Hace ahora algo más de tres años, a comienzos de la pandemia, en todo el mundo había gente que moría en sillas de ruedas, esperando una cama en los pasillos de las urgencias de unos hospitales que estaban al borde del colapso. Muchos aún se preguntaban si, en el desorbitado aumento de los contagios, habrían tenido alguna responsabilidad las lideresas, que, ya sabiendo que había un virus, el último ocho de marzo pastorearon jactanciosas a las masas por las calles, vociferando, en fraternal abrazo, las consignas.
Todo parece indicar que Edgar Allan Poe —siempre en esa “matemática tiniebla”, que lo sitúa Neruda, siempre “deidad y referencia de toda ficción diabólica”, tal lo venera Lovecraft—, ha leído a Boccaccio cuando escribe La máscara de la muerte roja (1842). En sus páginas nos cuenta la historia de un millar de nobles confinados en el castillo del “intrépido, feliz y sagaz príncipe Próspero”, mientras en el resto del mundo hace estragos una plaga que mata a la gente entre dolores inmensos, mareos que tumban y sudores sanguinolentos.
Yo también tengo a Edgar Allan por encima de todas las cosas, pero mi mayor evocación durante la pandemia fue el Ejército de los Doce Monos. Hubo un momento que llegué a creer que el virus podía poner fin a “esta grotesca civilización que envilece a los hombres”, que la llamó Luis Cernuda en Historial de un libro, el prólogo a la edición definitiva de La realidad y el deseo (1958), título bajo el que reunió toda su producción poética.
Terry Gilliam imaginó en Doce monos (1995), su obra maestra, que el fin del dominio del planeta por parte de nuestra especie comenzaría con una plaga muy semejante a la que nos castigaba hace ahora tres años. Aquélla era provocada por un comando de animalistas —el Ejército de los doce monos aludido—, que, de puro plausible, asustaba. Eran tan semejantes a esos ecologistas que vandalizan las grandes obras de las pinacotecas —convencidos, sin duda, de que toda la creación artística ajena a Frida Kahlo también es fascismo— que daban miedo con su vehemencia.
Ambientada en el año 2035, tiempo atrás, en 1997, el Ejército de los Doce Monos propagó deliberadamente un virus en un aeropuerto. De este modo acabaron con la mayor parte de los seres humanos, como en 2020 parecía ser la suerte que nos reservaba la pandemia. En paralelo al comienzo de los contagios, otros soldados de aquella tropa, enemiga de su especie, abrieron la puerta de los zoológicos. Y así se llegó a ese 2035, cuando la poca gente que quedó buscó refugio en un nuevo mundo —perdido entre las cloacas, pero a salvo de la pandemia— mientras en la superficie las fieras se habían adueñado de las ciudades. Entre sus planos más impactantes, destacan los de los leones campando a sus anchas en Manhattan.
Con el objeto de evitar semejante final a la humanidad y de obtener cierta indulgencia de sus carceleros, James Cole —un recluso que vive en la Filadelfia que sucedió a dicho Apocalipsis—, solicita a los científicos que rigen la cloaca ser enviado a las más peligrosas misiones en lo pretérito para recabar información sobre la catástrofe. Incorporado por el ya retirado Bruce Willis —en la que a fe mía es una de sus mejores creaciones—, Cole es un viajero en el tiempo que se traslada del futuro año 2035 a los manicomios de los 90, donde está recluido Jeffrey Goines (Brad Pitt), el fundador de los Doce Monos, para acabar en ese 1997 que marcó el principio del fin. O viceversa, en lo que al sentido del viaje se refiere. Se trata, después de todo, de un retroceso de un probable futuro a nuestro tiempo mientras sigamos siendo los amos del mundo. Como todas las obras maestras, Doce monos admite varias interpretaciones. Sólo por esa película, podemos y debemos decir que Terry Gilliam es un genio. Genial, alucinado y heterodoxo.
Doce monos está basada en La Jetée (1962), el fotomontaje de Chris Marker que es una de las grandes pastorales postcatástrofe atómica de la historia de la ciencia ficción. Gilliam amplía la escasa media hora que dura la obra maestra del francés —un mediometraje— a las dos horas largas de su versión. Puesto a ello, dota el argumento de más recovecos y cambia el holocausto nuclear que nos presenta Marker por esa epidemia devastadora provocada por los animalistas. Pero la primera premisa del asunto es idéntica en ambos casos: un niño, que de mayor será un viajero temporal, es testigo de la que será su propia muerte.
Aún recuerdo el desolador aspecto de nuestras calles bajo el estado de alarma: no distaba mucho del que nos muestran decenas de pastorales postcatástrofe —todo un subgénero de la ciencia ficción de los años de la Guerra Fría—, ya sean éstas atómicas, ecológicas o bacteriológicas.
Hablar de Terry Gilliam y poner como ejemplo El hombre que mató a don Quijote, cinta a todas luces fallida —probablemente por ese estigma que se empeñó en convertir su rodaje en uno de los más azarosos de la historia, pero irrevocablemente fallida—, es como ir a hablar de grandes nadadores y poner como ejemplo a quienes se tiran a la piscina y se ahogan. Terry Gilliam es un genio como adaptador e intérprete de las grandes distopías. Genial, heterodoxo y alucinado en lo que al retrato de mundos distópicos se refiere.
Desde la República, el diálogo de Platón que los eruditos datan en el siglo IV (a. e. c.), hasta Erewhon (1872), la sátira sobre la Inglaterra victoriana de Samuel Butler, todas las utopías habían sido eso, utópicas. Y desde que en 1516 Thomas Moro publicó la que dio nombre a todo el género, Utopía, frecuentemente estuvieron localizadas en islas o recónditos parajes de Sudamérica. Cuando, ya entrado el siglo XX los comunistas pusieron en marcha la suya, convirtiendo la dictadura de los miserables en una de las tiranías más injustas, inhumanas y brutales que ha conocido la Historia —con distintos nombres aún vigentes en varios lugares de Sudamérica, por cierto—, las utopías empezaron a imaginar mundos terribles, convirtiéndose en distópicas, como lo fueron todas las del siglo XX. 1984 (1948), la imaginada por el trotskista George Orwell como denuncia del estalinismo, es la definitiva respecto al cambio de paradigma. Inspiradora de distintas adaptaciones a las dos pantallas —la de Rudolph Cartier para la BBC de 1954, la de Michael Anderson del 56, la de Michael Radford, de 1984 precisamente—, todas ellas son cintas buenas, graves y sombrías.
Brazil (1985), la de Gilliam, sólo toca a Orwell tangencialmente. Lo que para algunos estudiosos es tan poco que no la incluyen en la filmografía basada en este utopista o, en el mejor de los casos, lo hacen en el registro de las adaptaciones libres. Muy por el contrario, a mí Brazil se me antoja como el discurso de cierta gente de mi juventud que hablaban de la revolución alucinados, literalmente, bajo los efectos del ácido lisérgico. Esa pantalla omnipresente en el Londres orwelliano, en la versión de este antiguo miembro de los Monty Phyton, emite cintas de los hermanos Marx; las célebres consignas de la Oceanía en que se enmarca la novela —“la guerra es paz”; “la libertad, esclavitud”, “la ignorancia, fuerza”— en Brazil es igualmente desconcertante —“la sospecha genera confianza”—, pero más alegre.
Digamos que Gilliam, en esa alucinación de la que siempre surge su puesta en escena, convierte la Oceanía descrita por Orwell en 1984 en la Freedonia que los hermanos Marx satirizan en Sopa de ganso (Leo McCarey, 1933). El Ministerio de la Verdad, que emplea a Winston Smith para la enmienda constante de la historia, según conviene al Partido Único —en verdad que sorprenden las concomitancias que se registran entre la distopía de Orwell y algunos aspectos de nuestros días—, en las secuencias de Brazil es algo aparentemente más liviano. Lo que no impide que una mosca, aplastada en el carro de una impresora, provoque una errata en una orden de detención, cuya consecuencia es que un humilde padre de familia sea confundido con un terrorista, al que se hace desaparecer, entre la noche y la niebla, como sólo saben hacerlo los estados comunistas o fascistas.
Ya digo, Terry Gilliam siempre se me antoja como aquellos compañeros de mi juventud que hablaban de la revolución yendo de ácido. Se trata de un alucinado meridiano —de ahí el abigarramiento de su puesta en escena— especialmente dotado para la reinterpretación de mundos distópicos y el remake, en esa línea onírica del Fellini último, de grandes películas. Recuérdese Las aventuras del barón Munchausen (1988), que ya en 1943 inspiró a Josef von Báky una de las grandes cintas alemanas de la guerra. Y recuérdese también El secreto de los hermanos Grimm (2005), donde ese ciberpunk puro y duro de sus distopías se torna un fabuloso steampunk. Filme notabilísimo que, huelga decirlo, empero ese retrofuturismo inherente al steampunk, me devuelve al universo de estos cuentistas alemanes, que siempre asocio a El maravilloso mundo de los hermanos Grimm (Henri Levin y George Pal, 1962), cinta de la que guardo el más entrañable de los recuerdos por ser una de las glorias del Cinerama de mis primeros días.
A mí me gusta el Terry Gilliam alucinado porque la jovialidad de sus delirios siempre me remite a otros periodos de mi vida. Triste, apesadumbrado y admirador de Edgar Allan Poe en su matemática tiniebla como soy, el Gilliam de Monty Python —como el común de los graciosos— me enerva. Me quedo con el Gilliam ajeno a aquella troupe, el admirador de Georges Méliès, Fellini y Kurosawa; el amante de los cómics —el noveno arte marcó en gran medida su imaginario fílmico—, el que se hizo cinéfilo tras asistir a una proyección de Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957). Me quedo con el Gilliam que va de Brazil a El secreto de los hermanos Grimm. Sin olvidar el de Miedo y asco en Las Vegas (1998), modélica adaptación de Hunter S. Thompson, suicida, politoxicómano y maestro del periodismo gonzo.
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