ¿Pero realmente has dejado el pellejo sobre la soga?
Hablemos del pellejo:
Muy bien. Abandonaste la ciudad vertical, pasaste más tiempo bajo tierra que admirando los neones, pero te vimos relojear las ventanas. De haber saltado, habrías comprobado la fragilidad del aire. Se hubiera roto la tirita de papel –por fin– de una manera muy poética. Sin embargo… fuiste a comprobar que el aire de la selva era más elástico, que envuelve el cuerpo como ese papel film con el que algunos guardan sus alimentos masticados en la heladera. Los escritores viajan en una camioneta destartalada que a duras penas logra abrir un corte limpio en el aire de la selva. Llueve. Precisión: cae un aguacero tropical. Cualquier río desbocado podría arrastrarnos, con nuestros bolsos en la falda y todos los egos amontonados ahí dentro. Al fin de cuentas el viaje comenzó con un mal augurio. El escritor principal, el que justificaba la presencia de todos los demás en ese coloquio, decidió a último momento no subir al avión. Se lo advirtieron las cartas del tarot. E incluso el segundo escritor, el que estaba ahí para que el único importante se sintiera acompañado, había subido a una avioneta para no volver jamás. La selva se tragaba todo, hasta los sacos de arroz del señor arrocero, hasta las perlas originales de la Ministra. Pero mientras la camioneta traqueteaba cuesta arriba y los arroyitos de agua corrían cada vez más rápido, como jugueteando con su fuerza, como haciéndole cosquillas a la camioneta demasiado baja, la tercera escritora, la que estaba allí para justificar la sensación de conjunto, iba mirando en su celular hoteles cinco estrellas. Llevaba un moño al estilo Minnie Mouse, pero era un moño Chanel. Y después la oímos gritarle al recepcionista del hotel. Afirmaba que ella era la tercera escritora y que de ningún modo iba a compartir habitación con nadie. Por lo demás, los relámpagos titilaban en la oscuridad igual que los neones de la ciudad vertical, y un runrún parecido al del metro subía de la tierra. Había peligro, sí, pero tenía otros nombres. Un tigre te saltó al cuello y te chupó la sangre como un vampiro. Por suerte era un tigre de madera, una talla muy linda, por otra parte; la encontraste colgando de un árbol de chirimoyas. Lo que vos llamabas selva, él lo llamaba monte. No era para tanto, tampoco. Pero cuando volviste a la ciudad vertical, a macerar los pensamientos en el bamboleo de la línea G, habías entendido que se trataba de una historia de fantasmas, y que tanto vos como él estaban hechos de ceniza.
Momentito: ya abandonaste la consigna. No deberías hacer siempre lo que se te antoja. ¿No ves que las consignas se cumplen mediante la disciplina? ¿Quién va a pagar con billetes extranjeros tus historias de fantasmas? Incluso para escribir bien un recuerdo hay una llave de oro. Hay que visualizar un caldero lleno de monedas en la punta de un arcoíris, no rezar a los dioses de tu cultura, que ni siquiera sabés cuál es. Qué desgracia haber nacido en una tierra sin dioses, mientras transitás los márgenes de un papel demasiado angosto, esta tirita que te regalaron al nacer. Mejor contanos algo real, aunque solo sea tu lista de supermercado:
café
queso
pan
Fabuloso
pagar luz
¿Cómo se llega al final?
Anoto en mi libreta: el hombre casado tiene manos pequeñas. Anoto: te vieron con la cabeza hundida en un basurero, aullando como una loba que ha confundido la luna con una lata de conservas. ¿Cuánta verdad hay en esto? Anotalo también. Estás cansada de calificar exámenes, ya trazaste incontables círculos alrededor de cada habían y de cada sobretodo. Al menos salí de la cocina, apretá el pedal de la basura y dejá caer esa tirita manoseada, hecha un rulo de tanta exigencia.
Nunca conocí al escritor principal, nadie más volvió a ver al segundo escritor (su avioneta se adentró en el cielo, hizo un agujero en el mapa y salió del otro lado, directo a su chaise longue en París) y el moño de la tercera escritora quedó bien planchadito dentro de un cajón.
Anotá: todo esto ocurrió, y al final de la noche, después del aguacero, vieron un resplandor en el monte. Los escritores no se habían acostado aún y caminaron hombro con hombro hacia la luz, disputándose la verdad que algún día se convertiría en una crónica. ¿Qué era lo que brillaba allá lejos? La llamita verde del fuego fatuo que –como él, como vos– iba a desvanecerse en cuanto intentaras acercarte. Porque no era fuego sino gas, la proyección invertida de una linterna mágica. Pero allá fueron los siete escritores, codo a codo, titubeando en las pisadas, queriendo adelantar a los demás, pero no si eso significaba correr un riesgo (podía haber un pozo ahí adelante y caer –en desgracia). Caminaban sobre un antiguo cementerio, ahora agarrados de la mano. Los murciélagos aleteaban entre los árboles; silbaban los pájaros nocturnos. El sudor de los escritores caía en gotas enormes que challaban la tierra.
Cuando por fin llegaron a la fuente de luz mala, se encontraron ante la abertura de un túnel que llevaba a una especie de fosa. Tal vez, si bajaban por ahí, podrían escribir algo bueno algún día, alguna historia atrapante basada en hechos reales. Uno por uno, los siete escritores se fueron soltando de la mano y adentrándose en el hueco.
La noche sin luna, el croar de las ranas.
El último en soltarte fue él. Se veía pequeño, de espaldas, mientras desaparecía.
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