Madrid ha convertido su nula vocación identitaria en su seña de identidad más importante. O dicho de otro modo, y tal vez mejor: Madrid ha venido construyendo su identidad a partir del sumatorio inexacto de todas las identidades que por las buenas o por las malas han terminado confluyendo en ella. De ahí que Madrid sea, por definición, contradictoria. Es acogedora y es inhóspita, es amable y es arisca, es cruel y es entrañable, es simpática y odiosa. Contra Madrid se dispara desde fuera y desde dentro, y con Madrid se está desde la adhesión incondicional y desde el tránsito. En Madrid se vive y se malvive, y se muere a duras penas, porque Madrid se ha hecho bipolar a costa de encadenar fidelidades y reinvenciones. Madrid tan pronto se reconoce en lo castizo como se apunta a lo underground, se reforma y se contrarreforma tantas veces como se lo exija la parroquia, se acicala para asumir su condición de corte con la misma facilidad con la que se despeina si lo que toca es representar el papel de la villana indómita. Madrid es la acción y también la reacción, el premio y el castigo, el anverso y el reverso, la calma y la tormenta. Madrid se parapeta tras el No pasarán en épocas de alzamiento y entona el Vivan las caenas si en el calendario cae la hoja correspondiente al dos de mayo, se disfraza de chulapa en la pradera de San Isidro y luce luego, orgullosa, la chupa de cuero en Malasaña. Madrid besa los pies del Jesús de Medinaceli antes de ponerle una vela al diablo que perpetúa su caída libre en una esquina del Retiro, y se va luego a adorar las paganidades de Cibeles y Neptuno y a comer un bocadillo en El Brillante. Madrid se viste y se desnuda como una maja de Goya, se despierta admirando el cielo de Velázquez y se acuesta, ya muy tarde, en los infiernos de El Bosco. Madrid es mito y entelequia, pero también cuerpo y alma, y corazón, y vida. Madrid es tan de nadie que todos somos un poco de Madrid, incluso los que ni siquiera han llegado a pisar sus calles.
Madrid no se deja atrapar en un libro, no digamos ya en doscientos ochenta caracteres, y por eso cuesta tanto contar la Gran Novela Madrileña sin incurrir en lagunas o inexactitudes. De ahí que se termine de escribir y de leer con la desoladora intuición de que algo ha quedado en el camino. A Madrid intentó encerrarla Antonio Machado en un verso afortunado, pero insatisfactorio, porque el rompeolas de todas las Españas lo es también de los antiguos territorios de ultramar y de los predios europeos y africanos y asiáticos cuyos moradores tiñen con su color y sus idiomas el vetusto páramo manchego donde soñó una vez un moro loco que levantaba un castillo inexpugnable. Madrid no es una ni es cincuenta y una, y ha rebasado ya con creces el millón de cadáveres que contabilizó Dámaso Alonso según sus últimas estadísticas. A Madrid se la recorre siguiendo las huellas de cuantos en Madrid y sobre Madrid han escrito y siempre se tiene la impresión de que aún falta lo esencial, que es lo que compete a cada uno de nosotros. En Madrid instaló Galdós su factoría de novelas y en Madrid vivió Juan Benet, hacia 1950, un otoño en el que se conjugaban las tertulias junto al Retiro de Baroja con los tiempos silenciosos de Martín-Santos. En Madrid se avecindó el Ratoncito Pérez muy cerca de la Puerta del Sol, a unos pocos pasos de la tertulia de don Ramón del Valle-Inclán. A Madrid iba y de Madrid venía Carmen de Burgos si se le presentaba una tregua en sus escapadas reporteriles, y en Madrid se avecindó su tocaya Martín Gaite cuando abandonó la vida entre visillos y halló unos ventanales diáfanos con vistas a Doctor Esquerdo. Madrid es Camilo José Cela deteniéndose a media distancia entre Navalcarnero y Kansas City y es Rafael Azcona puliendo antihéroes en blanco y negro sobre los veladores del Gijón. Es Fernando Fernán-Gómez rumiando sus tiempos amarillos y es Elvira Lindo llevando en metro a Manolito desde Moratalaz hasta Carabanchel (Alto). Es Vicente Aleixandre encerrado en Velintonia y es Luis Rosales bajando por Altamirano y hallando consuelo en la visión nocturna de su casa encendida. Es Gómez de la Serna hilando greguerías y es Ramón de Campoamor espiando a las hijas de las madres que amó tanto. Es Luis Buñuel inventando a Viridiana en un rascacielos de la Plaza de España y es Luis García Berlanga colocando a un obispo en la puerta del Pasapoga. Es Lope de Vega difundiendo maledicencias de Cervantes y es Cervantes escribiendo en la pobreza. Son, en fin, Góngora y Quevedo en guerra eterna, cada uno en su trinchera, desgraciándose a sonetos.
Pero tampoco es así del todo, porque Madrid es también Ángel González comiendo tortilla en el Kon-Tiki, y es Javier Marías encendiendo al anochecer las luces de su biblioteca en la Plaza de la Villa, y es Juan Ramón Jiménez paseando entre los chopos de la Residencia de Estudiantes. Es Antonio Muñoz Molina saliendo de la estación de Atocha, recién llegado de Mágina, y es Luis Mateo Díez poniendo rumbo en Chamartín hacia sus noroestes de Celama.
No vale la pena seguir para no ahondar en el fracaso. Si Madrid no cabe en una novela, difícilmente se va a dejar constreñir entre las lindes de un artículo. Acaso la despreocupada capital de esto que llamamos España haya dejado mucho tiempo atrás de ser un tema para constituir un género literario, un lenguaje propio, un fin y un medio. Quizá por eso no hay forma humana de desentrañar su secreto. Madrid combina con tanto desparpajo sus caras y sus cruces que se hace imposible dar con el equilibrio exacto, el término justo que resuma sus verdades y deje al descubierto su oropel y sus disfraces. Pocas ciudades saben fusionar hasta confundirlas sus tesis, sus antítesis y sus síntesis. Madrid es noble y proletaria, roja y facha, rica y pobre, borracha y abstemia, atea y beata, del Madrid y del Atleti. En Madrid está el meollo de todos los poderes y en Madrid encuentran su epicentro todas las subversiones. Madrid es ley y es delito, es bendición y es blasfemia, es lo sublime y lo grotesco, y siendo todas esas cosas no deja nunca de ser ella. Se dibuja a sí misma como una fantasía de las musas, pero se construye a pie de calle. Lo entrevió Francisco Umbral, que se pasó la vida impostando el estupor entusiasta del joven de provincias que desemboca con su maleta de cartón en el nudo gordiano de los kilómetros cero: «Madrid lo hicieron entre Carlos III, Sabatini y un albañil de Jaén, que era el que se lo curraba».
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Autores: Martín Casariego, Antón Casariego y Fernando R. Lafuente son los editores de este volumen. Título: Escrito en el cielo. Madrid imaginada en la literatura. 1977-2017. Editorial: Alfaguara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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