Ricard Ibáñez (Entre roles anda el juego) publica Tiempo para comer, un ensayo sobre la gastronomía en la cultura occidental a lo largo de la historia. El colaborador de Zenda explica cómo fue el origen de esta publicación:
«En 2011, debido a la ansiedad y sobre todo a malos hábitos alimenticios, llegué a pesar 129 kg. Ese año se me rompió el cinturón (al agacharme), el pantalón (al hacer un gesto brusco), la camisa (al querer acariciar un perro) y finalmente me rompí yo: una hernia umbilical que me sacó fuera parte del asa intestinal y motivó que me operaran de urgencia. Aquella noche en la cama del hospital (en vela porque si me ponía de lado tironeaban las grapas y me despertaba) me juré que había llegado el momento de adelgazar… Y lo hice, claro. Pero no podía pensar nada más que en comida. Así que, siguiendo el viejo dicho de “si la vida te da limones, haz limonada”, y como lector compulsivo que soy, empecé a documentarme sobre los usos y costumbres alimentarios a lo largo de los siglos, y a escribir sobre ello. Compuse el libro a ratos muertos entre el 2012 y el 2014, y luego, la verdad es que me olvidé de él. Hace poco lo encontré por casualidad entre mis carpetas de la partición “Textos” de mi disco duro, y recordando lo que me divertí escribiéndolo, pensé que a otros les divertiría leerlo. Así que me puse a moverlo y finalmente la editorial Libros Indie se interesó por él. Se publica a primeros de diciembre, y espero que a los lectores les guste. No está escrito con un tono académico sino muy coloquial, y espero que lo bastante ameno a pesar de mi pertinaz pedantería».
Zenda reproduce el primer capítulo de este libro.
La Prehistoria: Masticar o ser masticado, esa es la cuestión…
El Paleolítico: Todo lo que se menea, a la cazuela
Bueno, es un decir. Por no tener, nuestros pobres ancestros no tenían ni cazuela para hacerse un triste cocidito. Se les hacía la boca agua viendo a los ciervos, bisontes, caballos, vamos, a todos esos montones de carne a cuatro patas que les rodeaban pastando tranquilamente y que corrían más que ellos, pues que desde que bajaron de los árboles sólo tenían dos, de patas, que se mantenían de pie por si acaso les venía algún depredador con ganas de convertirlos en su próxima cena. Nuestros tatata (muchos) tatarabuelos no eran buenos cazadores. Carecían de armas naturales, como garras o colmillos, no tenían buenos reflejos, ni siquiera sentidos agudizados. Un ser bastante mediocre, la verdad. Lo único que les dio la naturaleza fue mayor capacidad craneal, y según los antropólogos fue por que, al pasarse a la posición bípeda, les quedaba expuesta la cabeza al sol, y salvo los más cabezones, todos los demás sufrían unos golpes de calor y lipotimias de muy señor mío (que ya no es muy sano de por sí, pero que cuando te está mirando un señor tigre dientes de sable relamiéndose y poniéndose la servilleta, pues como que es aún peor).
Aparte de que debido a esta selección natural los cabezones proliferaron, el estar de pie les dejaba dos extremidades libres. Y como homínidos que eran, estaban acostumbrados a coger ramas. Fue tan natural como echar una meada o solazarse con una prójima bien dispuesta que acabaran cogiendo una rama caída y la usaran como arma. Y descubrieron así cómo ahuyentar a los otros carroñeros, cuando los depredadores se retiraban de los restos de la pieza cazada, con la panza bien prieta. Así que rebañaban los pingajos de carne que quedaban, y como era dieta que le sabría a poco hasta a Mahatma Gandi en pleno ayuno de protesta, lo complementaban con lo que pillaban. Literalmente. Babosas y caracoles, para empezar, que son bichos a los que se acecha fácil y se caza rápido. Y no me empiecen con ascos, que gracias a la falta de ellos (de ascos) nuestros antepasados descubrieron lo ricos que son los percebes, las ostras, los cangrejos, la langosta y demás delicias culinarias con la que nos damos un atracón cuando el bolsillo y el ácido úrico nos lo permiten. Y no nos olvidemos del reino vegetal, que en aquella época y para aquellos primates era la fuente principal de su dieta: raíces, tubérculos, tallos, hojas verdes (¡así descubrimos la lechuga, así!) setas, frutos silvestres… Con estos dos últimos los había, como ahora, de tres tipos: los buenos para comer, los que te dan dolor de tripas (o te hacen irte de vareta patas abajo) o, pues mira, que son venenosos y te mueres, zagal. Nuestros ancestros descubrieron una ley que les iba muy bien: Los frutos, tallos y tubérculos dulces suelen ser comestibles. Los de sabor ácido, amargo, o picante, suelen ser malos para comer, cuando no directamente venenosos. Hay quien dice que este recuerdo ancestral se mantiene en el paladar de los niños de pecho, que hay que ver qué cara ponen cuando descubren sabores alejados de la teta de su madre…
El Neandertal, ése tipo bruto que era algo así como un primo nuestro (y no demasiado lejano) ya era un cazador bastante eficaz, y parece ser que fue el primero en consumir pescado (crudo, por supuesto). Era bastante tragón y bastante carnívoro, y no le hacía ascos a practicar el canibalismo de cuando en cuando o a esa conclusión han llegado los antropólogos al encontrarse, en un mismo yacimiento, restos enterrados con todo cuidado junto con huesos humanos roídos. En otras palabras y aliviando al personal de la jerga científica: Que enterraban a la abuela pero no le hacían ascos a comerse al vecino si pasaba a dar el pésame. Y claro, si no le hacían ascos a los de su propia especie… ¿Qué les iban a hacer a los Sapiens más bien debiluchos que empezaban a asomar la cabeza? Por desgracia, esos Sapiens tenían de eso, cabeza. Y no eran tan corpulentos como los Neandertales ni tenían las mandíbulas tan fuertes ni los brazos tan largos… Pero se sabían organizar mejor. Y exterminaron a sus primos. Creo yo que ésa fue la primera discusión seria entre chefs por diferencias culinarias…
La paleodieta
Lo curioso es que, de un tiempo a esta parte, en este mundo nuestro tan organizado donde unos pasan hambre porque no tienen y otros pasan hambre porque no quieren ponerse obesos o quieren dejar de estarlo, se ha puesto de moda una dieta basada en “volver a los orígenes”. Es decir, consumir lo que consumían nuestros pobres ancestros y quitarnos de todas las porquerías procesadas que nos tomamos día sí y día también, argumentando “que nuestro cuerpo está preparado para tomar eso, y no lo otro”. A ver, el que esto escribe entiende que una vida sedentaria y comer de comida basura y bocadillos de embutido, por muy buenos que estén, como que no es demasiado sano… En eso todos estamos de acuerdo. Pero no se yo… La llaman “la paleodieta”, (o “la Dieta del Origen”) y se la sacó de la manga en 1975 un gastroenterólogo llamado Walter L. Voegtlin. La idea en sí tiene cierto sentido, al menos sobre el papel: Argumentan que hace solo 10.000 años que se desarrolló la agricultura y la ganadería, frente a los 130.000 en los que vivió como cazador-recolector. Diez míseros millares de años no son suficientes para que se produzcan cambio genéticos que se adapten a la nueva dieta, y por lo tanto buena parte de los males que aquejan al hombre moderno (empezando por la obesidad y siguiendo por la diabetes, la hipertensión arterial, el ácido úrico, las intolerancias alimentarias o simplemente malas digestiones) se deben a ello. En sus propias palabras “Vivimos en la Era Espacial pero tenemos los genes aún anclados en la Prehistoria” (S. Boyd Eaton de la Emory University). Abogan por una dieta limitada a la carne, el pescado, las verduras, las frutas y los frutos secos. Y punto. Olvídense de la sal, el azúcar, los aceites refinados, el pan, el arroz, las legumbres, y los derivados lácteos. Nada de modernices de productos agrícolas ni ganaderos. Últimamente ha vuelto a ponerse de moda como dieta adelgazante: Sus partidarios aseguran que siguiéndola a rajatabla se pueden perder fácil tres kg. Por semana… Lo cual me parece una barbaridad.
Y es que…. Qué quieren que les diga… No soy médico ni nutricionista, sólo historiador. Y la esperanza de vida en aquellos tiempos rondaba los 17 años… Por la alta mortalidad infantil, claro. Si sobrevivías a tu niñez podías alcanzar, fácil, fácil, los treinta años… Que ya es una edad…
Pero bueno, si tienen curiosidad hay un restaurante en Berlín, el “Sauvage” que sirven lo que llaman “un menú prehistórico”. Si van a ir, no se olviden de decir que van de mi parte (no me conocen de nada, pero es algo que siempre queda bien).
Los grandes inventos (culinarios) del Neolítico: El fuego y la cuchara
El Sapiens pues nos salió espabilado (más bien salimos, que somos nosotros). Nuestro tata (poco) tatarabuelo aprendió a hacerse armas eficaces con las que se convirtió en un gran cazador, a fabricarse con las pieles de los animales cazados y utensilios varios que le hacían la vida un poquito más fácil… y también una de las cosas más importantes: A controlar el fuego, y crearlo cuando lo necesitara. Con el fuego llegó calor, seguridad (pues las fieras se mantenían alejadas), y se pudo ablandar la carne (y no como antes, que para tomarse un chuletón de bisonte había que dejarlo orear hasta que estaba casi podrido, antes de poder hincarle el diente)
Y alguien demasiado listo se puso a pensar, entonces, que sería más fácil mantener los animales en un lugar cerrado en lugar de ir a buscarlos y cazarlos. Y que, en lugar de patearse todo el campo buscando semillas y frutos que llevarse a la boca, se podían plantar en un campo y recogerlos así, tan tranquilitos. Sin moverse. Y se nos fastidió el invento.
Antes, la caza había sido un trabajo comunitario, y el resultado se dividía entre los participantes. Y el mal cazador que hacía bulto y poca cosa más quedaba disimulado junto al buen cazador. Pero ahora, alguien (y no necesariamente el listo anterior) empezó a rondarle por la cabeza que para qué tenía él que compartir los frutos que recogía o la carne de su ganado con sus vecinos, que estaban así, tan ricamente a la fresca mientras él se deslomaba (que al igual no estaban tanto tiempo ni tan ricamente de holganza, pero ya se sabe que se ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio).
Total, que nos nació sin comerlo ni beberlo la propiedad privada.
Y el que acumuló posesiones, sabiendo que no podía llevárselas consigo tras su muerte, quiso que las heredaran sus hijos. Y para asegurarse de que así fuera fiscalizó el sexo de la mujer, que hasta entonces era comunitario (como todos los bienes) y los hijos pasaron de ser hijos de la tribu a hijos de… pues de alguien.
Y como esto de trabajar era cansado, se buscó a alguien que trabajara por uno, ya fuera a las buenas o a las malas. Y nació la esclavitud.
Y para protegerse de los que “cazaban” hombres para convertirlos en esclavos los más brutos se organizaron para defender a los otros, y éstos últimos, para no trabajar como esclavos de los vecinos, trabajaban el doble para alimentar a los que los protegían, además de a ellos. Y nacieron los militares, y a la larga la aristocracia, que los guerreros destacados (y otros que no tanto) se acostumbraron a esto de no currar.
Y un listo (no necesariamente alguno de los dos listos anteriores, es que los Sapiens eran eso, muy sapientes) hizo números y calculó cuánto tardaría en crecer la cosecha y en venir la época de lluvias, y el muy ladino fue diciendo que era la voluntad de los dioses que se hiciera en tal o cual época, que iría mejor. Y como le hizo la pelota a los guerreros pues hubo que creerse sus chorradas, y como luego casi siempre funcionaban pues la gente hasta se las creyó de verdad, más o menos. Y nacieron los sacerdotes…
Y entre unas cosas y otras, para simplificarnos la vida… Nos liamos más que la pata de un romano, como suele decir mi amigo Paco Pepe.
Pero bueno, estábamos diciendo que nuestro antepasado, un poco antes de complicarse la vida, descubrió el fuego. Y aprendió la cocina propiamente dicha. Aparte de asar la carne y el pescado sobre brasas se fabrican primitivos hornos, se aprende a moler pan, y cuando alguien descubre los rudimentos de la cerámica (o “voy a hacer cestas de barro cocido, para poder llevar agua sin que se derrame”) se produce lo que será el plato estrella de los chefs del momento. Llaman a tan revolucionario plato, que aún hoy consumimos, no se me extrañen, “sopa” (porque el primer nombre, que era “pilla todo lo que tengas a mano, mételo en la olla con agua, dale un hervor y tómate el resultado bien caliente” quedaba un pelín demasiado largo). Por cierto, a raíz de empezar a hervir se empieza a darle vueltas al condumio con un palo (más que nada porque con el dedo te quemas) que alguien descubre que si se talla un poco y se hace más ancho por abajo hace mejor tal función… Nace así la cuchara, el “cubierto” por antonomasia junto con el cuchillo durante muchos años (luego ya hablaremos del tercero en discordia, el tenedor, que se apuntó a la movida más tarde).
El ser humano aprende a moler los granos para hacer harina, (y luego a amasar y a hornear) a ablandar las legumbres, a freír usando grasa… vamos, a cocinar. Con lo cual alcanza la civilización, porque como todos sabemos, sólo los pueblos civilizados degustan la comida en lugar de limitarse a engullirla. Todos los “avances” anteriores, sedentarismo, propiedad privada, organización social, religión, etc. se quedan cortos al lado de eso.
Recetas:
Ensalada de recolector.
Prepárese una ensalada con brotes tiernos de apio, zanahoria y manzana. Todo bien troceado y mezclado. Añádase si se es lo bastante goloso pasas de corinto (unas pocas, no se me pase). NO le añada ni sal, ni aceite, y cómala con los dedos. La mezcla entre la acidez de la manzana, la dulzura de las pasas, la suavidad de la zanahoria y el sabor del apio en crudo no es desagradable… Y es un tentempié dietético que le ayudará a adelgazar, si se lo come en lugar de todas esas porquerías de chuches que nos metemos en el cuerpo hoy en día.
Pescado crudo
Lo ideal sería trincar un pececito de esos amariconado, de colores, de los de estanque público o de los que nadan en pecera ignorantes de su condición de presos (por la poca memoria que gastan), sacarlo del agua de un zarpazo y deglutirlo entre gruñiditos de satisfacción… Pero como no sabemos qué porquería se puede haber tomado el bicho en cuestión, mejor hacemos un sucedáneo paleolítico y nos zampamos un sashimi, que es un plato japonés delicioso…
El sashimi se puede hacer con casi cualquier tipo de pescado o de marisco, los más habituales son el salmón y el atún, así que explicaremos cómo preparar los dos.
Lave el pescado, quítele la piel y córtelo en láminas muy finas (cosa de medio centímetro de grosor). Ni que decir tiene que mejor será que el pescado sea fresco fresquísimo, que las infecciones gastrointestinales producidas por los anisakis u otros simpáticos parásitos son muy malas de curar… Si no está seguro de su pescadero (todos dicen que su pescado es fresco, no se lo tenga en cuenta), congélelo un día entero (24 h). Por si acaso. El pescado puede que pierda algo de sabor pero es una garantía para su salud.
El secreto de este plato está en marinar previamente el pescado.
En el caso del salmón, con salsa de soja, jengibre gari bien rallado, un diente de ajo rallado, una pizca de azúcar y sake.
Si lo hacemos con atún, con salsa de soja, sésamo rallado, un diente de ajo rallado, y una pizca de azúcar.
Coloque la salsa en un cuenco grande, ponga los trozos de pescado de tal manera que la salsa los cubra y déjelo reposar en la nevera un tiempo prudencial. Media hora (30 minutos) sería lo ideal. ¡Y a comer, que se calienta!
Carne cruda.
Pues básicamente lo mismo que en el caso anterior: Si quisiéramos ser antropólogos gastronómicos serios y dignos nos iríamos al campo y le pegaríamos un mordisco al trasero de la vaca más próxima con el único paso previo (y opcional) de limpiarlo un poco con la mano… Como puede que eso no se vea demasiado bien a nivel social… Mejor nos preparamos un Steak Tartar:
La base de este plato es la carne picada, cruda. Lo mejor es que le pida al carnicero que le quite la grasa y los nervios (si los hubiera) a la pieza de ternera (si es el solomillo, pues sería ya ideal) y luego se la pase por la picadora… O, si está de humor, que se la corte en daditos muy muy pequeños (no mayores que un guisante, para entendernos). Llévela inmediatamente a casa y consúmala cuanto antes, con un chorrillo de aceite y sal, y aderezándola con lo que más le apetezca: Mi hermana, gran crudívora en lo que a carnes se refiere, devoraba con fruición el steak con una yema de huevo, un par de dientes de ajo picados y perejil… Debía hacerlo medio a escondidas, eso sí, para evitar provocarle nauseas a mi padre, defensor a ultranza de la carne muy, muy hecha.
Aderezos que se le pueden echar a este plato y que casan bien con él son mostaza, tabasco, pimienta, cebolla picada, huevo duro picado, pepinillos igualmente picados, alcaparras… A algunos hasta les gusta echar a la mezcla un chorrito de Whisky.
La manera de preparar este plato es salpimentar la carne, echar el aceite y remover, e ir luego añadiendo a la pasta los diferentes ingredientes.
No se olvide de devorarlo con los dedos (estamos en el Paleolítico y no hay cubiertos ¿recuerdan? Y grúñale un poco al comensal de al lado si olfatea demasiado su ración.
Guiso de liebre.
Cuando se dice “gazpacho manchego” no hay que pensar en ese plato refrescante que paladeamos en verano. Allí en la patria del Quijote llaman gazpacho (torta de gazpacho, en concreto) a una plancha de pan muy fino hecha con harina sin levadura. El gazpacho manchego es un guiso de caza bastante sustancioso, que si se quiere comer de manera “neolítica” tendría que consumirse comiendo todos los comensales de la misma cazuela, cogiendo los trozos de carne con dos trocitos de dicha torta.
Elaboración: Cójase liebre, perdiz, conejo de campo… Lo que se tenga a mano. Límpiese, desuéllese, deshuésese, trocéese (en trozos pequeños, que se puedan llevar cómodamente a la boca). Sofríase la carne en cazuela (si es de barro mucho mejor) con unto de cerdo unos cinco minutos, hasta que tome algo de color. Añada dientes de ajo, medio pimiento, un par de tomates troceados, setas, laurel, tomillo, pimentón, no se olvide de salpimentar. Póchelo cinco minutos más, añada un poco de agua caliente (o caldo) sin llegar a cubrir la carne, y déjelo burbujear suavemente media horita. Luego déjelo reposar unos veinte minutos más… ¡Y buen provecho!
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Autor: Ricard Ibáñez. Título: Tiempo para comer. Editorial: Libros Indie. Venta: en la página web de la editorial
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