John Dierkes, Emile Meyer y Jack Palance en ‘Shane’, de 1953.
Los pistoleros, los «chicos de la antorcha» y el cacique que ejerce de persona respetable pero que no tiene empacho en recurrir a la violencia, en un artículo Javier Marías publicado el año 2000 sobre la vigencia del western de .
Al igual que otros veranos, Televisión Española ha hecho una pausa en su mentecatez continua de concursos degradantes, cotilleos infrahumanos y sórdidas galas con cantantes rancios y cómicos merecedores de cárcel y bola de hierro al tobillo, para poner westerns. Y tras ver unos cuantos seguidos, he comprendido por qué es todavía género de gran éxito en España, pues muchos de sus elementos están del todo vigentes en según qué zonas, no había caído en la cuenta.
Por ejemplo, es frecuente que en el Salvaje Oeste haya un terrateniente cacique, de edad mediana o avanzada, que domina la región y a quien todo el mundo obedece y teme. Aunque a esta altura de su vida ejerce de ranchero respetable, se sabe que no tiene empacho en recurrir bajo cuerda a la intimidación y a la violencia (o abiertamente, si hay un duro contrincante) para conseguir sus propósitos, que considera legítimos y que a menudo consisten en echar del territorio a gente que no le gusta o conviene: ovejeros que le estropean los pastos, ganaderos que son competencia, tipos que él ve como forasteros, intrusos a los que desprecia… Es un papel que han interpretado actores como Lee J Cobb, Robert Middleton o Edward G Robinson: éste, con mucha coherencia, se había especializado antes en gangsters en fase honorable.
Ese ranchero suele tener unos hijos —o un capataz y vaqueros— que se desquician por nada y campan por ahí a sus anchas, impunes y avasallando. Se pasean por el pueblo con aire chulesco y buscando bronca, ponen la zancadilla a cualquiera para provocar y reírse y afianzar su tiranía, en la certeza de que nadie osará plantarles cara y todos se aguantarán con las orejas gachas. Los sábados, para divertirse y sembrar terror, y a modo de recordatorio de que podrían ir más lejos, rompen escaparates, disparan contra los letreros, prenden fuego a un establo cuyos despavoridos caballos roban de paso, o a alguna diligencia incluso, que brinda una buena hoguera. Además de estos «chicos de la antorcha», como los llama con indulgencia el cacique, recorren el territorio unos pistoleros, encargados de las tareas más sucias, calculadas y rentables: son ellos los que incendian ya no al azar, sino los comercios de quienes no son sumisos con el hacendado, o los ranchos de sus rivales que se niegan a vendérselos y largarse; y por supuesto ejecutan a tiros a quienes desafían o molestan, o meramente protestan. Embozados, asaltan diligencias y trenes, o, por así decir, cobran su impuesto a empresas como la Wells Fargo o la Western Union o la Union Pacific. En esos robos caen cocheros y pasajeros indefensos, o alguno de éstos es secuestrado y por él piden rescate, más impuestos. Aquí hemos visto con frecuencia a actores que daban de maravilla el perfil de sádico: Lee Marvin, Jack Palance, Richard Jaeckel, todos habían interpretado antes a gangsters ejecutores o a asesinos coléricos, muy nerviosos e inestables.
No hace falta decir que los hijos acomplejados e histéricos y los bravucones vaqueros del hacendado (Dennis Hopper, en su juventud, bordó estos papeles) se atreven a tanto porque se saben amparados por los pistoleros más siniestros. en estas situaciones el sheriff es hombre parcial y miedoso o entregado al poder del cacique, quien en más de una escena le arranca la chapa para recordarle a quién debe su nombramiento. Los ayudantes del sheriff, aunque más jóvenes y honrados, están siempre frenados por su superior, que en seguida libera a cualquier pistolero o cowboy que se pasara de desfachatez un día y acabara en el calabozo: por falta de testigos y pruebas o alegando que fue defensa propia el asesinato de un hombre sin armas. Los jueces están asimismo corrompidos y amedrentados, pues los Marvin y los Palance apiolan a cualquiera, del gremio que sea, si reciben la orden. El ranchero, en realidad, no necesita dar ninguna. Sus hijos, capataces, vaqueros y pistoleros han aprendido a interpretarlo, o, por así decir, saben qué árboles han de ser sacudidos para que Cobb o Robinson recojan las nueces precisas, así que éstos siempre ignoran qué van a hacer exactamente sus hombres y en qué fecha, y cuando se les piden cuentas pueden clamar con ofendido aplomo que nada han tenido que ver con los asesinatos, robos, extorsiones, coacciones, quemas de propiedades y matanzas de granjeros. Ellos son honrados y además quienes mandan, los últimos interesados en el desorden, el sheriff y el juez lo saben mejor que nadie. Y cuando los cowboys o los pistoleros en verdad se pasan y cometen atrocidades, Cobb o Robinson reprueban a Hopper, Marvin o Palance, pero su mayor enfado no va contra ellos, sino contra sus víctimas: «Ya sabemos cómo son estos chicos de la antorcha», dicen, «y qué mal carácter tienen los del gatillo rápido: la culpa es de los ovejeros, de los comerciantes, de los rancheros tercos, de la Western Union, de la Wells Fargo, de esos ayudantes bisoños del sheriff, de esa gente del ferrocarril, de esos forasteros que no se enteran. Cómo se les ocurre provocar, no someterse, desobedecer a chicos que van armados».
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Artículo recogido en los libros de Javier Marías A veces un caballero (Alfaguara, 2001) y Donde todo ha sucedido: Al salir del cine (Debolsillo, 2007; Galaxia Gutenberg, 2014). Venta en Todostuslibros y Amazon
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