Terminator: Destino Oscuro se construye entera sobre una imagen, la de una desesperada Sarah Connor tallando con un cuchillo aquel «no fate» (no hay destino) sobre la madera de una mesa en medio del desierto. Las sucesivas secuelas de la mítica Terminator 2 (1991), a su vez remake casi confeso de la terrorífica Terminator (1984), versan todas sobre la posibilidad de rehacer, modificar, la línea temporal que ineludiblemente lleva a la aniquilación humana. La nueva secuela, vendida como la primera con la implicación de James Cameron después de las dos primeras (el astro no dirige ni escribe, pero figura como autor de la historia y productor) vuelve a hacerlo presentándose como la «verdadera» continuación de Terminator 2, ignorando los sucesos ocurridos en Terminator 3, Terminator: Salvation y, por supuesto, Terminator: Genisys (vilipendiadas por todos de manera quizá excesiva) en virtud del traumático suceso que inicia la película, y que a su vez abre una nueva línea temporal con la original Sarah Connor (sí, vuelve Linda Hamilton) y una nueva salvadora de la humanidad, encarnada esta vez por la colombiana Natalia Reyes.
La primera mitad de Terminator: Destino Oscuro es ridícula, repetitiva… y extraordinaria. El esquema ya lo conocemos: un superior Terminator y un vulnerable protector del futuro se materializan en pos de un objeto mutuo de deseo, la pieza clave de la salvación frente a las máquinas. Tim Miller, el director, trata de abordar los conocidos mimbres imprimiendo velocidad, caos y violencia… y triunfa en la empresa. La película es trepidante, una montaña rusa de acción donde el autor, firmante de la primera Deadpool y anteriormente artista de efectos visuales, manifiesta suficiente querencia y respeto por el cine de acción old school que practicó James Cameron: si hay que tirar un coche por un puente, se tira un coche de verdad por un puente. En estos minutos las heroínas nuevas, con Mackenzie Davis al frente, y las viejas, con Linda Hamilton, se manifiestan carismáticas, divertidas e intensas, sin que nada en la película tenga que justificar que la cantidad de estrógenos supera ampliamente a la de testosterona; quizá una maniobra del futuro para adaptarse a la corrección política del presente. Cameron, al fin y al cabo, siempre se caracterizó por saber escribir mujeres duras y convertirlas en el centro de sus largometrajes.
Los problemas empiezan una vez la historia se ve obligada a parar a echar gasolina, frenar el ritmo y pagar algunos peajes. Entonces, Terminator: Destino Oscuro parece por momentos una fiesta donde todos están invitados, revelando la débil excusa que ha servido para montar la fiesta. Algunos flashbacks y explicaciones innecesarias quitan misterio a sus personajes y ciertas pullas a la América de Trump (ese episodio en un centro de inmigración en la frontera, convertido aquí en un trasunto de la famosa matanza en la comisaría de 1984) se entienden pero no convencen, en tanto frenan el ritmo frenético de la propuesta. Otras ideas, por contra, se presentan como acertadas pero no excesivamente bien plasmadas: lo que trae a colación el siempre estupendo Arnold Schwarzenegger es un concepto heredado de la odiada Genysis, que hubiera requerido de menos trazo grueso.
Por suerte, todos los implicados han conseguido dotar a esta Terminator: Destino Oscuro de ese aire de «plan de emergencia» que le da un plus de desesperación a un filme que carece de la dureza de las dos primeras propuestas, a las que tanto quiere parecerse. Al final, se trata de una buena secuela de Terminator, una franquicia que va precisamente de luchar contra lo inevitable, su propia extinción. Su agónico, exageradísimo final comete delito de exceso pero en esencia respeta el simple, puro concepto que dio inicio a todo, y el caso es que resulta divertido. Los restos de una franquicia son el inicio de otra; el «no fate» no significa que no haya futuro, sino que éste no está escrito.
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