En enero de 2017 Amazon estrenó Z: The Beginning of Everything, una dramatización de la vida de Francis Scott Fitzgerald y su esposa Zelda Sayre. Seis meses después, en el mismo lugar, también se convirtió en serie de nueve episodios de una hora la última novela, inacabada y póstuma, del mismo escritor, El último magnate, que ya había sido adaptada para el cine en 1976 con Robert De Niro como protagonista.
La trama ocurre a partir de 1936, en Hollywood. Mientras llegan confusas noticias sobre la Guerra Civil Española y también sobre la inquietante afición de Adolf Hitler por el cine, un joven y ambicioso productor, Monroe Stahr (Matt Bomer) intenta conquistar la gloria como segundo de a bordo de una productora de medio pelo, «la mitad en tamaño que la Metro». Mientras, intenta superar la muerte hace dos años de su esposa, la fulgurante estrella del celuloide Minna Davis, a lo cual no ayuda el hecho de estar preparando una biopic sobre ella. Modelado sobre el personaje real del productor Irving G Thalberg, que murió en 1936 a los 37 años, Stahr es una figura heroica y trágica, con un problema de aorta que amenaza con hacer estallar su corazón en cualquier momento de tensión excesiva, mientras intenta arrinconar sus orígenes judíos, acostarse a escondidas con la esposa del jefe, Rose (Rosemary DeWitt), torear a Celia (Lily Collins) la hija de ambos, que se ha encaprichado de él, y ligar con Colleen Moore (Dominique McElligott) la desconocida camarera irlandesa que se inicia tímidamente en el mundo de la actuación. Todo esto a la vez que rechaza ofertas de nazis para hacer sus películas más del gusto del Führer y trata de birlarle actrices a Louis B Mayer, el de la Metro Goldwyn Ídem.
Bomer, al borde de los 40 años de edad y que en la vida real es gay, interpreta aquí a un galán clásico y emprendedor, de ojos azules y mandíbula viril, que juega a dos barajas en el tema sexual, una para el gusto y otra para el gasto, y que va apagando fuegos con actrices, guionistas, directores y financieros a base de puro carisma. Su jefe y cornudo, Pat Brady, fundador de la Brady-American, está encarnado por Kelsey Grammer, conocido sobre todo por su papel cómico del psiquiatra Frasier Crane en Cheers y Frasier en los 80 y 90, pero que también ha demostrado poder convertirse en un premiado actor dramático con gravitas, capaz de mostrarse duro en la negociación, severo con su familia, afable en las relaciones públicas y volcánico en su ira. Otro rostro de gran popularidad en el pasado, y que se recupera aquí, es el de Jennifer Beals, la chica de Flashdance, ya de 53 años de edad, haciendo en esta ocasión de Margo Taft, una diva madura de la interpretación y cantante frustrada, de la que las malas lenguas dicen que obliga a sus directores a enseñarle sus partes viriles antes de cada rodaje, en pago por todas las humillaciones que Hollywood inflige a sus empleadas femeninas.
Entre medias de los amoríos, los flirteos y las bellezas maquilladas, también queda espacio para reflejar varios de los conflictos a los que se podía enfrentar una productora de cine del momento. Hay banqueros con dinero y olfato para ganar más, pero sin talento artístico, hay torturados guionistas de borrachera fácil e instinto suicida, hay huelgas y otras disputas laborales, e incluso una insufrible salvadora de taquillas de ocho años de edad, remedo de Shirley Temple, que a su tierna edad ya anda usando inhaladores de benzedrina.
Hablando de personajes reales, también salen los alemanes Fritz Lang y Marlene Dietrich, a quienes se ha traído para hacer una película sobre un opresivo lugar imaginario llamado Birnel (anagrama de «Berlín») con el objetivo de «enseñarle un dedo corazón a Hitler», y que aquí aparecen reflejados como depredadores sexuales procedentes de un decadente viejo mundo, que se divierten escandalizando a la pacata sociedad estadounidense con sus orgías y otras depravaciones. Estados Unidos es todavía un lugar donde si se descubre que tu madre era hija de un esclavo negro, como le ocurre a uno de los personajes, te pueden arruinar la carrera, y donde tu religión de procedencia, por mucho que ya no la practiques, tiene mucho que ver al tratar de negocios. En muchas ocasiones el pasado sale a relucir, y casi siempre nos acabamos enterando de quién es nieto de emigrantes ucranianos, quién ha llegado a Hollywood procedente de Oklahoma o Wisconsin, quién es hijo de un currito italiano, quién tiene un impecable pedigrí WASP británico o quién nunca se volvió a Austria tras una gira estadounidense de la Filarmónica de Viena. Si América era el lugar donde todo tu pasado podía cambiarse, Hollywood era aún más marcado en este sentido: un cambio de apellido, un tinte de pelo, un sombrero de medio lado o una historia de sueños conseguidos, y ya no eres ni judío ni hispana ni mulato, sino una estrella para todo el gran melting pot en que se ha convertido el país.
Los personajes femeninos son bastante notables. Tanto la desatendida esposa de Brady como su hija de 19 años crecen como personajes de una inesperada manera muy poco topicazo. En lugar de divorciarse la una y pirarse de fiestuquis la otra, la primera acaba encontrando refugio en el voluntariado social, en un hospital para pobres, y la otra decide entrar en el negocio familiar, pero insistiendo en empezar desde abajo, trabajando de secretaria y machaca básica, aunque no tarda en salirle a relucir un buen talento como productora y anotadora de guiones. Pronto su inicial interés por Stahr se irá trasladando al recién llegado Max Miner, el desheredado pueblerino con dos hermanas de las que cuidar y los arrestos suficientes como para pedirle trabajo al padre de Celia. También hay otro par de casos entre los personajes secundarios donde las mujeres sobresalen por encima de sus roles de criada, secretaria o esposa.
En lo formal, la serie resulta muy competente. El responsable principal es Billy Ray, guionista de Los juegos del hambre y Capitán Phillips, por el que fue nominado al Oscar. En el diseño de producción está Patrizia von Brandenstein, ganadora del Oscar por Amadeus y nominada otras dos veces, y en el departamento de vestuario tenemos a Janie Bryant, procedente de Mad Men. Aún se nota que es «televisión», por así decirlo, pero el acabado está muy bien, aunque quizá acaba dejando en el espectador el deseo de nada más terminar ponerse una buena peli en blanco y negro de la época, con esa textura irrepetible.
En general, y aunque, como se ha dicho, viene de una obra sin terminar, es una historia muy de Fitzgerald, con sus ricachones que lo tienen todo en cuanto a glamour y caprichos materiales, pero que se sienten vacíos en su interior, por mucha pose de despreocupación y nihilismo que adopten de puertas afuera. También se deja ver que para alcanzar la cumbre hay que tomar decisiones de moralidad dudosa. Y desde luego, como se ha podido ver en parte, tiene un marcado componente de culebrón melodramático entre los amoríos, traiciones, emparejamientos y desemparejamientos de la trama, incluyendo una vuelta de tuerca inesperada en uno de los personajes principales que condiciona de manera decisiva los últimos cuatro episodios.
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