En algún momento Hollywood se olvidó del inmerso corpus de películas diversas que han compuesto su trayectoria. Esto es, obras de serie B, de género, altamente personales pero también espectaculares, da igual, en favor de franquicias, títulos establecidos o reinterpretaciones en clave de activismo ideológico que la gigantesca apuesta por el streaming de los últimos años acabó de enterrar. Y en ese panorama, y tan mal como estamos, excepciones como The Bikeriders: La ley del asfalto, una película donde el siempre a contracorriente Jeff Nichols (Take Shelter, Midnight Special) apuesta por un cine comercial que no tiene por qué contentar a todos, donde reinterpreta las sesiones de autocine juvenil en clave de sentido drama criminal en un film al completo servicio de tres actores conocidos pero afortunadamente definidos más por su idiosincrasia, su carácter, más que por su poder de convocatoria.
The Bikeriders es, efectivamente, un juguete para que Tom Hardy juegue a lindar de nuevo con lo excéntrico, así como para confirmar que la presencia de Austin Butler es un valor interesante capaz de fabricar un personaje profundamente enigmático que reescribe el inconformismo natural del cliché del cowboy americano en clave de delincuente juvenil. El filme pertenece, sin embargo, a Jodie Comer (El último duelo), que no solo aporta el punto de vista del relato sino también una interpretación del concepto de “chica de la película” absolutamente indómita y al margen de discursos. Que el enfoque bascule hacia esa aparente observadora de los acontecimientos es solo una de las jugadas inteligentes de una película que incorpora sutilmente el discurso periodístico en su devenir, por mucho que en ocasiones eso amortigüe el efecto dramático de sus decisiones.
A nivel de obra de director, que lo es, esta adaptación del libro fotográfico de Danny Lyon ofrece un respiro cinematográfico en un panorama en el que artistas antaño comerciales como Martin Scorsese (quizá la gran referencia a la hora de explicar el filme) o Michael Mann simplemente ya no son bienvenidos. Bien es cierto que Nichols opera a un nivel más pequeño e independiente que aquellos, lo que también le permite un plus de libertad que de alguna manera congracia su película con cierto homenaje nostálgico a esas olvidadas películas de moteros indómitos de la factoría Roger Corman. Su película, sin embargo, se permite el lujo de seguir su propio ritmo, pulsando las teclas de un relato criminal aglutinado de manera sutil por ese triángulo amoroso que, de alguna manera, se genera entre Comer y Hardy respecto a la figura de Butler, y que la película solo enuncia claramente pasada la hora de desarrollo.
Nichols se distancia del cine de multisalas apostando por una mirada paciente y un tanto episódica pero clara en el fondo: estamos ante una reflexión sobre la América canónica y profunda hecha desde los márgenes, o mejor dicho, desde la cuneta, por parte de unos personajes marginales voluntariamente escindidos de la sociedad y efectivamente poco respetables. Lo hace utilizando la mitología de un subgénero cinematográfico igualmente olvidado y defenestrado, el cine juvenil de bandas de los 50, pero sin que The Bikeriders se manifieste en ningún momento como un ejercicio de metaficción. Hay un monólogo de Michael Shannon, uno de los fetiches actorales de Nichols (el reparto, por cierto, es más que notable) que da la clave de su obra, pero que de paso sugiere de manera sentida que lo peor para todos todavía estaba por llegar. Haciendo todo lo posible por evitar el tono de un American Graffiti, The Bikeriders es un ejemplo de cine comercial arriesgado, sentido, quizá no todo lo apasionante que debiera, pero fabricado con toda la intención y definitivamente, como sus moteros, en vías de desaparecer.
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